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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (2 page)

BOOK: El lamento de la Garza
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—Las chicas deberían descansar —comentó Takeo, puesto que a medianoche se celebrarían prolongadas ceremonias ante los santuarios, a las que seguiría la fiesta del Año Nuevo. No se irían a la cama hasta la hora del Tigre—. Yo también me tumbaré un rato.

—Voy a pedir que lleven braseros a la habitación —repuso Kaede—; en seguida me reuniré contigo.

Rara cuando acudió junto a su esposo, el temprano atardecer invernal se había instalado ya. A pesar de los braseros, en los que el carbón vegetal lanzaba destellos, el aliento de Kaede formaba una nube blanca en el aire gélido. Había tomado un baño, y la fragancia a salvado de arroz y hojas de aloe permanecía en su piel. Bajo la acolchada túnica de invierno su cuerpo emitía calor. Takeo desabrochó el fajín de su esposa e introdujo las manos bajo el tejido, atrayendo a Kaede hacia sí. Luego aflojó el pañuelo que le cubría la cabeza, lo apartó a un lado y acarició la pelusa de tacto sedoso.

—No —objetó ella—. Es horrible.

Takeo sabía que su mujer nunca se había repuesto de la pérdida de su hermosa cabellera ni de las cicatrices que marcaban su pálida nuca, que arruinaban la belleza que antaño fuera motivo de leyendas y supersticiones; pero él no reparaba en la deformidad, tan sólo apreciaba la vulnerabilidad de su mujer que, a sus propios ojos, la hacía aún más adorable.

—Me gusta. Ocurre como con los actores: te hace parecer un hombre y una mujer al mismo tiempo; adulta y niña a la vez.

—Entonces tú también tienes que mostrarme tus heridas. —Kaede apartó el guante de seda que Takeo solía llevar en la mano derecha y se llevó a los labios los muñones que ahora tenía por dedos—. ¿Te hice daño, antes?

—No; sólo me molesta un poco. Los golpes sacuden las articulaciones y me provocan dolor... —y en voz baja, añadió:— La desazón que ahora siento es por otro motivo.

—Eso sí puedo curarlo —susurró ella tirando de él, abriéndose para él, llevándole a su interior, enfrentándose a su urgencia con la suya propia y luego derritiéndose de ternura. Adoraba la familiaridad de la piel de su marido, su cabello, su olor y la peculiaridad que cada acto de amor traía nuevamente consigo.

—Siempre logras curarme —dijo él, más tarde—. Me devuelves la entereza.

Kaede yacía en los brazos de Takeo, con la cabeza apoyada en el hombro de éste. Paseó la vista por la habitación. Las lámparas brillaban sobre sus pedestales de hierro, pero más allá de las contraventanas el cielo se hallaba en tinieblas.

—Debió de ser muy cerca de aquí donde nos abrazamos por primera vez.

—Mientras Iida estaba muerto, tirado en el suelo. Creo que estábamos poseídos.

—Poseídos, aterrorizados, desesperados. Así me sentía yo. No quería admitir lo que había hecho. Y no esperaba volver a ver otro amanecer. Me costaba dar crédito a que estuvieras allí, conmigo. Me parecía algo sobrenatural, como si tu valentía hubiera colmado todos mis deseos.

Takeo volvió la cabeza para mirarla.

—No fue valentía. Tenía la intención de matar a Iida, pero él ya estaba muerto. Permití que todo el mundo creyera que yo le había matado; pensé que así te protegería —murmuró, y se sumió en el silencio.

—Lo valeroso fue el hecho de regresar al castillo con la intención de asesinarle —argumentó Kaede.

—A lo largo de mi vida he cometido muchos actos de los que me arrepiento —replicó él—. Entre ellos, ese engaño no fue el peor, pero no por eso ha dejado de existir. Ojalá pudiera enmendarlo y contarle al mundo entero quién vengó en realidad las muertes del señor Shigeru y la señora Maruyama.

—Yo me alegro de que el secreto siga sin desvelarse —repuso Kaede—. Además, piensa en la confusión que causarías entre los cantores y los poetas: tendrían que volver a escribir el relato de tus gestas.

—El hecho de que todos estos años me hayan tomado por un héroe ha resultado de utilidad, y buena parte de lo que he conseguido ha sido por esa causa. Pero no puedo evitar la sensación de haber estado fingiendo toda mi vida, asumiendo cualidades que no poseo. Las hazañas que ahora se celebran ocurrieron gracias a la ayuda de otras personas, que por lo general han pasado desapercibidas, o por la intervención del destino.

—La carrera a la costa es una de las más celebradas —apuntó Kaede, con un matiz de broma en su voz.

—¡Exacto! Y, sin embargo, estaba huyendo de Arai.

—Y luego el Cielo se encargó del propio Arai —prosiguió Kaede—. Has permitido que el destino o los espíritus del Más Allá te utilizaran para sus propósitos. ¿Qué otra cosa puede hacer cualquiera de nosotros?

—No hubiera logrado nada sin ti —Takeo acercó a su esposa de nuevo junto a sí y, suavemente, pasó las manos por su cuello magullado, notando al tacto las rígidas nervaduras de tejido causadas por las llamas—. Mientras permanezcamos unidos, nuestro país conservará la paz y la fortaleza.

—Tal vez hayamos concebido un hijo varón... —musitó Kaede, incapaz de ocultar la añoranza que su voz denotaba.

—¡Confío en que no! —exclamó Takeo—. Por dos veces, mi descendencia ha estado a punto de costarte la vida. No necesitamos un varón —añadió, con tono más ligero—. Ya tenemos tres hijas.

—Eso le dije una vez a mi padre —confesó Kaede—. Yo opinaba que debería tener los mismos derechos que si hubiera nacido hombre.

—Así sucederá con Shigeko. Heredará los Tres Países, que luego pasarán a sus hijos.

—¡Sus hijos! Ella misma parece aún una niña y, sin embargo, casi ha alcanzado la edad para desposarse. ¿A quién podremos encontrar para su matrimonio?

—No hay prisa. Shigeko es un tesoro, una joya de valor incalculable. No la entregaremos a bajo precio.

Kaede retomó el tema anterior, como si le carcomiera por dentro.

—Deseo darte un hijo varón.

—A pesar de tu propia herencia y del ejemplo de la señora Maruyama, sigues hablando como la hija de una familia de guerreros.

Pasados unos instantes, ella respondió con voz pausada:

—Pero quizá seamos demasiado mayores. Todos se preguntan por qué no tomas una segunda esposa o una concubina con la que tener más hijos.

—Sólo deseo a una mujer —replicó Takeo con seriedad—. Sean cuales fueren las emociones que he simulado sentir o los papeles que haya podido interpretar, mi amor por ti es auténtico, verdadero. Jamás yaceré con nadie más que contigo. Ya sabes que hice un juramento a la diosa Kannon, en Okama. Lo he cumplido durante dieciséis años y no pienso quebrantarlo ahora.

—Me moriría de celos —admitió Kaede—. Pero lo que yo sienta carece de importancia en comparación con las necesidades del país.

—El amor que nos une conforma los cimientos de nuestro buen gobierno. Nunca haré nada que pueda minarlos.

La oscuridad y la quietud que los envolvía impulsaron a Kaede a dar voz a sus preocupaciones.

—A veces tengo la impresión de que las gemelas me obstruyeron la matriz. Tal vez, si no hubieran nacido, yo habría podido concebir hijos varones.

—No deberías prestar atención a las supersticiones propias de las ancianas.

—Puede que tengas razón; pero ¿qué será de nuestras hijas menores? Si algo llegara a sucederle a Shigeko, que el Cielo no lo permita, es impensable que recibieran la herencia que corresponde a su hermana. ¿Y con quién se casarán? Ninguna familia de nobles o de guerreros se arriesgaría a aceptar a una gemela, sobre todo si está contaminada (perdóname, te lo ruego) con la sangre de la Tribu y cuenta con esos poderes extraordinarios que tanto recuerdan a la brujería.

Takeo no podía negar que a menudo le perturbaban los mismos temores, pero trataba de apartarlos de su mente. Las gemelas eran casi unas niñas: ¿quién sabía lo que el destino les tenía guardado?

Kaede hablaba con voz soñolienta.

—¿Te acuerdas cuando nos separamos en Terayama? Me miraste fijamente a los ojos y me quedé dormida. Nunca te he contado que soñé con la diosa Blanca. "Ten paciencia —me dijo—, él vendrá a buscarte". Y en las cuevas sagradas volví a escuchar su voz, que repetía las mismas palabras. Fue lo único que me ayudó a soportar el cautiverio en casa del señor Fujiwara. Allí aprendí a ser paciente, a esperar, a no hacer nada que pudiera servir de excusa para tener que quitarme la vida. Y después, una vez que él hubo muerto, las cuevas eran el único lugar donde anhelaba estar; deseaba regresar a la diosa. Si tú no hubieras llegado, habría permanecido allí, a su servicio, el resto de mis días. Pero llegaste. Te vi... tan delgado, todavía afectado por el veneno, con tu hermosa mano destrozada. Jamás olvidaré aquel momento: tu mano sobre mi cuello, la nieve cayendo, el áspero lamento de la garza...

—No merezco tu amor —susurró Takeo—. Es la mayor bendición de mi existencia; no puedo vivir sin ti. Mi vida también ha sido guiada por una profecía...

—Me lo contaste. Y hemos presenciado cómo se cumplía: las cinco batallas; la tierra, que cumpliría el deseo del Cielo...

"Le anunciaré el resto ahora —
resolvió Takeo—,
le explicaré que no quiero varones porque la ermitaña ciega me dijo que mi propio hijo me traería la muerte. Le hablaré de Yuki y del hijo que ésta tuvo, que ahora tiene dieciséis años y del que yo soy padre".

Pero no encontró aliento para causar dolor a su mujer. ¿Qué conseguiría removiendo el pasado? Las cinco batallas habían entrado a formar parte de la mitología de los Otori, aunque Takeo era consciente de que él mismo había decidido cómo contar aquellas batallas: podrían haber sido seis, o cuatro, acaso tres. Era posible alterar y manipular las palabras de manera que pudieran significar casi cualquier cosa. Cuando se creía en una predicción, ésta con frecuencia se convertía en realidad. Decidió no difundir la profecía, no fuera a ser que, al hacerlo, le otorgara vida.

Se dio cuenta de que Kaede se había dormido. Bajo las mantas sentía calor, aunque en el rostro notaba el aire helado. Al cabo de un rato tendría que levantarse, tomar un baño, vestirse con ropas formales y prepararse para las ceremonias que darían la bienvenida al Año Nuevo. Sería una noche larga. Los músculos de Takeo empezaron a relajarse y él también se sumió en el sueño.

2

Las tres hijas del señor Otori amaban el camino de entrada al templo de Inuyama, pues estaba jalonado con estatuas de perros blancos intercaladas entre linternas de piedra donde ardían cientos de lámparas en las noches de las grandes festividades; éstas arrojaban luces parpadeantes sobre las figuras, haciéndolas parecer vivas. El aire frío, impregnado de humo y del aroma a incienso y a pino recién cortado, les entumecía las mejillas, las manos y los pies.

Los devotos que realizaban la primera visita sagrada del Año Nuevo se apiñaban en los escalones de piedra que ascendían hasta el templo, y desde las alturas tañía la gigantesca campana, que provocaba escalofríos en Shigeko. Su madre se encontraba unos cuantos pasos por delante de ella; caminaba junto a Muto Shizuka, su mejor amiga. El marido de ésta, el doctor Ishida, se hallaba ausente debido a uno de sus viajes al continente. No se esperaba su regreso hasta la primavera, y Shigeko se alegraba de que Shizuka fuera a pasar el invierno con la familia Otori, pues era de las pocas personas a las que las gemelas respetaban y prestaban atención; además, pensaba la joven, Shizuka se preocupaba genuinamente por ambas niñas y sabía comprenderlas.

Las gemelas caminaban junto a su hermana mayor, una a cada lado. De vez en cuando alguien de entre la multitud que las rodeaba se quedaba mirándolas y luego se apartaba, no fuera a ser que tropezara con las muchachas; pero, en general, bajo la tenue luz pasaban inadvertidas.

Shigeko sabía que varios guardias las escoltaban, tanto por delante como a sus espaldas, y que Taku —el hijo de Shizuka— atendía al padre de las muchachas mientras éste llevaba a cabo las ceremonias en la nave principal del templo. La joven no tenía miedo, en absoluto; sabía que tanto Shizuka como su madre iban armadas con espadas cortas y ella misma escondía bajo su túnica un palo de gran utilidad que Gemba le había enseñado a utilizar con el fin de incapacitar a un hombre sin llegar a matarlo. En su fuero interno albergaba la esperanza de poder ponerlo a prueba, pero no parecía probable que las atacaran en pleno corazón de Inuyama.

Con todo, había algo en la oscuridad de la noche que la hacía mantenerse en guardia: ¿no solían decirle sus maestros que un guerrero siempre debe estar preparado de manera que la muerte, ya fuera la propia o la del adversario, pudiera evitarse al anticiparse a ella?

Llegaron a la nave principal del santuario, donde Shigeko advirtió la figura de su padre, empequeñecida por los altos techos y las gigantescas estatuas de los señores del Cielo, los guardianes del otro mundo. Costaba creer que aquel hombre de aspecto sobrio, sentado con tanta gravedad ante el altar, fuera el mismo contra el que ella había combatido la pasada tarde sobre el suelo de ruiseñor. La embargó una oleada de cariño y respeto hacia Takeo.

Una vez que se hubieron realizado las ofrendas y entonado las oraciones ante el Iluminado, las mujeres se alejaron hacia la izquierda y siguieron ascendiendo la ladera de la montaña hasta el santuario de Kannon, la Misericordiosa. Allí, los guardias se detuvieron a las puertas, pues el acceso al recinto sólo se permitía a las mujeres.

Cuando Shigeko se arrodilló sobre el escalón de madera situado frente a la reluciente estatua, Miki agarró a su hermana de la manga.

—Shigeko, ¿qué hace ahí ese hombre? —susurró.

—¿Dónde?

Miki señaló el final de la veranda. Una joven caminaba hacia ellas, al parecer transportando un regalo: se hincó de rodillas frente a Kaede y alargó la bandeja.

—¡No la toques! —indicó Shigeko con un grito—. Miki, ¿cuántos hombres?

—Dos —respondió la gemela también a voces—. ¡Llevan cuchillos!

En ese momento Shigeko los vio. Aparecieron saltando por el aire, desplazándose en dirección a ellas. La muchacha lanzó otro grito de advertencia y sacó el palo.

—¡Van a matar a nuestra madre! —chilló Miki.

Pero Kaede ya se había puesto alerta con el primer grito de su hija mayor y empuñaba su espada. La joven desconocida le lanzó la bandeja a la cara y sacó su propia arma, pero Shizuka, también armada, desvió la estocada haciendo que el cuchillo saliese volando por el aire. Luego se giró para enfrentarse a los hombres. Kaede agarró a la mujer y la arrojó al suelo, donde la inmovilizó.

—Maya, busca dentro de la boca —señaló Shizuka—. ¡No dejes que se trague el veneno!

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