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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (17 page)

BOOK: El Lector de Julio Verne
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—El mando ha ordenado una investigación exhaustiva y sin excepciones —aclaró, torciendo el gesto—. Ya veis, como si ellos conocieran a los que viven aquí, como si supieran más que nosotros, menuda pérdida de tiempo…

Entonces le pedí a madre que me diera la merienda al mismo tiempo que el postre, y aquella tarde de martes, libre de Sonsoles, me fui corriendo al molino al salir de la escuela, con cartera y todo, pero al llegar arriba sólo encontré a Pepe, recostado sobre la barandilla del porche y muy sonriente.

—¿Y mi padre? ¿Se ha ido ya?

—No, está abajo, con Romero, revisando la maquinaria del molino. Se van a poner perdidos, pero no podrán decir que no les he avisado.

—Están buscando la imprenta de los de arriba —murmuré en voz baja, como si le estuviera contando un secreto.

—Ya, ya me lo imagino —él me contestó sin bajar la voz—. Pero aquí no la van a encontrar. Total, que si acabaran pronto, podríamos irnos a coger cangrejos, que el otro día encontré un sitio donde hay muchos, aunque no creo, porque han venido en un plan…

Al final, tuvo razón en todo, como casi siempre. El registro duró más tiempo del que habría parecido razonable, nos quedamos sin cangrejos, y mi padre y Romero volvieron con las manos vacías, pero empapados de barro, de agua y de hierbajos, desde el cuello hasta la punta de las botas.

—Sentimos el trastorno, Pepe —se disculpó mi padre antes de despedirse—. Pero ya sabes, órdenes son órdenes, y hay que cumplirlas. Vamos, Nino…

—Yo me quedo un rato.

—No, tú te bajas conmigo, que luego tu madre se enfada y el que se lleva la bronca soy yo.

No me quedó más remedio que obedecer, y mientras caminaba a su lado, me dije que seguramente yo no era tan listo como Elías, pero que si estuviera en su lugar, el último sitio donde se me ocurriría esconder la imprenta sería en un lugar tan evidente como una casa aislada, habitada y en la falda del monte. Entonces volví a ver aquel papel escrito a lápiz, el nombre completo del traidor, una prueba que nunca aparecería porque yo la había destruido, porque yo la había roto en ocho pedacitos que había ido arrojando en ocho agujeros diferentes, «Sotero López Cuenca, Comerrelojes», un mensaje destinado a los Cabezalarga o no, nunca lo sabría. Me habría gustado preguntarle a mi padre si en casa del Portugués habían encontrado libros. A él, a quien le extrañaba tanto mi afición a la lectura, no le habría extrañado esa pregunta, pero no abrí la boca, y los guardias siguieron registrando, exhaustivamente y sin excepciones, esas casas donde a cualquiera de los militares que trabajaban en un despacho les parecería más lógico que estuviera escondida la imprenta, y donde, precisamente por eso, la imprenta no estaba. Pero no siempre fueron tan amables.

—Tira…

Aquella tarde, Sonsoles había dejado su novela en el alféizar de la ventana para ir a hacer uno de aquellos recados que siempre la mantenían ocupada hasta las seis en punto, cuando volvía para recogerlo y despedirse de mí, y yo estaba solo en la oficina, haciendo planas, sdfg y lkjh, cuando Sanchís entró detrás de Filo.

—¡Ah! —la Rubia se revolvió como una fiera—. ¿Pero vas a tener la poca vergüenza de meterme en el calabozo?

—He dicho que tires —y la empujó—. Adentro, vamos.

Aquella tarde, y aunque no estuviera previsto, Sanchís, que para eso era sargento, había ido con Curro a registrar el cortijo de las Rubias por segunda vez en diez días. El primer registro había sido tan minucioso, y tan estéril al mismo tiempo, que estaba convencido de que Catalina habría bajado la guardia. Confiaba en encontrar la imprenta y creyó que lo había conseguido, porque cuando llegó, las mujeres se pusieron nerviosas y empezaron a mirarse las unas a las otras, levantando las cejas y escondiendo las manos detrás del cuerpo, como si pretendieran hacerse señas, muy lejos de la media sonrisa irónica, cargada de soberbia, con la que se habían limitado a mirarle trabajar unos días antes. Eso le pareció un indicio prometedor, y las obligó a esperar fuera mientras se repartía la casa con Curro, que salió con las manos vacías, antes que él. Catalina, que no se había rebajado a dirigir ni una sola palabra a su compañero, le dijo que era inútil, que por mucho que buscaran no iban a encontrar la imprenta allí. Entonces escucharon un estrépito de cristales rotos, los vasos que había en la cocina estrellándose contra el suelo como una rencorosa, torpe represalia, y luego un silencio largo, prolongado, mucho más temible. Al rato, Miguel Sanchís salió por la puerta con los brazos ocupados, cargando algo que no era una imprenta, pero sí un gran rollo de pleita que había encontrado escondido al fondo de la despensa, debajo de un montón de patatas.

—¿De quién es esto? —preguntó mirando a las mujeres, para saber a cuál se iba a llevar detenida.

—Mío —Filo fue la primera en responder.

—No —Catalina la corrigió—. No es suyo, es…

—Es mío, madre —pero su hija pequeña avanzó hacia el sargento—. Yo lo he cogido, yo lo he trenzado, yo lo he cosido. Es mío.

—Pues si es tuyo, lo llevas tú —y tiró el rollo al suelo para que la Rubia se agachara a recogerlo—. Vamos, al cuartelillo…

Hacer pleita, trenzas de esparto que una vez terminadas se cosían entre sí con una aguja curva y afilada como un garfio, hasta formar una especie de estera rudimentaria que los artesanos compraban para despiezarla y trabajarla como les viniera bien, no estaba prohibido, pero sólo se podía coger esparto con una licencia que expedía la Guardia Civil, porque su venta estaba regulada.

Las razones por las que había podido llegar a prohibirse la cosecha espontánea de un junco que crecía solo en medio del monte, sin que lo hubiera plantado nadie, y que servía para hacer objetos de primera necesidad que casi todos los vecinos sabían fabricar con sus propias manos, eran más complejas que las que habían impulsado la ilegalización de la recova. Para comprobarlo, bastaba con saber quiénes tenían licencia para cosechar y vender pleita al Servicio Nacional del Esparto, al que todo el mundo tenía que acudir para comprarla. En Fuensanta de Martos eran don Justino, su hermano, Carlos Mariamandil, y dos o tres más, que ganaban dinero con cada par de alpargatas, con cada serón, con cada alforja y con cada persiana que se vendieran en el pueblo, porque quienquiera que los hubiera hecho, había tenido que comprarle el esparto antes a ellos, aunque no fuera suyo, sino del monte.

Hasta mi madre decía en voz alta que aquello era una vergüenza. A ella, incluso si no hubiera sido la mujer de un guardia civil, no le habría quedado más remedio que contribuir a la riqueza de quienes se ponían una camisa azul y una chaqueta blanca para presidir las procesiones, porque era de Almería y no sabía hacer pleita, pero los demás seguían cogiendo esparto en el monte y trabajándolo por su cuenta, para fabricar lo que necesitaran y vender el resto en el mercado negro, aun a riesgo de correr la misma mala suerte que cayó sobre Filo aquella tarde. Cuando eso sucedía, lo habitual era que les requisaran el rollo, un perjuicio más que suficiente si se tenía en cuenta la cantidad de horas de trabajo que habían invertido en él, que les llevaran al cuartelillo para tomarles declaración, y que los soltaran después de echarles una bronca. Pero aquella tarde, a Filo no la soltaron.

—Mis tatarabuelos cogían esparto en el monte…

Cuando Sanchís la empujó, estuvo a punto de caerse pero no entró en el calabozo. Cerró la puerta por fuera apoyándose en ella, se agarró a los barrotes con las dos manos, estiró el cuello para mirar al guardia con una expresión feroz y le habló como si escupiera las sílabas una por una, sin desviar los ojos ni por un instante hacia Curro, que se había quedado en el umbral, o hacia mí, que estaba sentado ante la máquina con las manos quietas.

—Mis bisabuelos cogían esparto en el monte —pero yo sí la miraba, y nunca me había parecido tan guapa como entonces, mientras la rabia la iluminaba por dentro para transformar en una máscara trágica de afiladas aristas su rostro redondo, armonioso, que reunía la gracia morena y chispeante de las gitanas con la claridad de una piel de manzana recién cogida—. Mis abuelos y mis padres lo han seguido cogiendo.
¿Y
ahora me vas a encerrar tú a mí por hacer lo mismo que ellos?

—Sí —el sargento torció los labios para dibujar algo parecido a una sonrisa a la que se asomaba ya la risa gorda de un sapo—. Mira tú por dónde…

—¿Y por qué?

—Porque es un delito, y lo sabes de sobra.

—Un delito, ¿no? —ella se echó a reír, moviendo la cabeza como si no pudiera creer lo que estaba oyendo, y sus ojos echaron chispas—. Ya.
¿Y
quién lo dice?

—¡Mis cojones lo dicen! —Sanchís estaba perdiendo la paciencia, y Curro se estaría dando cuenta, porque me daba cuenta yo, pero los dos seguíamos mirándoles sin hacer nada—. Entra de una vez, Filomena, y no me busques porque me encuentras. ¡Te juro que me encuentras!

Hasta madre dice en voz alta que esto es una vergüenza. Eso pensé mientras les miraba, Filo agarrada a los barrotes todavía, con la barbilla levantada todavía, la risa pintada en los labios todavía, pero Sanchís cada vez más cerca, más furioso, resoplando por la nariz con la mano derecha apoyada en la hebilla del cinturón, y ya no pude pensar nada más que una cosa, entra, Filo, entra, repetirla muchas veces con los labios cerrados, entra Filo, por Dios y por la Virgen, como si rezara para salvarme a mí, y no a ella, entra, por favor, entra de una vez…

—No me da la gana de entrar —pero Filo no me miraba, no me escuchaba, no me hacía caso—. Yo no he hecho nada malo. No soy una ladrona ni una criminal, para que me encierres en un calabozo.

—¿No, eh? Pues a lo mejor es que quieres otra cosa —Sanchís se desabrochó la hebilla del cinturón y Curro no hizo nada, yo no hice nada, pero las manos de Filo se aflojaron, sin soltar del todo los barrotes—. ¿Quieres que entre yo contigo? ¿Es eso, Filo?

Están poniendo películas, Nino, aquella noche yo me había dormido pronto, estábamos cerca de Navidad, hacía frío, pero mi hermana Pepa me despertó tocándome la cara, otra vez están poniendo películas y no me puedo dormir, entonces me espabilé y lo oí yo también, mucho más cerca que de costumbre, ven aquí, le dije, acuéstate a mi lado, que vamos a cantar, y empecé a cantar mientras ella se acurrucaba contra mí, pero les oía demasiado alto, demasiado cerca, la voz de Sanchís, la voz de Curro, estaban en su casa, tenían que estar en su casa, al otro lado de la pared, entonces canté más alto, y pensé que iba a despertar a mis padres, pero quizás eso fuera lo mejor, porque aquella escena, fuera la que fuese, tendría que estar pasando en los calabozos y no en el cuarto de al lado, mira, esa que habla ahora, mi hermana Pepa lloraba y no atendía a la canción, es Fernanda la Pesetilla, ¿no?, no, qué va a ser, le dije, y pensé que ya era casualidad, y desgraciada, porque Fernanda despachaba en la carnicería de su suegra desde que su marido se echó al monte, es una actriz, lo que pasa es que te has confundido porque tienen una voz muy parecida, y por eso, porque todos los días mi madre la llevaba con ella a la compra, la suya era una de las pocas voces que mi hermana podía reconocer sin equivocarse, hace casi dos años que no veo a Nicolás, ya lo sabéis, ¿estás seguro, Nino?, claro que sí, tonta, ¿cómo va a ser Fernanda?, pero era Fernanda y yo abracé a Pepa de otra manera, la apreté contra mí cruzando el brazo izquierdo sobre su oído para ahorrarle los diálogos de aquella verdadera y cierta película de terror, ¿y cómo es que estás embarazada, entonces?, porque el niño no es de mi marido, y seguí cantando hasta que noté que su cuerpo se ablandaba, ¿y de quién es el niño?, pues de uno, hasta que dejó de llorar, ¿y cómo se llama ese uno?, no me acuerdo, hasta que su respiración se hizo más regular, ¿y cómo puedes no acordarte?, es que no es de aquí y le vi sólo esa vez, más profunda, ¿forastero, no?, sí, forastero, ya, como siempre, y cuando Pepa se había dormido, Curro le cedió el turno a Sanchís, pues te voy a decir una cosa, Fernanda, no me lo creo, pero yo no dejé de cantar, yo creo que lo que ha pasado ha sido distinto, seguí cantando para que mi hermana siguiera durmiendo, yo creo que tu marido baja a vuestra casa a echar un polvo de vez en cuando, y seguí cantando sólo por cantar, mientras nosotros estamos en el monte muertos de frío, y de sueño, y de cansancio, pero aquella vez mi canción no sirvió de nada, ¿a ti te parece justo eso, Fernanda?, porque estaban muy cerca, demasiado cerca, ¿te parece bien que Saltacharquitos esté follando contigo, tan a gusto, mientras nosotros las pasamos putas buscándole por todas partes?, y les oía demasiado bien, oía la voz de Sanchís, pues no es justo, ¿sabes?, los lamentos de Fernanda, no me peguéis en la tripa, en la tripa no, por favor, el silencio de Curro, que me caía bien, que no era un chivato, no te preocupes, Fernanda, que aquí no te va a pegar nadie, hoy no, ya te lo he dicho al principio, Curro, que era un buen chico y estaba allí, sin hacer nada, lo que vamos a hacer es mucho más divertido, Curro, que estaba enamorado de una chica que parecía una monja y lo estaba viendo todo, ahora que sabemos que te gusta tanto que lo haces con el primero que llega, ¿quieres follar, Fernanda?, igual que lo estaba oyendo todo yo, si no nos dices dónde está tu marido, será que te apetece, el llanto de Fernanda, el ruido metálico de la hebilla del cinturón de Sanchís, y por fin su voz, la voz de Curro, apagada, débil como el piar de un pájaro recién nacido, miserable de puro blanda en el vértice de aquella dureza, ya está bien, Miguel, déjalo ya, y otra vez a Sanchís, mucho más fuerte, más seguro, más risueño, ¿por qué, si ya has visto cómo le gusta?, entonces decidí que no iba a oír nada más, y desembaracé con cuidado el brazo con el que rodeaba a mi hermana para estrellar la palma de la mano contra la pared, una vez, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra, y otra más, hasta que llegó mi padre, muy asustado, ¿qué pasa, Nino, qué hace Pepa en tu cama?, en la casa de Curro, le dije, tienen a Fernanda la Pesetilla, y están chillando, no podemos dormir…

El se fue corriendo y volvió enseguida, cuando ya no se oía más que silencio. No ha sido nada, me dijo, has debido tener una pesadilla, porque en casa de Curro sólo está él, durmiendo, duérmete tú también. Y habría tenido que preguntarle, ¿por qué los tapas, padre?, ¿por qué me mientes?, ¿por qué mañana no vas a ir a contarle nada de esto al teniente, ni a Izquierdo, que es cabo, ni a nadie? Pero no dije nada de eso. Sí, padre, ahora me duermo. Eso fue lo único que le dije, y él me dio un beso, y yo se lo devolví.

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