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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (8 page)

BOOK: El lamento de la Garza
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—Sois extremadamente generosos y considerados —repuso Takeo.

Lo cierto era que no deseaba hijos varones. Se sentía aliviado por que Kaede no hubiera tenido más descendencia, y albergaba la esperanza de que no volviera a concebir. La profecía según la cual Takeo moriría a manos de su propio hijo no le asustaba, pero le entristecía profundamente. En ese momento elevó una plegaria, como hacía a menudo, para que su muerte fuera como la de Shigeru, y no como la del otro señor de los Otori, Masahiro, cuyo hijo ilegítimo le había atravesado la garganta con un cuchillo de pesca. También rogaba que se le perdonase la vida hasta que su trabajo hubiera concluido y su hija alcanzara la edad suficiente para gobernar su país. No quería insultar a sus cuñados rechazando su oferta de inmediato. En realidad, pensaba que se trataba de una propuesta recomendable. Sería completamente apropiado adoptar a un sobrino de su esposa: incluso podría casar al niño con una de sus hijas en el futuro.

—Te lo ruego, haznos el gran honor de aceptar a nuestros dos hijos mayores —suplicó Hana.

Cuando Takeo asintió con un gesto, su cuñada se levantó y se dirigió hacia la puerta con su paso suave, tan parecido al de Kaede. Regresó con los niños: tenían ocho y seis años respectivamente. Ataviados con ropas formales, se mantenían en silencio a causa de la solemnidad de la reunión. Ambos lucían flequillo largo.

—El mayor se llama Sunaomi y el mediano, Chikara —explicó Hana, al tiempo que los niños hacían una reverencia hasta el suelo.

—Sí, me acuerdo —dijo Takeo. Llevaba tres años sin verles, y no conocía al hijo menor de Hana, nacido el año anterior y que debía de encontrarse a cargo de su niñera. Eran dos chiquillos de aspecto espléndido. El mayor recordaba a las hermanas Shirakawa, con largas extremidades y figura esbelta. El menor era más redondo y robusto, y había salido a su padre. Takeo se preguntó si alguno de ellos habría heredado de su abuela Shizuka los poderes extraordinarios de la familia Muto. Le preguntaría a Taku, o a la propia Shizuka. Para ésta sería agradable tener a un nieto que criar junto a las hijas de Takeo, para quienes era como una segunda madre, una amiga y una maestra.

—Incorporaos, muchachos —indicó—. Dejad que vuestro tío os vea la cara.

Le llamó la atención el mayor, que se parecía mucho a Kaede. Sólo era siete años más joven que Shigeko y cinco menor que Maya y Miki, diferencias de edad que no impedirían un matrimonio. Les interrogó acerca de sus estudios, de sus progresos con el arco y la espada, de sus caballos. Le agradó la inteligencia y claridad de las respuestas de los niños. Fueran cuales fuesen las ambiciones secretas y motivos ocultos de sus progenitores, los pequeños habían recibido una educación apropiada.

—Sois muy generosos —repitió—. Consultaré el asunto con mi esposa.

—Los niños cenarán con nosotros —indicó Hana—. Así podrás conocerlos mejor. Como sabes, Sunaomi se cuenta entre los favoritos de mi hermana mayor.

Takeo recordó que Kaede había alabado al muchacho por su inteligencia e ingenio; envidiaba a Hana y lamentaba no haber tenido un hijo varón. Adoptar a su sobrino podría ser una forma de compensación, pero si Sunaomi llegase a convertirse en hijo de Takeo...

Apartó tal pensamiento de su mente. Tenía que seguir la política que considerase más adecuada, no debía dejarse influir por una profecía que tal vez nunca llegaría a cumplirse.

Hana se marchó con los niños, y Zenko tomó la palabra.

—Sólo puedo repetir que sería un gran honor si adoptaras a Sunaomi o a Chikara: la elección está en tus manos.

—Volveremos a hablar de ello en el décimo mes.

—¿Me permites otra petición?

Takeo asintió en silencio y Zenko continuó:

—No quiero ofenderte hablando de tiempos pasados; pero ¿te acuerdas del señor Fujiwara?

—Claro que sí —respondió Takeo, haciendo un esfuerzo por disimular su estupor y su enfado.

El señor Fujiwara era el noble que había secuestrado a Kaede y había provocado la peor derrota de Takeo. Murió en el gran terremoto, pero Takeo jamás le había perdonado y odiaba la mera mención de su nombre. A pesar de que Kaede le había jurado que aquel marido espurio nunca había yacido con ella, existía un extraño vínculo entre su esposa y el aristócrata. Fujiwara había intrigado y halagado a Kaede, quien había establecido un pacto con él y le había contado los secretos más íntimos del amor de Takeo hacia ella. El noble había mantenido a la familia de Kaede aportando dinero y comida, y había obsequiado a la joven con numerosos regalos. Se había casado con ella con el permiso del mismísimo Emperador. Fujiwara trató de arrastrar a su esposa a la muerte junto a él; pero ella se salvó, a pesar de que estuvo a punto de quemarse viva cuando su cabellera se prendió en llamas, lo que le causó numerosas heridas y arruinó su belleza.

—Su hijo se encuentra en Hofu y desea audiencia contigo —explicó.

Takeo no respondió, reticente a admitir que no tenía conocimiento de aquella presencia en la ciudad.

—Utiliza el apellido de su madre, Kono. Llegó en barco hace unos días, con la esperanza de encontrarse contigo. Hemos mantenido correspondencia acerca de las propiedades de su padre. Como sabes, mi padre mantenía una buena relación con el suyo (perdóname por recordarte aquellos tiempos tan desagradables) y el señor Kono se dirigió a mí para consultarme ciertos asuntos referentes a rentas e impuestos.

—Yo tenía la impresión de que sus tierras se habían anexionado al dominio Shirakawa.

—Pero es que, legalmente, Shirakawa pasó a la propiedad del señor Fujiwara tras su matrimonio con Kaede, de manera que ahora las tierras pertenecen a su hijo. Como bien sabes, Shirakawa se hereda por la línea masculina. En caso de que Kono no pudiera reclamar el territorio, pasaría al siguiente heredero varón.

—Es decir, a tu hijo mayor, Sunaomi —concluyó Takeo.

Zenko inclinó la cabeza sin responder.

—Han pasado dieciséis años desde la muerte de su padre. ¿Por qué aparece ahora, de repente? —preguntó Takeo.

—El tiempo corre con rapidez en la capital —respondió Zenko—. En la divina presencia del Emperador.

"O tal vez tú o tu mujer, lo más seguro tu mujer, pensando que podríais utilizar a Kono para presionarme, os habéis confabulado con él", pensó Takeo, ocultando su furia.

La lluvia arreciaba sobre el tejado y el olor a tierra mojada llegaba desde el jardín.

—Que venga a verme mañana —anunció, por fin.

—Sí. Es una sabia decisión —repuso Zenko—. En todo caso, llueve demasiado como para viajar.

* * *

Esta reunión acrecentó el malestar de Takeo, pues le recordó lo atentamente que había que vigilar a Arai, y también la facilidad con la que su ambición y la de su mujer podrían conducir a los Tres Países a otra guerra civil.

La velada transcurrió en un ambiente agradable. Takeo bebió el vino suficiente como para atenuar el dolor, y los niños se mostraron animados y amenos. Recientemente habían conocido a dos extranjeros en aquella misma sala y aún estaban emocionados por tal encuentro. Relataron cómo Sunaomi se había dirigido a ellos en el propio idioma de los hombres, el cual había estado aprendiendo con su madre; cómo se parecían a los duendes, con sus narices alargadas y sus barbas pobladas; la de uno era pelirroja y la del otro, negra. Por lo visto, a Chikara no le habían provocado ningún temor. Llamaron a los criados para que le mostraran una de las sillas que habían sido expresamente fabricadas para los extranjeros con una madera exótica llamada
teca,
traída del gran puerto comercial conocido como Puerto Fragante. La madera había sido transportada en las bodegas de los barcos de los Terada, quienes llevaban también cuencos con jaspe, pieles de tigre, lapislázuli, marfil y jade hasta las ciudades de los Tres Países.

—Es muy incómoda —observó Sunaomi, haciendo una demostración.

—Pues se parece al trono del Emperador —apuntó Hana entre risas.

—¡Pero no comían con las manos! —comentó Chikara, decepcionado—. Me hubiera gustado verlo.

—Están aprendiendo buenos modales de nuestro pueblo —le explicó Hana—. Se están esforzando mucho, de la misma forma que el señor Joao se emplea a fondo en aprender nuestro idioma.

Takeo no pudo reprimir un ligero escalofrío al escuchar ese nombre tan parecido al del paria Jo-An, cuya muerte había supuesto el acto que Takeo había lamentado más en toda su vida, y cuyas palabras e imagen a menudo acudían a él en sueños. Los extranjeros mantenían creencias similares a las de los Ocultos y rezaban a su dios; pero lo hacían abiertamente, a menudo causando gran desasosiego y bochorno a otros presentes. Exhibían la cruz, la imagen secreta, en rosarios que se colgaban al cuello y lucían sobre la pechera de sus extrañas ropas de aspecto incómodo. Incluso en los días más calurosos llevaban prendas de vestir ajustadas, cuellos altos y botas, y sentían un horror antinatural al hecho de tomar un baño.

Aunque la persecución hacia los Ocultos era supuestamente una cuestión del pasado, no resultaba posible eliminar los prejuicios del pueblo por medio de la Ley. El propio Jo-An se había convertido en una especie de deidad, y a veces se le confundía con alguna de las manifestaciones del Iluminado. Se invocaba la ayuda del antiguo paria en asuntos relativos al reclutamiento de trabajadores, así como los concernientes a impuestos y tasas relacionados con el trabajo. Era venerado por los pobres, los indigentes y los vagabundos de una manera que horrorizaría al propio Jo-An, quien tomaría tal devoción por herejía. Pocos conocían su auténtica identidad o recordaban detalles de su vida, pero su nombre se había llegado a ligar a las leyes que regían la recaudación de impuestos y el reclutamiento laboral. A ningún terrateniente se le permitía exigir más de treinta partes de cien de cualquier recurso alimenticio, ya fuera arroz, judías o aceite; y los hijos de los campesinos no estaban obligados a cumplir el servicio militar, aunque sí se les asignaban ciertos trabajos públicos, como el drenaje de tierras, la construcción de diques y puentes o la excavación de canales. La minería también era fuente de reclutamiento, pues el trabajo del minero resultaba tan duro y peligroso que se daban pocos voluntarios. Aun así, la leva de todo tipo de trabajadores se rotaba por los diferentes distritos y grupos de edad, de manera que nadie tuviera que soportar una carga injusta, y también se establecían varias escalas de compensación en caso de accidente o muerte. Estas disposiciones eran conocidas como "Leyes de Jo-An".

Los extranjeros estaban deseosos de hablar acerca de su religión y Takeo, cautelosamente, había organizado varios encuentros con Makoto y otros líderes religiosos; pero por lo general las reuniones concluían con ambas partes convencidas de encontrarse en posesión de la verdad, y se preguntaban en privado cómo era posible que alguien diera crédito a los disparates que sus adversarios predicaban. Para Takeo, las creencias de los extranjeros procedían de la misma fuente que las de los Ocultos; pero habían acumulado siglos de supersticiones y distorsión. Él mismo se había criado en la tradición de los Ocultos, si bien había abandonado las enseñanzas de su niñez y ahora contemplaba todas las religiones con algo de desconfianza y escepticismo, en particular la doctrina de los extranjeros, pues le daba la impresión de que estaba ligada a una gran ambición de riqueza, estatus y poder.

La creencia que Takeo profesaba en gran medida —la prohibición de matar— no parecía ser compartida por los forasteros, pues se presentaban armados con sables, puñales, machetes y, cómo no, armas de fuego, aunque hacían notables esfuerzos por ocultar estas últimas de la misma forma que los Otori ocultaban el hecho de que ya las poseían. A Takeo le habían enseñado de niño que matar, incluso en defensa propia, era pecado. Sin embargo, ahora gobernaba una tierra de guerreros y la legitimidad de su gobierno se basaba en la conquista en el campo de batalla y en el control por la fuerza. Había perdido la cuenta de los hombres a los que había dado muerte con sus propias manos o había ordenado ejecutar. En la actualidad, la paz reinaba en los Tres Países; las espantosas matanzas de los años de guerra eran ya cosa del pasado. Takeo y Kaede tenían bajo control las fuentes violentas necesarias para la defensa o el castigo de los criminales, mantenían a raya a los guerreros y ofrecían a los hombres maneras de desfogarse de su ambición y su deseo de competir. Y ahora muchos guerreros seguían la senda de Makoto, dejando a un lado sus arcos y espadas y haciendo el juramento de no volver a matar jamás.

"Un día, yo haré lo mismo —reflexionó Takeo—. Pero todavía, no. Aún no ha llegado el momento".

Volvió su atención a los allí reunidos y contempló a Zenko y Hana bromeando con sus hijos. En silencio, hizo el juramento de resolver sin derramamiento de sangre cualquier problema que pudiera surgir.

6

El dolor regresó de madrugada, despertándole con su persistencia. Takeo llamó a la criada para que le trajera té, y en el calor del cuenco encontró alivio momentáneo para su mano lisiada. Aún llovía, y el ambiente en el interior de la residencia resultaba húmedo y sofocante. No lograba conciliar el sueño. Envió a la criada a despertar a su escriba y al funcionario indicado, y a buscar lámparas. Cuando llegaron los hombres se sentó con ellos en la veranda y procedió a examinar los registros sobre Shirakawa y Fujiwara que existían en la ciudad portuaria, centro administrativo del distrito. Discutieron pormenores de los informes y cuestionaron discrepancias hasta que el cielo empezó a palidecer y los primeros cantos de los pájaros llegaron desde el jardín. Takeo siempre había gozado de buena memoria visual y retentiva, la cual tras años de entrenamiento había llegado a ser prodigiosa. Desde su enfrentamiento con Kotaro, en el que había perdido dos dedos de la mano derecha, dictaba a los escribas con asiduidad, lo que así mismo aumentaba su capacidad memorística. Al igual que Shigeru, su padre adoptivo, sentía por los registros tanto entusiasmo como respeto; le fascinaba la manera en la que toda información podía anotarse y preservarse, cómo daba soporte a la memoria y la corregía.

Últimamente, el joven escriba le acompañaba casi de manera constante. A los diez años de edad, como tantos otros niños, había quedado huérfano a causa del gran terremoto y había encontrado refugio en el templo de Terayama, donde le proporcionaron instrucción. Los monjes no tardaron en detectar su despierta inteligencia y su destreza con el pincel, al igual que su capacidad de trabajo —era de las personas capaces de estudiar a la luz de las luciérnagas y el resplandor de la nieve, según rezaba el antiguo proverbio—, y finalmente fue seleccionado por Makoto para viajar hasta Hagi y unirse al personal doméstico del señor Otori.

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