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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (12 page)

BOOK: El Lector de Julio Verne
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Asentí con la cabeza aunque no pudiera verme, porque en eso también estaba de acuerdo con él.

Miguel Sanchís era hijo de un guardia civil y se había criado en una casa cuartel, pero no se parecía a sus compañeros. A los treinta y un años, ya era sargento y todo el mundo estaba seguro de que llegaría mucho más arriba, porque aunque no había pasado por ninguna Academia, tenía una hoja de servicios apabullante, dos Medallas Militares individuales con distintivo rojo, otra con distintivo blanco, una condecoración de Sufrimientos por la Patria, y un sobrenombre, «el ángel de las mujeres», que se había ganado en Madrid, donde salvó a muchas mientras trabajaba para la quinta columna, durante la guerra. Más alto que mi padre, y más apuesto que ninguno de sus compañeros, Sanchís era el hombre más atractivo de Fuensanta de Martos.

Quizás por eso, porque Paquita Miracielos y sus amigas no podían soportar la idea de que el galán oficial del pueblo fuera un guardia civil, había corrido tanto la leyenda de Antonio el Guapo, un guerrillero que había llegado de Madrid al final del verano, después de que una bailaora de la que estaba perdidamente enamorado le hubiera tenido escondido durante años en un tablao, al ladito de la Puerta del Sol, donde trabajaba el comisario de las orejas grandes. Cuando Dulce me lo contó, pensé que padre tenía razón, porque cambiando el tablao de Madrid por un Saloon de, digamos, Wichita, lo que contaban de aquel hombre parecía copiado del héroe de una novela del Oeste. Dicen que sólo con mirarle, se le corta a una la respiración, me explicaba la tonta de mi hermana mientras apretaba la almohada contra su cuerpo como si pretendiera asfixiarla, yo no quiero ni pensar en encontrármelo una noche por ahí, con el fusil, ¿te lo imaginas? ¡Ohhh! Qué horror, qué miedo, ¿no? La sonrisa de boba que se le pintaba en la cara al decirlo, sólo se explicaba porque ni siquiera ella, que vivía en la casa cuartel, podía celebrar que el hombre más guapo fuera también el más atravesado de Fuensanta de Martos, y él único que, pese a su legendario heroísmo, encajaba de cerca, y como un guante, con la terrorífica imagen que la Guardia Civil proyectaba de lejos.

Yo, que siempre había vivido entre ellos, llevaba la cuenta de sus debilidades, las contradicciones de quienes se dedicaban a cultivar el miedo de la gente igual que un panadero hace pan o un hortelano siembra patatas para recogerlas después, y sabía que en las noches de redada, Curro vomitaba al pie de mi ventana antes de acostarse, y que mi padre agachaba la cabeza cuando mi madre le preguntaba si se había quedado contento, y que Carmona, tan delgadito, tan poca cosa, se había cagado encima la noche en que vio al teniente aplicarle la ley de fugas a Laureano, y que a partir de aquella noche, ese mismo teniente se ocupaba de que a Carmela la Pesetilla la dejaran en paz. Yo vivía con ellos, era uno más en el cuartel, y les había oído hablar muchas veces, repetirse los unos a los otros los mismos consejos, las mismas frases que circulaban de boca en boca sin desgastarse jamás, no tengas remordimientos, no hay que tener remordimientos, nosotros no tenemos la culpa, la culpa es suya, son ellos los que están fuera de la ley, pero seguían vomitando, y agachando la cabeza, y cagándose encima, y es que esto no se puede tolerar, a ver, si no fuéramos nosotros, serían otros, qué le vamos a hacer, ¿quiénes son los que dan las órdenes?

El teniente se emborrachaba casi todas las noches, Arranz, absolutamente todas, Romero les seguía de cerca, Izquierdo fumaba grifa que le pasaba un primo suyo que era legionario, y los demás se consolaban con la idea de que ellos sólo cumplían órdenes, de que la responsabilidad era de otros, de los que vivían en Madrid, los que trabajaban en grandes despachos con calefacción en invierno y ventiladores en verano, los que nunca se destrozaban los pies de peña en peña ni se manchaban las manos de sangre. Esos podían contar la historia como les conviniera, podían celebrar los años de paz que se cumplían cada mes de abril recordando las iglesias en llamas, los curas destripados, las monjas violadas, el terror de las hordas marxistas que habían precipitado su intervención sagrada y salvadora. En Madrid habría gente que creería que en 1939 se había acabado la guerra, pero en mi pueblo todo era distinto. En mi pueblo, los hombres se echaban al monte para salvar la vida, y la autoridad perseguía a las mujeres que intentaban ganársela con la recova, a las que recogían esparto en el monte, a las que lo trabajaban y hasta a las que vendían espárragos silvestres por las carreteras, porque para ellas todo estaba prohibido, todo era ilegal, todo un delito y la supervivencia de sus hijos un milagro improbable. Así eran las cosas en mi pueblo, donde te podían matar por la espalda cualquier noche por haber dado de comer a tu hijo, a tu padre, a tu hermano, sólo por eso, eso bastaba para legalizar cualquier muerte, eso convertía a cualquiera en un bandolero peligroso, un enemigo público feroz, aunque no hubiera cogido un fusil en su vida. Esa era la ley y era una ley injusta, una ley odiosa, una ley atroz y bárbara, pero la única ley, y los guardias civiles quienes la aplicaban.

Ellos sólo cumplían órdenes, pero sabían la verdad, y que si algún día se daba la vuelta la tortilla, los que legislaban desde un despacho iban a tener preparado un avión para salir huyendo, mientras que a ellos no les esperaba otro destino que las tapias del cementerio y con razón, la razón de una guerra que no iba a terminar nunca. Lo sabían, y además de remordimientos, tenían miedo, miedo de las represalias, de la venganza que podía cebarse en ellos, dejarles secos en cualquier momento. De ese miedo nacía el odio que les hacía crueles, pero que no dejaba de convivir con un miedo diferente, semejante a su vez al de los vecinos a quienes hostigaban, el miedo que les impedía rebelarse contra las órdenes que recibían, detener en algún punto la espiral de terror en la que ellos también estaban atrapados sin remedio, negarse a apretar el gatillo mientras una persona temblorosa y desarmada les ofrecía la espalda un instante antes de caer muerta en el suelo. Ese era el miedo que se convertía en vergüenza ante el insólito espectáculo de cualquier hombre valiente, como aquel capitán del ejército que mandó parar la música en Martos mientras un requeté bailaba encima del cadáver de Crispín, y que, y hasta yo me daba cuenta de eso, no tenía por qué ser un rojo, pero sí era, sin duda, admirable, mucho más valioso que todos los que se quedaron mirándole sin hablar, sin hacer nada aparte de aguantarse las náuseas hasta el final del espectáculo. Mi padre solía decir que daría cualquier cosa por cambiar de destino, y todos sabíamos que era verdad. Todos sus compañeros habrían preferido vivir en otro pueblo, en otra provincia llana y tranquila, sin sierras, sin montes, sin guerrilla. Todos menos Martínez, hasta que lo mataron. Todos menos Sanchís.

El, con el pelo muy negro, los ojos muy verdes, su cuerpo de atleta, la piel bronceada y un perfil que parecía copiado de una estatua griega, disfrutaba de su trabajo hasta tal punto que había logrado convertirse en un hombre feo. El secreto estaba en su boca, el gesto mecánico, violento, que tensaba sus labios gruesos, bien dibujados, para desfigurarlos en una línea sutil que expresaba un desprecio incondicional por todas las cosas. Sanchís no respetaba nada y nada le daba miedo, pero le entusiasmaba que le temieran los demás, y sabía cómo hacerlo. Y si ahora me voy sin pagar, ¿qué pasaría?, preguntaba en los bares donde siempre acababan invitándole, y paraba a cualquiera en medio de la calle sin motivo alguno, para mandarle a comprar tabaco, como si todos los vecinos fueran sus criados, o para señalarle con el dedo y hacerle una advertencia que no significaba nada en realidad, tú, ándate con ojo… Se partía de risa cuando le veía salir corriendo, pero su risa también era desagradable, gruesa y pellejuda como la de un sapo. Los demás guardias no tenían más remedio que respetarle porque era sargento, pero el teniente no le perdía de vista y siempre estaba temiendo que se pasara de la raya. Chulerías, las justas, Sanchís, le decía siempre, y él acataba esa recomendación con un gesto de la cabeza, pero en cuanto la autoridad le daba la espalda, volvía a las andadas, tú, tráeme un botellín, tú, límpiame los zapatos, tú, ven aquí ahora mismo si sabes lo que te conviene… Miguel Sanchís sólo tenía una debilidad, que se llamaba Pastora y era tan singular, tan especial como él.

—Pues está un rato buena… —decía mi padre a veces, cuando la veía cruzar el patio, y mi madre se ponía tan nerviosa que hasta le pegaba en el brazo un puñetazo blando, exasperado.

—¡Pero cómo va a estar buena, Antonino, no digas tonterías! Si es coja, ¿te enteras?, ¡coja!

—¿Y eso qué tiene que ver?

—¿Que qué tiene que ver? ¡Pues que tiene una pierna más larga que la otra, hombre! ¿Te parece poco?

—Será, pero está muy buena.

Pastora no era guapa de cara, aunque tenía unos ojos preciosos, negros y enormes, que brillaban como el agua mansa de un pozo muy hondo, porque su nariz era fina pero muy larga, y su boca también grande, de labios desproporcionadamente delgados para su tamaño. El pelo oscuro, liso y sin gracia, que llevaba siempre recogido en un moño, enmarcaba un rostro demasiado afilado, de mejillas hundidas y pómulos salientes, que sin embargo la hacían misteriosamente bella cuando giraba la cabeza no del todo. Pero el gancho que tiraba de los ojos de todos los hombres de Fuensanta cuando Pastora pasaba por delante, no estaba en su cabeza, sino en su cuerpo, que tampoco era perfecto, sino mejor, porque mi madre tenía razón pero esa razón no servía de nada.

La mujer de Sanchís había nacido con dos piernas estupendas, aunque una fuera más larga que la otra, y puede que, para el gusto de un escultor, el resto de sus medidas también discreparan en exceso, los pechos demasiado grandes, la cintura demasiado estrecha, las caderas demasiado redondas, el culo demasiado musculoso por el perpetuo esfuerzo de tirar de su pierna derecha, ese pie en el que siempre llevaba el mismo tipo de zapato negro y feo, con una cuña que lo igualaba con la zapatilla que se calzaba en el izquierdo a diario o con el zapato de tacón que se ponía cuando se arreglaba, pero así y todo, tenía algo que no poseía ninguna otra mujer de Fuensanta de Martos, ni siquiera Filo la Rubia, o Milagros, la hija del alcalde, a pesar de su belleza.

A los nueve años, yo era muy pequeño para explicarlo, pero me daba cuenta de que a Filo, a Milagros, se las podía mirar como se mira un cuadro, como se escucha música, como se saborea un dulce, como un placer amable, exquisito y sin embargo apacible, limpio, luminoso. Pero mirar a Pastora era distinto, y eso era lo que mi madre no entendía. Pastora cruzaba el patio con ese bamboleo que no podía evitar, y yo la miraba, porque tampoco podía evitarlo, y sentía calor, un sonrojo repentino y culpable, como si verla moverse fuera pecado, y me daba cuenta de que ella no hacía nada para provocar esa reacción, de que no se teñía de rubia y se pintaba rabillos, como, Ana la Doble, ni se ponía blusas de una talla más chica de la que le convenía, como la hermana mayor de Paquita, Solé Miracielos, a la que habíamos visto con los botones a punto de estallar un montón de veces, porque como era la dependienta de la panadería, nunca elegíamos un bollo a la primera y la mareábamos con el dedo encima de la vitrina, este, no, aquel, no, mejor una rosca, para que se agachara a la izquierda, y a la derecha, y a la izquierda otra vez, con la tela tirante sobre el pecho y las pinzas en la mano. Pastora no hacía ninguna de esas cosas. Ella no necesitaba teñirse, ni pintarse, ni llevar ropa ceñida, para producir un efecto oscuro, caliente, que daba gusto y vergüenza al mismo tiempo.

—Y a ver de qué un hombre tan guapísimo ha tenido que casarse con una coja que no puede tener hijos, encima —rezongaba mi madre cuando se cansaba de discutir con su marido—, como si no hubiera tenido donde elegir. Pues porque es un atravesado, por eso, un tío siniestro, más raro que… A saber lo que harán esos dos cuando estén solos.

—Mujer —decía mi padre—, eso me lo supongo.

—Pues no estaba pensando en lo que tú crees, Antonino.

—Puede, pero lo otro también me lo supongo.

Sanchís le regalaba a su mujer montones de zapatos de tacón, abiertos y cerrados, de todas las formas, de todos los colores, y se le caía la baba cuando iba con ella por la calle. Pastora era la única cosa de este mundo capaz de relajar su rostro, de arrancar de las esquinas de su boca el perpetuo rictus de mala hostia que le inspiraba todo, que le inspirábamos todos menos ella. Y cuando iba con él, ella también cambiaba, y se convertía en una mujer sociable, que hablaba y sonreía como las demás, porque en la casa cuartel siempre estaba sola, y no le gustaba mezclarse con las familias de los otros guardias. Mi madre quedaba con la de Paquito, y con la mujer de Carmona, para ir a la compra o al mercadillo, o para dar un paseo por la tarde cuando llegaba el buen tiempo. La mujer de Izquierdo, que tenía seis críos y a su suegro enfermo, se apuntaba cuando podía, y la del teniente, delirando de grandeza, tenía otras amigas más representativas, como la alcaldesa y la mujer del médico. Pero Pastora siempre estaba en casa, y rechazaba muy cortésmente cualquier invitación a abandonarla si su marido no iba con ella. Tampoco tenía amigas en el pueblo.

—Claro —decían mi madre y las demás, dándose codazos, cuando salía el tema—, como ella, de soltera…

Yo recordaba vagamente el día en que Sanchís y Pastora llegaron a Fuensanta, cuatro, quizás cinco años antes de que llegara el Portugués. Unos meses después, un criador de caballos que vino al pueblo a entregar un animal, le contó a su cliente que conocía a Pastora desde niña, porque era de un pueblo cercano al suyo, en Ciudad Real, y le preguntó cómo había venido a parar aquí. Él le contó que era la mujer de un guardia civil, y el hombre se quedó con la boca abierta por el asombro. Hay que ver, murmuró luego, lo que es el destino, pasarse la vida entrando y saliendo de una comisaría, llegar a dar con los huesos en la cárcel, y todo para acabar viviendo en una casa cuartel… No quiso añadir nada y tampoco volvió por el pueblo, pero no hizo falta más. La mujer de Carmona ató cabos, y no tuvo que decirlo dos veces para que todas sus amigas estuvieran de acuerdo con ella en que Pastora había sido puta y por eso le daba vergüenza mezclarse con las mujeres decentes.

Puta o no, Pastora rezumaba sexo, lo desprendía como un halo invisible al ritmo cojitranco de sus pasos, pero con su marido tenía bastante. Unos pocos días antes de que apareciera en el molino viejo por sorpresa, para amenazar con echarnos a perder la tarde, yo les había visto besarse como nunca había visto besarse a nadie, y fue en plena verbena, a la luz de las bombillas encendidas, hileras de luz amarilla que alternaban con el revoloteo de las banderas de papel. Paquito acababa de contarme lo que había pasado en Martos y yo, por no mirarle, me fijé en ellos, apoyados en una pared, muy juntos, quietos, callados. Sanchís tenía una copa de coñac en la mano y bebió, se la pasó a su mujer y ella también bebió, un trago largo, antes de devolvérsela. Eso me llamó mucho la atención, porque las mujeres en mi pueblo no bebían, vino en las comidas quizás, las más atrevidas, como mucho, una caña de cerveza los domingos, al salir de misa, pero coñac no, jamás. Sanchís vació la copa, se giró para dejarla en el alféizar de una ventana y al volverse otra vez, vio que Pastora le estaba mirando. Entonces, él también la miró, se miraron en silencio y, sin cruzar una palabra, cada uno inclinó la cabeza hacia delante y sus bocas se acoplaron entre sí, como si nunca hubieran tenido otro destino ni más sentido que aquel beso que les mantuvo absortos, dedicados por completo a él, durante mucho tiempo, minutos enteros devorándose con los ojos cerrados, los brazos abandonados a su propio peso, el cuerpo inmóvil, olvidado de todo lo que no fuera la boca, su boca en otra boca, y el cuello de Pastora estirado, su cabeza ladeada en su mejor perfil, el relieve de la lengua de su marido tensando y destensando su mejilla, exhibiendo su impúdico buceo a través de la piel y de la carne. Yo nunca había visto a nadie besarse así. Tampoco, a plena luz, delante de la gente, una mano como la que Sanchís avanzó hacia el cuerpo de Pastora y que la recorrió entera sin que ella hiciera nada por evitarlo, desde el muslo hasta el pecho sobre el que se cerró en el instante en que yo sentí sobre la cabeza una mano distinta.

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