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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (10 page)

BOOK: El lamento de la Garza
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—Reitero que sólo vengo en calidad de emisario —respondió Kono, e hizo una reverencia aparentemente sincera.

Zenko regresó y el almuerzo se sirvió. A pesar de lo abundante y delicioso de los manjares, Takeo apenas probó bocado. La conversación fue liviana y cortés, y se esforzó por participar en ella.

Una vez que hubieron terminado, Zenko acompañó a Kono a los aposentos para invitados. Jun y Shin aguardaban en el exterior, sentados en la veranda. Se pusieron en pie y en silencio siguieron a Takeo mientras se dirigía a sus habitaciones.

—El señor Kono no abandonará esta casa —ordenó—. Jun, aposta centinelas en el portón de entrada. Shin, acude al puerto de inmediato y comunica mis instrucciones. El señor Kono permanecerá en el Oeste hasta que yo haya dado mi permiso por escrito para su regreso a Miyako. Lo mismo atañe a la señora Arai y a sus hijos.

Los primos intercambiaron una mirada, pero se limitaron a responder:

—Como digáis, señor Otori.

—Minoru —Takeo se dirigió al escriba—: acompaña a Shin al puerto y averigua todo lo que puedas sobre las naves que se preparan para embarcar, en especial las destinadas a Akashi.

—Entiendo —respondió Minoru—. Regresaré lo antes posible.

Takeo se acomodó en la veranda y aguzó el oído. Escuchó cómo cambiaba la atmósfera de la casa a medida que sus instrucciones se llevaban a cabo: las pisadas de los guardias; las órdenes de Jun, insistentes y feroces; el inquieto vaivén de las criadas, sus murmullos incesantes; la exclamación de sorpresa por parte de Zenko; los consejos de Hana, transmitidos en susurros. Cuando Jun regresó, Takeo le ordenó que montara guardia a las puertas de sus aposentos y no permitiera que nadie le molestase. Entonces se retiró a su habitación y repasó el informe de Minoru sobre el encuentro con Kono mientras aguardaba el retorno de su escriba.

Los caracteres caligráficos, severos y pulcros gracias al trazo impecable de Minoru, parecían saltar hacia él desde el papel:
exilio, criminal, ilegal, traición...

Luchó por controlar la cólera que semejantes insultos le provocaban, consciente de la presencia de Jun a pocos pasos de distancia. Con una sola orden por su parte, Kono, Zenko, Hana y los niños morirían. La sangre de todos ellos borraría la humillación que le llegaba hasta los huesos y le corroía los órganos vitales. Entonces, atacaría al Emperador y a su general antes de que acabase el verano, los conduciría de vuelta a Miyako, arrasaría la capital. Sólo así conseguiría apaciguar la furia que le cegaba.

Cerró los ojos y al ver las pinturas de los biombos grabadas en sus párpados respiró hondo, recordando a otro señor de la guerra que había comenzado a matar para reparar agravios y había acabado por amar la matanza en sí misma. Qué fácil sería tomar ese mismo camino y convertirse en otro Iida Sadamu.

Con toda intención, apartó de su mente los insultos recibidos y rechazó la humillación, diciéndose a sí mismo que su legítima autoridad era decretada y bendecida por el propio Cielo. Veía la aprobación celestial en signos como la presencia del
houou —
el pájaro sagrado de la leyenda— y en la satisfacción de su propio pueblo. De nuevo llegó a la conclusión de que evitaría la guerra y el derramamiento de sangre en la medida posible, y que no daría paso alguno sin consultar antes a Kaede y a sus otros consejeros.

Tal resolución fue puesta a prueba casi de inmediato, cuando Minoru regresó de la sala de archivos de los funcionarios del puerto.

—Las sospechas del señor Otori eran correctas —anunció—. Parece ser que un barco zarpó hacia Akashi con la marea de ayer por la noche, pero el certificado que acredita la revisión del cargamento no fue completado. Shin ha persuadido al capitán del puerto para que inicie con urgencia una investigación.

Takeo entornó los ojos, aunque no pronunció palabra.

—El señor Otori no debe preocuparse —añadió Minoru con el fin de confortarle—. Shin apenas tuvo necesidad de emplear la violencia. Se ha identificado a los culpables: el funcionario de aduanas que permitió la salida del barco y el comerciante que organizó el transporte. Están retenidos en espera de vuestra decisión sobre su destino —Minoru bajó la voz—. Ninguno de ellos ha desvelado la naturaleza del cargamento.

—Debemos sospechar lo peor —respondió Takeo—. ¿Por qué, si no, se iba a evitar el proceso de inspección? Pero no hables del asunto abiertamente. Trataremos de alcanzarles antes de que lleguen a Akashi.

Minoru esbozó una leve sonrisa.

—También os traigo buenas noticias. El barco de Terada Fumio aguarda para atracar. Arribará a Hofu con la pleamar de la tarde.

—¡Llega en el momento preciso! —exclamó Takeo, recuperando el ánimo al instante.

Fumio, uno de sus más antiguos amigos, supervisaba junto con su padre la flota de barcos de los Otori, con los que el clan realizaba sus transacciones mercantiles y defendía el litoral. Llevaba ausente varios meses con el doctor Ishida, embarcado en uno de los frecuentes viajes que éste realizaba con fines comerciales y de exploración.

—Que Shin se encargue de llevarle el mensaje de que esta noche recibirá una visita. No hace falta dar más explicaciones. Fumio lo entenderá.

Takeo sintió un profundo alivio por diversos motivos. Fumio traería noticias recientes del Emperador; en caso de que pudiera partir de inmediato, aún tendría posibilidades de alcanzar el cargamento ilegal; además, Ishida podría proporcionar a Takeo algún medicamento que le mitigara el dolor, cada vez más insistente.

—Tengo que hablar con el señor Arai. Pídele que venga a verme ahora mismo.

Se alegraba de contar con la excusa de los funcionarios de aduanas para reprender a su cuñado. Zenko expresó sus más efusivas disculpas y prometió encargarse personalmente de las ejecuciones, asegurando a Takeo que se trataba de un hecho aislado, un mero ejemplo de la avaricia humana, sin otras implicaciones.

—Confío en que tengas razón —replicó Takeo—. Deseo que me prometas tu absoluta fidelidad. Me debes la vida, estás casado con la hermana de mi mujer, tu madre es prima mía y se cuenta entre mis más antiguas amistades. Mantienes el control de Kumamoto y de todas tus tierras gracias a mi voluntad y mi consentimiento. Ayer mismo me ofreciste a uno de tus hijos. Acepto tu oferta. De hecho, me llevaré a los dos; cuando parta hacia Hagi me acompañarán. De ahora en adelante, vivirán con mi familia y serán criados como hijos míos. Adoptaré a Sunaomi siempre que mantengas tu lealtad hacia mí. La vida del niño y la de su hermano correrán peligro a la mínima muestra de traición por tu parte. La cuestión del matrimonio se decidirá más adelante. Tu esposa puede instalarse con sus hijos en Hagi si así lo desea; pero me inclino a creer que querrás que permanezca a tu lado.

Mientras hablaba, Takeo observaba atentamente el rostro de su cuñado. Zenko no le miró; en cambio, movía los ojos ligeramente y respondió con excesiva celeridad.

—El señor Otori conoce mi absoluta fidelidad hacia su persona. ¿Qué te ha dicho Kono para que me hables de esta manera? ¿Acaso ha mencionado asuntos referentes al Este?

"¡No finjas ignorarlo!", estuvo tentado de responder Takeo sin miramientos, pero decidió que aún no había llegado el momento.

—Haremos caso omiso de sus palabras; carecen de importancia. Ahora, en presencia de este testigo, júrame fidelidad.

Zenko obedeció, arrodillándose, mientras Takeo recordaba cómo el padre del joven, Arai Daiichi, había jurado una alianza que luego traicionó: en el momento de la verdad había optado por el poder, por encima de la vida de sus propios hijos.

"El hijo actuará de la misma forma que el padre —reflexionó—. Debería ordenarle que se quitara la vida". Pero desechó semejante decisión por el sufrimiento que causaría a su propia familia. "Mejor será seguir intentando amansarle, en lugar de obligarle a quitarse la vida; pero todo resultaría más fácil si estuviera muerto."

Apartó tal pensamiento de su mente y de nuevo se decidió por el camino más difícil y complejo, alejado de la simpleza engañosa del asesinato o el suicidio. Una vez que Zenko hubo acabado con sus protestas, todas ellas cuidadosamente registradas por Minoru, Takeo se retiró a sus aposentos anunciando que cenaría a solas y se acostaría temprano, ya que tenía la intención de partir hacia Hagi por la mañana. Anhelaba llegar al lugar que por encima de cualquier otro consideraba su hogar, yacer con su esposa y abrir su corazón a ella; ver a sus hijas. Le recordó a Zenko que los dos niños estuvieran preparados para emprender viaje.

Había estado lloviendo intermitentemente durante todo el día, pero ahora el cielo se estaba despejando gracias a una suave brisa que soplaba desde el sur y dispersaba los densos nubarrones. El ocaso llegó con un resplandor rosa y oro que iluminó las diferentes tonalidades verdes del jardín. Por la mañana, las condiciones del tiempo se presentarían excelentes. Sería un buen día para viajar, también a causa de las actividades que Takeo se proponía llevar a cabo aquella misma noche.

Tomó un baño y se enfundó una ligera túnica de algodón como si se dispusiera a dormir. Cenó frugalmente, sin probar una gota de vino, y luego despidió a los criados advirtiéndoles que no deseaba ser molestado hasta el día siguiente. A continuación, se colocó sentado sobre la estera que cubría el suelo, con los ojos cerrados y juntando los dedos índice y pulgar de cada mano en actitud de profunda meditación. Entonces, se preparó para prestar oído a los ruidos de la mansión.

Cada uno de los sonidos le llegaba con claridad: la tranquila conversación de los guardias apostados en el portón de entrada; las criadas, que charlaban mientras lavaban los platos y los guardaban; el ladrido de los perros; la música de las tabernas que rodeaban el puerto; el incesante murmullo del mar, el susurro de las hojas y el ulular de los buhos, que descendía desde la montaña.

Escuchó los comentarios de Zenko y Hana sobre los preparativos para el día siguiente, pero la conversación resultaba inocua, como si ambos hubieran recordado la agudeza de oído de Takeo. En el peligroso juego que habían iniciado no podían correr el riesgo de que su cuñado alcanzara a enterarse de la estrategia del matrimonio, en especial porque el señor Otori iba a hacerse cargo de sus hijos. Poco tiempo después ambos se reunieron con Kono para la cena, pero se mostraron igualmente circunspectos. Takeo sólo escuchó comentarios de la última moda en la corte en cuanto a peinados y vestimenta, de la pasión de Kono por la música y el teatro y de los nobles deportes del balón y de la caza de perros.

La conversación se fue volviendo más animada: al igual que su padre, Zenko era amante del vino. Entonces Takeo se levantó y se cambió de ropa, enfundándose una modesta túnica desvaída que podría haber vestido cualquier comerciante. Cuando pasó al lado de Jun y Shin, como siempre sentados a la puerta de los aposentos de su señor, Jun enarcó las cejas; pero Takeo sacudió ligeramente la cabeza. No quería que nadie se enterase de que se disponía a abandonar la mansión. En los escalones que daban al jardín se calzó unas sandalias de paja, se hizo invisible y franqueó el portón, aún abierto. Los perros le siguieron con la mirada, pero los centinelas no se percataron de su presencia. "Dad gracias a que no guardáis las puertas de Miyako", dijo en silencio a los canes. "Os acribillarían a flechas en aras del deporte."

En un oscuro rincón no alejado del puerto, Takeo se adentró en las sombras y volvió a hacerse visible, con su disfraz. Parecía un comerciante que regresaba a toda prisa de realizar algún encargo en la ciudad, deseoso de aplacar su cansancio con unos cuantos tragos en compañía de sus amigos. En el aire flotaba un aroma a sal; de la orilla llegaba el olor a algas y pescado puestos a secar, y de las casas de comidas, el de pescado y pulpo asados. Hileras de linternas alumbraban las estrechas calles, y desde el interior de las casas irradiaba el resplandor anaranjado de las lámparas de aceite.

Los barcos de madera se rozaban entre sí en el muelle, crujiendo a causa de la subida de la marea; el agua lamía los cascos y los mástiles achaparrados se veían oscuros contra el cielo estrellado. En la distancia, Takeo alcanzaba a divisar las islas del mar Interior; tras la escarpada silueta del terreno se adivinaba el débil resplandor de la luna naciente.

Una hoguera ardía junto a los cabos de amarre de una embarcación de gran tamaño y Takeo, en el dialecto local, llamó a los hombres que se acuclillaban alrededor del fuego. Asaban porciones de oreja de mar desecada y compartían una frasca de vino.

—¿Ha llegado Terada en este barco?

—Sí —respondió uno de ellos—. Está cenando en el Umedaya.

—¿Vienes a ver al
kirin? —
preguntó el otro—. El señor Terada lo ha escondido en algún lugar seguro hasta que pueda enseñárselo a nuestro gobernante, el señor Otori.

—¿El
kirin,
dices? —Takeo no daba crédito a sus oídos. Se trataba de un animal mitológico, mezcla de caballo, dragón y león. Siempre había creído que sólo existía en las leyendas. ¿Qué habrían encontrado Terada e Ishida en el continente?

—Se supone que es un secreto —amonestó el primer hombre a su compañero—. ¡Y tú se lo vas soltando a todo el mundo!

—¡Pero es que se trata nada menos que de un
kirin! —
replicó—. ¡Tener uno vivo es todo un milagro! ¿Acaso no demuestra que el señor Otori es justo y sabio por encima de todos los demás? Primero el
houou,
el pájaro sagrado, regresa a los Tres Países; y ahora aparece un
kirin —
dio otro sorbo de vino y luego le ofreció la frasca a Takeo.

—¡Bebe a la salud del señor Otori y del
kirin!

—Muchas gracias —respondió Takeo con una sonrisa—. Confío en poder verlo algún día.

—Pero no antes de que el señor Otori haya puesto sus ojos en él.

Takeo siguió sonriendo mientras se alejaba; el tosco licor y la buena fe de aquellos dos hombres le habían levantado el ánimo. A menudo pasaba desapercibido entre la gente corriente de aquella manera, poniendo asía prueba el estado de ánimo y las opiniones de su pueblo.

"Cuando sólo escuche críticas hacia el señor Otori, abdicaré —se dijo a sí mismo—. Pero nunca antes, ni aunque me lo pidieran diez emperadores y sus correspondientes generales".

7

Umedaya era el nombre de una casa de comidas situada entre el puerto y el barrio principal de la ciudad. Flanqueada por sauces llorones, se trataba de una de las numerosas construcciones bajas de madera que miraban al río. De los postes de la veranda colgaban farolillos, al igual que de las barcazas amarradas delante del edificio, las cuales transportaban a través del mar fardos de arroz, mijo y otros productos procedentes de tierra adentro. Muchos de los clientes del establecimiento se hallaban sentados en el exterior, disfrutando del cambio del tiempo y de la belleza de la luna, que ahora despuntaba por encima de las cumbres y se reflejaba en fragmentos de plata sobre el flujo de la marea.

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