El legado del valle (33 page)

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Authors: Jordi Badia & Luisjo Gómez

Tags: #Intriga, Histórica

BOOK: El legado del valle
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Y acertó: apenas había transcurrido media hora cuando volvió a sonar el móvil.

—¿Dígame? Sí… Arnau. ¿Qué ocurre? —Tras un breve silencio finalizó—: No me diga más, Arnau. No se mueva de donde está. Nos vemos a las 23.30 en el Hotel Cuatro Naciones, justo enfrente de donde se encuentra usted. Le estaré esperando. ¡Ah! mientras, aproveche para divertirse un poco. ¡Hasta luego!

—Bueno, muchachos ahora sí tengo que marcharme. Creo que ese tipo está en un lío del carajo ¡y va, y se refugia en un puticlub! Serena, por favor —indicó a la camarera—, ¿puedes llamar un taxi?

José Luis dejó postres y tertulias para mejor ocasión.

Ya dentro del taxi, preparó la cita.

—¿Ricardo? Soy José Luis… oye, voy a necesitar una habitación con salita como las de siempre. En veinte minutos estaré aquí con un idiota de esos que no saben estarse quietos. ¿Ok? ¡Hasta ahora!

El hotel, por su situación y por la amistad que le unía con su director, era un lugar espléndido para convocar reuniones clandestinas con confidentes, prófugos y un amplio abanico de fauna delictiva.

Cuando llegó a las Ramblas, observó el mismo ambiente habitual. La presencia de trileros hacía pensar que ya no había policía en la zona.

Fue un largo encuentro con alguien que le sorprendió desde el principio, ya que se había forjado una idea errónea del nuevo cliente.

Su increíble historia hizo que Gomis olvidara el tiempo; poco importaban las horas, que se desdibujaron en aquella habitación decadente.

—Y aquí acaba la paranoia que hasta ahora he vivido estas últimas semanas, señor Gomis.

—Tutéame y llámame José Luis, por favor, somos de la misma quinta, ¿sabes? ¡Vaya con el Puigdevall! Se hizo con vuestra confianza.

—En estos momentos necesito que protejas a Berta y me des una solución para poder salir del país.

—Yo no puedo sacarte del país. Ése no es mi cometido —Gomis se levantó de su silla para realizar ciertos estiramientos musculares, ante la perplejidad de Arnau—. Es que son las tres y cinco de la madrugada. ¡Llevamos aquí casi cuatro horas! —explicó el abogado.

Tras esos ejercicios, corrió las cortinas de la ventana y se mantuvo con la mirada fija en la calle ante el cansado silencio de Arnau.

—Me va a matar —murmuró Gomis, que se acercó al frigobar mientras tecleaba un número de teléfono—. Mierda, ya no queda nada —dijo al cerrarlo de un portazo.

Hubo una larga espera, para al fin contactar con alguien.

—¿Corbella? Lo siento mucho, supongo que te habré despertado, soy José Luis. Tengo una urgencia. Has de atender a un cliente en un vuelo especial mañana por la mañana, bueno, quiero decir de aquí a tan sólo unas horas. —Miró a Arnau y le sonrió—. África, sí, África. En concreto Butiaba, en Uganda. Bueno, pues hazte el plan que sea, pero tiene que salir a primera hora. Ni que decirte que se trata de un vuelo encubierto. Estará en el aeroclub a las siete. Es de profesión torero. Por favor, ponte a trabajar. Gracias. —Prosiguió con sus llamadas—: ¿Agustí? Veo que estás de servicio. Soy José Luis Gomis. Necesito taxi en el Hotel Cuatro Naciones de las Ramblas a las 6.15 en punto para el aeroclub de Sabadell. Ok, gracias.

Arnau se mantenía en silencio, extenuado sobre la cama. Observaba las maniobras de su abogado, que realizaba una nueva llamada.

Al verse observado, éste tapó el micro del teléfono y le susurró:

—Llamo al Colegio de Abogados, a detenidos… ¿Tina? José Luis Gomis. Oye, ¿te ha entrado esta noche una tal Berta Hernández? ¿Ya te aparece? ¿Sí? Ok; mañana la atiendo. Es mía. ¿De acuerdo? Un beso.

—¿Dónde está? —preguntó Arnau, que se incorporó.

—No te preocupes. Está detenida en la comisaría de
mossos
de Les Corts.

—¿Les Corts?

—Sí, es la que sustituye a la antigua Jefatura Superior de policía de Vía Laietana.

Arnau lo miró con desesperación.

—¡Tranquilo! Tranquilo, ahora mismo es el lugar más seguro, en vista de lo que le ocurrió al mosén. Bien, Arnau, ahora vamos a descansar unas horas. Toma esto para que podamos estar en contacto —dijo el abogado al entregarle una tarjeta SIM de telefonía móvil, con un nuevo número—. El pin es 1234. Tienes mi número, aquí el del taxi y el del piloto que te va a sacar de España —explicó mientras los anotaba en un papel—. Mañana nos llamamos. Todo saldrá bien. ¿De acuerdo?

Ambos se abrazaron antes de que el abogado abandonara la habitación, pero al ir a cruzar la puerta añadió:

—Por cierto, Arnau, en el aeroclub te presentas como «el torero». Y otra cosa: debes confiar en mí; dame tu tarjeta de crédito y su número secreto. Quiero dejar pistas falsas.

En su interior, Gomis pensó: «Me juego carrera y pellejo al encubrirle, pero ¿qué coño? Este pardillo es inocente».

Cuando Fevzi recibió el correo electrónico, no pudo reprimir la necesidad de llamar a su amigo Francesc, para comentar de viva voz su contenido.

—¡Profesor! Una llamada para usted —dijo el encargado del locutorio, que acercó a su asiduo cliente un terminal inalámbrico.

—¿Hola?

—Mira por dónde, el incrédulo y escéptico Francesc tiene en sus manos algo en lo que sólo los demás creíamos —comenzó sarcástico Fevzi.

—Fevzi, hay que ser cautos. Esperamos la datación del laboratorio. Acabo de enviar una muestra a Sevilla.

—¿Cautos? ¿Qué más quieres? ¡Todo concuerda con nuestras hipótesis!

—Estoy tan maravillado como tú, quizá más aún, pero, en cualquier caso, sólo demostraría que en la Edad Media, en el Valle de Boí, alguien dejó huella de una visión distinta del cristianismo. Como historiador, no puedo ir más allá.

—Pero Francesc… ¿Qué te pasa ahora? ¿A qué viene tanta prudencia?

—La profesionalidad obliga, más aún en el caso de alguien que, como yo, juega con la ventaja de abordarlo todo desde un absoluto agnosticismo.

—Francesc, amigo, no puedes minusvalorarlo. Ante nosotros se erige el premio a muchos años de investigación. Otra cosa son las convicciones y creencias de cada uno. ¡Debemos avanzar, debemos contárselo al mundo!

—Detente, Fevzi —interrumpió el profesor—. Un proverbio árabe dice: «No digas todo lo que sabes; no hagas todo lo que puedes; no creas todo lo que oyes; no gastes todo lo que tienes. Porque el que dice todo lo que sabe, el que hace todo lo que puede, el que cree todo lo que oye, el que gasta todo lo que tiene, muchas veces dice lo que no conviene, hace lo que no debe, juzga lo que no ve y gasta lo que no tiene».

—¿Con qué me sales ahora, Francesc?

—Sólo es otro elemento más en nuestros estudios, aunque… —el tono del profesor se debilitó, y con un hito de voz añadió—: debo reconocer que no es sólo cautela, que es temor.

—¿Temor?

Con una mirada furtiva alrededor del local, redujo más aún el volumen de su voz y se cubrió la boca con la mano que le quedaba libre, para que nadie pudiera oír sus palabras.

—Más aún: pánico. Han ocurrido cosas terribles alrededor de todo esto. Un robo y dos asesinatos.

—Bienvenido al club —respondió Fevzi, que añadió—: Ese [email protected] quien has copiado en el mail, ¿es de confianza?

—¡Es Arnau Miró, el que ha acudido a mí, el que tiene el pergamino!

—¿Y cómo es que tiene un dominio de internet británico? —inquirió Fevzi.

—Porque la sede del hotel que dirige está en Londres —respondió con tono cansino el profesor.

—Óyeme —indicó Fevzi con contundencia—, trabajaré en esto toda la noche. Mañana domingo deberíamos conectarnos y estudiarlo en equipo. Quedamos, por ejemplo… ¿a las nueve de la mañana en el Messenger? ¿Francesc? ¿Qué es ese follón?

—No te oigo, Fevzi, repite lo último.

Sirenas de policía resonaban entre estrechos y vetustos callejones e impedían al profesor escuchar.

—¿Fevzi? —reclamó, mientras oprimía su oído izquierdo con la mano.

—¡Esta noche te paso un informe con copia a ese Arnau, y mañana a las nueve en el chat!
Bye
!

—Ok, a las nueve;
bye
!

En segundos se organizó un caos en aquel pequeño locutorio, que quedó repleto de sin papeles de todas las razas, credos y colores, en busca de refugio.

—¡Por la puerta! ¡Por la puerta! —urgió el encargado, mientras señalaba un desvencijado acceso a la trastienda—. ¡Usted no! A usted no le buscan —le dijo al profesor, que ya había recogido su documentación y se dirigía, como el resto, al improvisado resguardo.

Aturdido, Puigdevall salió con paso tambaleante del local. Intercambió asustadas miradas con el recepcionista, que le susurró esquivando la mirada, casi sin mover los labios, como reputado ventrílocuo.

—Una redada.

Al cruzar la entrada, chocó inesperadamente con alguien que se adentraba con impetuosa energía en el local.

—¡Coño! —aulló el personaje, mientras se desarzonaba la manoseada carpeta del profesor y todo su contenido quedaba esparcido por la acera.

Temeroso, intentó a toda prisa hacerse de nuevo con la documentación desparramada por los suelos, con la ayuda del causante, que se lamentaba.

—Perdone, señor…

La copia del pergamino fue la que le quedó más alejada, bajo un coche aparcado. Por su edad, sabía que no podría llegar a ella antes que el individuo contra el que había chocado.

—No se moleste —dijo éste, que, muy amable, se ofreció a recogerlo.

Al agacharse y extender su brazo, la flexión de su cuello permitió al profesor observar un tatuaje en la nuca: una extraña cruz sobre la leyenda
Maiestas lo Vult
.

El profesor se quedó perplejo ante el otro, que le tendía el papel.

—Muchas gracias, joven.

—De nada, y perdone de nuevo —repitió mientras entraba en el locutorio entre gritos.

—¡Mohamed!, diles a tus amigos que hoy no va por ellos; no busco ningún puto terrorista islámico. Busco a este tipo —explicó mientras mostraba un retrato—. De 1,80 de altura, complexión fuerte, moreno. Vamos, vamos, que salga toda tu parentela, quiero verlos uno por uno.

El profesor miró de reojo la fotografía que aún sostenía el que resultó ser un inspector de policía de paisano.

No cabía duda: era la de Arnau.

Inició con paso vacilante el camino hacia su casa; a medida que se acercaba, observaba más y más efectivos policiales. Se detuvo al divisar, justo delante de su finca, varias dotaciones con sus azulonas luces de alarma que destellaban sin cesar.

Pudo distinguir cómo una mujer, con la mirada clavada en el suelo, era llevada esposada hacia una de ellas. Se trataba de Berta, desde luego.

Francesc Puigdevall dio media vuelta y se dirigió hacia el único lugar cercano donde a cualquier hora sería bien acogido.

A pesar de la hora, a nadie le sorprendió verlo allí.

Sólo al hermano Joan Casajoana, director del Hostal de la Esperanza, le pareció insólita su presencia.

—¡Profesor! ¿Te aburrías en casa? —Al momento detectó en su expresión que algo no funcionaba bien—. ¿Te encuentras bien? ¿Quieres contarme algo?

Aquel centro de beneficencia era un pequeño gran milagro diario: acogía y formaba, gracias a donativos y al voluntariado, a los más necesitados del barrio: inmigrantes ilegales, drogadictos, ex presidiarios, prostitutas, delincuentes… y desde ese mismo instante, al propio Francesc Puigdevall.

Ése era el muelle donde amarraban centenares de almas despedazadas por la tormenta, a la espera de que la varada las reparase para devolverlas al mar.

El hermano Casajoana era su valedor, junto con otras iniciativas, como la Escuela Cinta u Hora Cuatro: verdaderos prodigios en una sociedad que da la espalda a la desventura. Era un hostelero —así se autodenominaba—, cuya bondad parecía trascender más allá de lo terrenal. Su obsesión y su inquietud eran la caridad y la ayuda sin límites, muy por encima de hábitos, rangos y roles.

Ahora, quien desde hacía años desempeñaba tareas como voluntario, sólo pudo implorar con mirada indecisa:

—Hermano, hoy soy yo quien necesita su ayuda.

—Amigo Puigdevall —respondió el hermano Casajoana, con un abrazo—, sabes de sobra que éste es también tu hostal.

Sin mayores explicaciones, ofreció al profesor la posibilidad de pernoctar en la residencia.

La mañana del domingo 7 de noviembre, el profesor despertó en una litera junto a un senegalés que se había pasado la noche inventariando lo que sin duda debía de ser su almacén: una mochila repleta de copias ilegales de discos compactos y supuestas gafas de sol de Armani.

—¡A mis años y verme así!

Ésas fueron sus primeras palabras del día, dirigidas al hermano Casajoana cuando coincidieron a la hora del desayuno.

—Buenos días, profesor. ¿Nada que contarme?

Tras unos segundos en que mantuvo las manos asidas a la taza de café con leche, cercana a su rostro para aspirar sus estimulantes efluvios, se decidió:

—En resumen, querido hermano, le diría que he dado cobijo a los dos presuntos asesinos del mosén de Boí. Supongo que se habrá enterado. Lo relacionan con una nueva facción de la Inquisición, por el modo en que murió.

El hermano lo miró estupefacto.

—Pero ¿cómo pudo? Una verdadera locura…

El profesor le interrumpió:

—No, hermano. No han hecho nada. Ella es la mejor alumna que ha pasado por mis aulas. A él no lo conocí hasta ayer, pero no dudo en absoluto de su inocencia. El caso es que acabaron detenidos en mi casa mientras yo me hallaba fuera. Supongo que a los ojos de la justicia, ahora soy un encubridor, un cómplice o algo así: he ayudado a dos prófugos.

—Justicia, ríete conmigo de la justicia —pronunció el religioso mientras se alisaba el cabello—. Es un valor terreno, no divino; necesario sólo cuando fracasa el amor. Pero profesor, ¿por qué no acudir a la policía y contárselo?

—Sí, eso quizá sería lo más fácil, pero ¿y si fueran culpables? ¿O si tuvieran al final algo que ver con los verdaderos autores del crimen? ¿Qué pasaría entonces conmigo? Además, tampoco en la policía es oro todo lo que reluce. He visto algo en uno de ellos que no me ha gustado nada, me ha hecho desconfiar…

—¿De qué se trata?

—He visto tatuada en el cuello de un policía una extraña cruz con un lema en la base:
Maiestas lo Vult
.

—¿Y qué? Antes de ser policía, a lo mejor fue religioso de otra «marca».

—No es ninguna broma, hermano. Un buen amigo se halla con identidad falsa y bajo protección policial desde hace décadas, perseguido por integristas de todo tipo, aunque de otras religiones.

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