El legado del valle (38 page)

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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

BOOK: El legado del valle
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—¿Cómo?

—Como una adolescente tonta y alocada por un hombre con quien he compartido sólo unas pocas horas.

—Pero intensas…

—Sí, sí. Eso sí, muy intensas.

El bullicio habitual de la cafetería de El Pont de Suert solía apaciguarse a esa hora. Domingo, a las seis de la tarde, cuando los camareros aprovechaban ese bajón para limpiar bandejas, recolocar licores o alinear las mesas con sus sillas, más que en atender a los pocos clientes que se presentaban. Había tan sólo un par de charlatanes en la barra, una madre con sus dos hijos pequeños que merendaban en una de las mesas; en otra, alejada para que nadie pudiera oírlas, Carola y Rocío, en sus horas de descanso, degustaban recíprocamente los sabores de su amistad.

Una cafetería que mantenía un ambiente de comienzos del siglo xx, en el que se mezclaban aromas y sensaciones de antaño que invitaban a la tertulia franca y distendida.

—Lo único que me preocupa es que te vayas a colgar por un chorizo, Carola.

—¡No digas eso! Es inocente. Y la policía lo sabe. Me lo ha dicho Ramón cuando me ha llamado a declarar.

—¿Ramón? ¿El sargento que te tira los tejos?

—Sí, Rocío, el mismo.

—¿Te ha citado a declarar?

—Sí. Igual que siempre, ha hecho su ronda y luego se ha pasado por el bar; pero en esta ocasión me ha dicho con tono profesional que quería hacerme unas preguntas en comisaría. Sabía que me había visto con Arnau. Todo un poco incómodo, la verdad.

—Claro —asintió Rocío—, si siempre ha estado coladito por ti. ¿Y cómo sabía lo tuyo con Arnau?

—Yo qué sé. El pueblo es pequeño y todo el mundo habla.

—Pobre Ramón. Es muy buen tío.

—Y un poco pesadito —sentenció Carola.

Rocío era una mujer poco agraciada. Desgarbada y algo hombruna, entabló una firme amistad con Carola con ocasión de la separación de ésta. Su oculta condición homosexual la llevó a acercarse a Carola, de quien estaba enamorada en secreto. Carola lo intuía también. Lo cierto es que ésta halló un alma generosa, donde volcar sus emociones durante los tiempos duros que le tocó vivir. Rocío, por su parte, pensaba que mantener en el más absoluto hermetismo sus sentimientos era la mejor garantía para dar continuidad a su estrecha amistad. No quería ir más allá, sabedora de lo mucho que a Carola le gustaban los hombres. Esa dinámica de acontecimientos ya le complacía.

—¿Y qué te ha preguntado?

—Bueno, cómo lo había conocido, qué me relacionaba con él, de qué habíamos hablado. Le he explicado que nos conocimos unos días antes, que habíamos sintonizado, que me invitó a cenar y poca cosa más.

—¿Y él qué ha dicho?

—No mucho. Se ha extrañado por el comentario que Arnau le hizo: le dijo que nos conocíamos desde la infancia.

—¿Eso le dijo?

—Sí, no entiendo por qué. Es posible que fuera una mentirijilla al estar Berta a su lado. ¿Qué podía decir?

—¿Y ya está?

—Sí, poco más. Tomaba notas en una carpeta repleta de papelotes e imágenes. Se ha quedado pasmado cuando he reconocido a uno que aparecía en una fotografía.

—¿A quién?

—No sé su nombre. Primero no le ha dado importancia. Me ha dicho que era normal que me sonara, porque es un abogado de Barcelona que viene a menudo por el Valle. Pero se ha quedado de piedra cuando le he mencionado que lo había visto hace un par de meses con Berta, la novia de Arnau. Luego, ha entrado otro poli y le ha entregado un escrito. Sería algún documento importante, porque lo ha leído, se ha quedado estupefacto y me ha dicho que ya me podía marchar.

—Qué emocionante, ¿no? Todo esto parece una peli —comentó Rocío interesada. De pronto, su expresión se tornó seria—. ¿No sabes nada nuevo de Arnau?

—Aparte del mensaje que me ha enviado, nada más.

Carola abrió el móvil y se lo mostró: «No puedo hablar. Estoy bien, camino de Butiaba. Pienso en ti».

—¡Pienso en ti! Hombres… —exclamó Rocío—. Pero ¿no tiene a Berta como novia? ¿Y piensa en ti?

—Arnau no sabe bien lo que quiere. A veces es como un niño divertido; otras, como un fascinante aventurero del que siempre aprendes algo.

—Pero, lo busca la policía, y él está camino de Butiaba… ¡Eso es que ha logrado escaparse!

—No grites, Rocío. Te va a oír todo el mundo.

—Si estamos casi solas. Chica, con lo guapa que eres, has tenido muy mala suerte con tus ligues. Siento decírtelo…

—Y yo lo siento aún más. ¿Quieres verlo? Tengo fotos de él —añadió Carola, y señaló emocionada su móvil, que seguía abierto.

—¡Estás muy, pero que muy enganchada! ¡Qué guapo! —exclamó Rocío al ver las imágenes.

—Sí, está muy bueno, pero tiene mucho más.

—¿Y qué piensas hacer?

—Yo qué sé. Lo de siempre: pasar unos días jodida y reponerme poco a poco. ¡Qué remedio me queda!

—¿Oyes esa canción que suena? ¿Qué dice?

—Sabes de sobra que no hablo inglés —puntualizó Carola.

—Es de Paul Carrack. Me encanta. Tengo el disco. Entre otras cosas, dice que «cuando estemos hambrientos, el amor nos mantendrá vivos» —ambas se miraron fijamente—. Estoy harta de tu conformismo. ¡Lucha! —gritó Rocío con tono severo, aunque en su interior ella misma se reconocía como perdedora de tal batalla.

—¿Cómo?

—Luchar, Carola. Luchar. Estoy cansada de verte así. No se trata de comerse el marrón y conformarse. Se trata de guerrear por lo que una quiere.

—No te entiendo —afirmó desconcertada Carola.

—Sólo se vive una vez —sentenció Rocío, que le agarró una mano y la soltó con presteza para no dar lugar a posibles interpretaciones embarazosas—. Te mereces algo mejor —prosiguió—; eres una mujer maravillosa. Ahora estamos en temporada baja. Tómate unos días de vacaciones y vete de safari.

—¿Safari?

—Vete por él. Sí, a Uganda. En el peor de los casos, disfrutarías de unas buenas vacaciones; en el mejor, estarías con él, en unos momentos en que quizá necesita mayor apoyo. Lucha por el que ahora es tu amor.

2

A
l anochecer del domingo 7 de noviembre de 2010 se estableció la cita; con la puntualidad exigida, a las ocho de la tarde. Tiempo suficiente para desplazarse desde la iglesia del Sagrat Cor al lugar de encuentro, tras la celebración eucarística de las siete.

Bajo silencio obligado y semblantes de perplejidad, todos acudieron como era debido a la llamada urgente que habían recibido pocas horas antes.

Un crucifijo junto a una cruz papal presidía la sala.

Alrededor de una mesa centenaria, con patas torneadas de madera maciza, los miembros de aquel gabinete de crisis se sentaron uno tras otro, en sillas de respaldo alto, siguiendo las indicaciones del ministro secretario.

El contenido del encuentro no podría trascender más allá de las paredes de aquella estancia, algo que se encargó de puntualizar:

—Entenderán ustedes que su presencia hoy aquí es secreta. Pronto les atenderá su Eminencia.

Al poco rato se abrió un portón decorado con tallas de santos, situado en el extremo opuesto de la sala. Todos los asistentes se levantaron de sus asientos e inclinaron respetuosos la cabeza. El prior se adentró con presteza.


Exurge Domine
—pronunció antes de sentarse.


Et judica causam tuam
—respondieron todos al unísono.

—Caballeros, señores cancilleres —inició solemne el prior, que jugueteaba con un rosario que colgaba de su cuello—, les he convocado por las lamentables evidencias que indican que la situación se encuentra fuera de nuestro control, y eso resulta preocupante.

—Eminencia —comenzó uno de los asistentes, que de inmediato fue interrumpido.

—¡Silencio! Reconozco que fue un error apostar por un incompetente como usted, hace cinco años. ¡Le dimos indicaciones concretas, le facilitamos herramientas, le aportamos incluso la persona de contacto! Y ahora nos encontramos al borde del precipicio. ¡Cállese!

No osó responder, por lo que el prior desvió de él la mirada para continuar:

—Es imperativo de la Orden, y mandato expreso de las más altas instancias, intervenir para recuperar el dominio de los acontecimientos. ¡Quiero escuchar iniciativas y soluciones! —vociferó de súbito mientras descargaba un contundente puñetazo en la mesa.

—Eminencia —insistió otra vez el mismo sujeto, que fue de nuevo interrumpido.

—¡Le he dicho que se calle! No ha llegado aún su turno.

—Con su venia —comenzó uno de los adláteres, que miró con desdén nada encubierto al aludido—. Ya que Su Eminencia se ha referido a ello, quisiera recordar y dejar muy claro que en ese encuentro de junio de 2005 le di, personalmente, a nuestro inepto y circunstancial compañero todas las facilidades para que pudiera conseguir los objetivos señalados. Bien… Ya me pareció entonces que le costaba más de la cuenta entender las cosas. Supongo que recordará la cita —agregó mientras dedicaba una mirada de desprecio al individuo en cuestión, quien asintió con la cabeza y se arrugó como un gusano.

¡Claro que lo recordaba! Lo difícil hubiera sido olvidarlo. También fue en un domingo, el día del Señor: el 5 de junio de 2005.

Al llegar a la cita conocía su trascendencia, pero no el contenido ni las razones por las que se le convocaba en un lugar tan absurdo, al menos en apariencia.

—¡Qué cojones! Hacerme venir hasta aquí —rezongaba en su ascensión hasta lo más alto de Erill la Vall.

La respiración afanosa delataba su penoso estado de forma, pese a haber dejado de fumar y haber sustituido el tabaco por caramelos.

Por fin descubrió a lo lejos una silueta, del que presumió que era su interlocutor: un canciller enviado del prior. Al aproximarse escuchó por vez primera su voz:

—¡Desde aquí hay buenas vistas!

Respondió al santo y seña convenido:

—Prefiero la playa.

—Tome asiento, Marest, y recupérese —dijo el otro al ofrecerle un murete de piedra.

Aquel personaje miró al horizonte y aspiró profundamente antes de preguntar:

—¿Conoce el Valle?

—No; no lo conocía. Jamás había estado aquí —respondió Marest entre soplidos anhelosos de oxígeno.

—Le gustará. Tiene algo especial, algo intangible que le roba a uno el alma. Estamos en uno de los lugares que más me gustan, por más que esté apartado de las rutas turísticas habituales. Hasta aquí no sube nadie. Todos se quedan en el pueblo, en su iglesia.

La expresión de Marest evidenciaba perplejidad, algo que hizo sonreír a quien le hablaba.

—Se pregunta por qué aquí, ¿no es eso? Está usted sentado en lo poco que queda del antiguo Erill, el que se llevó el alud. ¿Lo ve? —dijo al señalar la montaña cuya falda acoge al pueblo, en su vertiente noroccidental—. No, no me refiero a ese otro. Ése es un alud contemporáneo —añadió en referencia a otro más al sur—. No; ése —insistió—, ése es nuestro alud; toda una señal divina: la fuerza de Dios, para llevarse por delante la herejía y a quienes la acogieron.

Marest escuchaba incrédulo.

—Luego, el pueblo se reconstruyó donde lo vemos hoy: Erill la Vall, aunque en sus albores se lo bautizó como «Erill Davall», es decir, Erill de abajo. Ahora mismo, nuestros pies podrían pisar preciados tesoros del señorío de Erill, que quedaron enterrados para siempre. ¿Conoce la leyenda, señor Marest?

—No; lo siento.

—Tampoco importa. Vayamos al grano. Memorice mis palabras, porque no las encontrará escritas. Si tiene dudas, interrúmpame y se lo aclararé, porque después de esta entrevista, que jamás ha tenido lugar, no volverá usted a verme. Si estoy aquí es porque soy invisible; no existo. ¿Entiende?

—Creo que sí.

Marest empezaba a constatar la importancia del encuentro.

—Bien, algo de cierto tienen todas las leyendas. Aunque en este caso no se trata de ningún tesoro. Todo lo contrario: este valle parece que ha escondido durante un milenio algo blasfemo, que atenta contra los fundamentos de nuestra fe. Algo emanado de herejes que se asentaron aquí en la Edad Media, súbditos de los señores de Erill.

»Tras agotar negociaciones y persecuciones, pequeñas incursiones y batallas abiertas, Roma no tuvo más opción que mostrar toda su fuerza: la fuerza de Dios Todopoderoso.

»El Valle quedó devastado, aunque de la misma manera, la Iglesia puso luego todo su empeño en su recuperación y restauración.

»El poderío militar que protegió y resguardó tal ataque contumaz a la Verdad, quedó sumiso a nuestra causa.

»Se ejecutó a los que no se sometieron a nuestra fe, entre ellos, a una mujer que sostenía la farsa de pertenecer al linaje divino, uno de los estandartes que enarbolaba la herejía. —El interlocutor hizo una dilatada pausa—. ¿Me sigue, señor Marest?

—Por supuesto.

—Bien. Como le decía, pasó inadvertida cierta simbología hereje que el Valle conservó durante siglos. Le parecerá extraño, pero una de esas manifestaciones apóstatas se encontraba en el famoso Pantocrátor de la iglesia de Sant Climent de Taüll. Ahí delante sobresale su campanario.

Marest alargó el cuello a izquierda y derecha, en evidente intento de avistarlo, pero aquel individuo continuó su discurso antes de que pudiera verlo.

—Sí, el Pantocrátor de Taüll. ¿Se imagina?

—Algo sé de arte. ¿Me dice usted que el famoso Pantocrátor no se adecua a los cánones de la Iglesia?

—Sí, tal como lo vemos ahora; no, en aquella época.

—Pero aquí creo que sólo hay una réplica. Tengo entendido que el original está expuesto en Barcelona. Entonces, no entiendo nada.

—Lo esperaba. ¿Qué no entiende usted?

—¿Cuál de los dos es el hereje?

—Ahora, ya ninguno de ellos. La réplica se realizó cuando el original ya estaba libre de falsedades.

—Sí, pero… ¿Por qué antes se consideraba hereje y en la actualidad no?

—Se lo acabo de decir: la obra quedó liberada de elementos apóstatas a tiempo.

—Pero, con ese mural sacrílego incluido, ¿cómo pudo consagrarse la iglesia en su día? —Marest hizo una mueca de escepticismo.

—Veo que también tiene alguna noción de historia. Eso no debe preocuparle, porque nada está claro. Es posible que en el momento de la consagración, el mural estuviera inacabado. Pero aún finalizado, el entonces obispo podría tener razones de otra índole para consagrar las iglesias del Valle. Sólo le diré que murió en extrañas circunstancias tres años más tarde de ese acto.


Maiestas lo Vult
—pronunció con solemnidad Marest.

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