Read El Lector de Julio Verne Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (14 page)

BOOK: El Lector de Julio Verne
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Entonces disparó su fusil al aire, tres veces. Cuando lo bajó, Izquierdo se lo quitó y mi padre le dijo que se fuera a su casa a tranquilizarse, que ya no había nada que hacer. Luego, entró en la nuestra.

—Hala, Mercedes, deja salir a los niños, que no les va a pasar nada. En la taberna de Cuelloduro ya están cantando
La vaca lechera
, y todas las viudas han decidido ponerse a la vez de alivio de luto.

—Pero ¿qué…?

Mi madre no entendía una palabra, y yo tampoco, excepto que en casa de Pesetilla, y en la de Chapines, en la de Fingenegocios, en la del Machillo y en alguna más, habría ropa morada, del color de la República, puesta a secar en los balcones de la fachada, donde otras veces era toda negra.

—Habéis visto a Sanchís, ¿no? —continuó mi padre—. Pues eso. Nos acabamos de enterar de que lo que hizo antesdeanoche fue ejecutar a dos compinches del hombre que entregó a Cencerro y a Crispín. Por encargo de los propios bandoleros, claro.

—¿Comerrelojes? —mi madre, que conocía la identidad de una de las víctimas del sargento, abrió mucho los ojos mientras mi padre asentía con la cabeza—. Pero no puede ser… Si yo me acuerdo, cuando vinimos a vivir aquí… ¿No era amigo de Cencerro?

—Sí, y no sólo eso. Dicen que, después de Hojarasquilla, aquel que mataron en Frailes con los pantalones bajados, porque no se le ocurrió mejor idea que ir de putas y una de ellas le denunció, arriba no había otro más antiguo.

—Pero, entonces…

—Entonces… A ver cómo te lo cuento, porque es complicado, Mercedes… —mi padre se sirvió un vaso de vino, se sentó a la mesa y, mientras bebía, siguió hablando con mucha calma, como si lo que estaba contando no le gustara, pero tampoco tuviera mucho que ver con él—. Verás, el primer traidor, el auténtico, como si dijéramos, no fue Comerrelojes, sino uno de Castillo de Locubín que trabajó como enlace durante muchos años y se subió al monte hace unos meses, Toribio el Carambita se llama. Dicen que Cencerro confiaba en él más que en su padre, porque habían vivido puerta con puerta desde niños, para que veas cómo son las cosas. ¿Y qué pasó? Pues lo de siempre, que Comerrelojes y él andaban liados con la misma mujer. Como el marido está preso, el Carambita casado, y el otro en el monte, ella se las apañaba para que no coincidieran nunca, claro, pero se ve que le gustaba más el de arriba, y por eso, cuando Toribio le contó que iba a vender a Cencerro a cambio de una pila de dinero y de quedarse limpio para poder marcharse lejos los dos juntos, ella fue y se lo contó a Comerrelojes. Pídele la mitad a cambio de no abrir la boca y nos vamos juntos tú y yo, debió decirle…

—Anda que… Carmen la Rosa en la cárcel por ser decente, que es lo que yo digo, porque a ver…

—¡Mercedes! No empieces con eso, que así no acabamos nunca.

—Ya, ya, si no digo nada, sólo que hay que ver, la tía esa, también…

—Pues sí, pero esto es lo que hay. Total, que Comerrelojes habló con un primo suyo, le ofreció una parte o a lo mejor ni eso, a lo mejor el primo se enteró y se la exigió a él a cambio de tener la boca cerrada, vete a saber… —mi padre rellenó el vaso y siguió hablando en un tono tan relajado como si estuviera contando un chiste—. El caso es que se fueron a por Carambita, le pillaron a solas en un olivar, monte arriba, le amenazaron con denunciar sus planes en el campamento, que era lo mismo que condenarle a muerte, y le pidieron la mitad de la recompensa a cambio de estarse callados. Carambita hizo como que aceptaba el chantaje, pero había hecho un trato con el mando a través de los guardias de su pueblo y no dijo ni mu, porque tonto no es, claro… Total, que el día del Carmen ya estaba quitado de en medio pero con la mitad del dinero encima, por lo visto. Después, cobraría el resto en alguna parte, que de eso no nos han contado nada porque, oficialmente, no se ha pagado ni un céntimo, como comprenderás, pero lo que importa es que desapareció de Castillo de Locubín, y hasta hoy. No fue a buscar a su querida porque se olería el pastel a tiempo, y Comerrelojes se quedó en la estacada. Todo esto lo ha ido contando la mujer de su primo, el otro al que mató Sanchís con él, que le decían Pilatos.

—¿Pilatos? —ella sonrió—. Hay que ver, la cabeza que tienen algunos… Porque eso se lo habrán puesto ahora, ¿no?

—Pues no, Mercedes, eso era de toda la vida. Si le hubieran puesto el mote ahora, le llamarían Judas, digo yo…

—¡Ay, es verdad! Tienes razón.

—¿Sí? Pues no me interrumpas más, anda… —y padre completó la crónica del otro gran acontecimiento del verano de 1947—. La mujer de Pilatos ha contado también que, muerto Cencerro, no sabían dónde meterse. A nosotros no podían venir a pedirnos protección, desde luego, pero tampoco podían volver a su campamento, porque después de lo que había pasado, habrían sospechado de ellos, y con razón, claro está. Total, que decidieron esconderse durante el verano para marcharse luego por su cuenta… —al llegar a ese punto, se quedó callado y miró a su mujer, como si la invitara a poner el punto final.

—Y los del monte los descubrieron enseguida.

—Digo yo, porque buenos son esos para enterarse de algo después que nosotros… Así que los localizarían al mismo tiempo, antes quizás. Carambita se les había escapado, eso sí, a ese no creo que lo cojan ya, pero a estos dos debían de tenerlos vigilados, esperando un buen momento para cargárselos. Estaban bien situados para hacerlo, desde luego. Y cuando nos vieron llegar, se dijeron, pues estos van a hacernos el trabajo… Bueno, eso se diría uno solo, porque yo creo que no había más. Y creo que fue el Regalito, porque le vi correr a lo lejos, y fue sólo un momento, pero le reconocí por el flequillo.

—Eso no lo sabes, Antonino. Tú crees que le viste, pero igual sólo te lo imaginas porque, a saber, tan lejos, y de noche, y corriendo…

—Le vi, Mercedes.

—O no, porque de los que estaban contigo no le vio ninguno más.

—Te digo que le vi, y le vi.

—Mira, Antonino…

—No miro nada, Mercedes. Tú hazme caso y no me des consejos.

—Ea, pues lo que tú digas.

En aquel momento, a mediados de agosto, aquella discusión que mis padres liquidaron con sus respectivos estribillos, no tuvo ninguna importancia porque yo no había llegado ni a la página cincuenta de un libro que tenía casi setecientas, y porque aquella misma tarde, al salir a la calle, aprendí que nadie llora jamás por un traidor. Las muertes de Comerrelojes y Pilatos se convirtieron enseguida en un simple contratiempo que no iba a amargar el verano ni a los del monte ni a los del llano, ni siquiera a Sanchís, que sanó muy deprisa de una herida por la que, al fin y al cabo, sólo había sangrado su orgullo.

Dos menos. Eso era lo que pensaba, lo que decía todo el mundo, por una vez de acuerdo los parroquianos de Cuelloduro con los habitantes de la casa cuartel. Dos traidores menos, dos bandoleros menos, y todos tan contentos. Por una vez, la cuenta cuadraba, los números tenían el mismo valor en todos los cálculos, y los guardias lamentaban tan poco como sus enemigos la muerte de dos hombres a quienes ni siquiera les debían la entrega de Cencerro, porque nunca habían hecho un trato con el mando de Jaén. Comerrelojes no era más que un chantajista frustrado, un desmañado proyecto de traidor, pero él o su primo muy bien podían haber matado a alguien en una escaramuza o en una represalia. Y hasta si no había sido así, y aunque no hubieran llegado a disparar un tiro en su vida, el mundo sería un lugar más limpio sin dos hombres capaces de negociar con quien se disponía a vender por dinero a su mejor amigo.

—¿O no? —le pregunté al Portugués cuando me lo encontré por la calle.

—Puede ser, pero ya sabes lo que dicen tu padre y sus compañeros, sin dinero no hay traidores…

—Y sin traidores, no hay caídas, ya, ya lo sé… —lo había escuchado tantas veces—. Pero yo creo que no hay nada peor, nada más sucio en el mundo que un traidor.

—¿Aunque sirva para cazar a Cencerro?

—Aunque sirva para eso.

—Bueno, hombre… —sonrió, me miró con atención, ensanchó la sonrisa—. Eso lo has dicho tú.

Llevaba en la mano un tarro de miel y le acompañé a entregárselo a Sanchís, que todavía estaba de muy mal humor pero cambió de cara al ver lo contenta que se ponía Pastora, y acabó pagándoselo mejor de lo que había previsto. Me invitó a una gaseosa para celebrarlo, y en la puerta del bar de la plaza, mientras le veía sonreír, saludando a unos y otros, pensé que era una suerte que el mejor tirador de la patrulla a la que habían engañado los del monte fuera precisamente Miguel Sanchís, porque así nadie podría sospechar nunca de Pepe el Portugués. Y ya me había enterado de que el teniente le había dado las gracias, de que le había dicho que era un vecino ejemplar y todo eso, pero de todas formas era él quien les había guiado hasta la trampa y yo no sabía qué era mejor, saber o no saber, pensar o no pensar, creer que Pepe era de verdad un cobarde que juntaba las letras con dificultad, o empezar a sufrir por él.

Aquella tarde no decidí nada porque aún me lo podía permitir. Todavía no llevaba ni cincuenta páginas de un libro que tenía casi setecientas, y aunque me gustaba mucho leer, en verano no adelantaba tanto como en invierno, porque tenía que bañarme en el río, ir a pescar, jugar al fútbol con mis amigos por las tardes y sentarme en el patio con Paquito, después de cenar, para disfrutar del tonto pero extraordinario placer de estar fuera de casa por la noche. Por eso, la travesía del
Duncan
fue casi tan larga como el resto del verano, y ya estaba mediado septiembre cuando Robert y Mary Grant pudieron por fin abrazar a su padre. Asistí a su reencuentro con tristeza, la sensación de orfandad que siempre me dejaban los libros que me habían gustado mucho, sobre todo porque no sabía de dónde iba a sacar otro parecido, si Curro sólo leía novelas de pistoleros, mi madre novelitas rosas, y mi padre nada de nada. Don Eusebio sólo le prestaba los libros que había en la escuela a los mayores, para que los demás no nos distrajéramos a la hora de los deberes, pero yo sacaba buenas notas, ya no era de los pequeños, y a lo mejor, si hablaba con él, podría leer algún otro ejemplar de la lista de obras de Julio Verne que estaba repartida entre las dos solapas,
La isla misteriosa, De la Tierra a la Luna, La vuelta al mundo en ochenta días

Mientras examinaba la cubierta que antes apenas era el soporte de la historia donde había sido tan feliz, me pareció que la tapa posterior era más gruesa que la delantera, como si tuviera algo dentro. Abrí el libro con cuidado sobre la cama, y vi que la guarda de papel blanco, amarillento ya por el paso del tiempo, que estaba pegada en el cartón, tenía una esquina levantada. Metí la punta de un dedo y la despegué con facilidad. Estaba tocando un papel y pensé en el Portugués, imaginé la cara que pondría cuando le dijera que iba a ser yo quien le invitara a lo que quisiera, cuando le enseñara el billete de mil pesetas que había sido capaz de recaudar donde él no había sabido encontrar nada. Pero lo que saqué del libro no era dinero, sino un papel blanco, rectangular, doblado por la mitad, y en su interior, cuatro palabras escritas a lápiz, «Sotero López Cuenca, Comerrelojes».

Pero el libro no es suyo, fue lo primero que pensé, y ya había empezado a sudar, y tenía frío en una noche cálida, veraniega aún. El libro no es suyo, se le cayó a uno de Torredonjimeno con el que ha ajustado las olivas, y puede ser de otro, de cualquiera, incluso de algún bandolero al que le hubiera dado por bajar a dormir cerca de allí, y seguía sudando, y sentía cada vez más frío, y de golpe calor, y frío a la vez, como si mi cuerpo se hubiera vuelto loco, y el libro no era de Pepe el Portugués, porque Pepe el Portugués no tenía libros en casa, pero los tuvo una vez y yo lo sabía, yo lo había visto, y las manos me sudaban, mis dedos estaban dejando una huella húmeda en la tela roja de la contraportada, entonces solté el libro, pero el papel seguía ahí, abierto sobre la cama, con el nombre de uno de los traidores, sus dos apellidos, su apodo, y yo no podía dejar de mirarlo, y no estaba muy seguro de lo que significaba porque sólo era un papel escrito a lápiz, pero sabía que no era bueno, que nada que vinculara a un habitante del llano con los hombres del monte sería nunca bueno para él, aunque los nombres no hirieran, no mataran, aunque sólo fueran el rastro de un lapicero sobre un trozo de papel y nada en el mundo fuera peor, tan sucio, tan digno de desprecio, como los actos de un traidor.

Cuando lo recordé, empecé a comprender, respiré hondo y rompí aquel papel en ocho trozos sin ser consciente siquiera de estar eligiendo un bando. Un amigo es un amigo, y un bien precioso, un tesoro por el que merece la pena correr riesgos y yo no iba a correr ninguno. El Portugués tampoco, porque además el libro no era suyo, no era suyo y no era suyo, y si lo era, nadie se iba a enterar. Asunto concluido, me dije a mí mismo con palabras de mi madre, y volví a pegar con saliva la guarda de papel amarillento sobre la cubierta de cartón, y me metí la culpa de Pepe en el bolsillo, muy al fondo, para repartirla al día siguiente, pedacito a pedacito, en ocho agujeros diferentes, y al desprenderme de cada uno de ellos, pensaba que no estaba haciendo nada malo, porque no es malo creer en los amigos, aceptar que son cobardes, chivatos, analfabetos.

Así era el mundo, mi mundo, el lugar donde yo había crecido, donde había vivido durante nueve años, una ciénaga donde los valientes, los leales, los inteligentes, tenían que dejar de serlo si no querían morir jóvenes, y la autoridad se apoyaba en la traición, y los traidores lo eran siempre por dinero, y los héroes vivían como animales mientras los cobardes, los chivatos, los analfabetos, comían caliente y dormían en sus camas, amparados por el respeto de las personas decentes. Así era el mundo, o al menos así era para mí, que no tenía la suerte de ver las cosas claras, como Paquito, al que le parecía divertido que la gente bailara encima de los cadáveres, y juraba que Laureano había gritado mientras intentaba escaparse, y estaba tan convencido de que cada uno de los muertos de mi pueblo se había merecido ese final, que ni siquiera se preguntaba si su padre habría tenido algo que ver con sus muertes. Yo debería haber sido como él, debería haber pensado, haber sentido lo mismo que él, pero no podía, y no sabía por qué, pero sí que era peor para mí, y que Paquito vivía mejor, más tranquilo, más feliz, aunque sólo fuera porque, en las noches de jaleo, su padre llegaba a casa tan borracho que ni siquiera tenía fuerzas para echarse a llorar sobre la mesa de la cocina.

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