El ladrón de tumbas (17 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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Luego pensaba en su incapacidad para comprender la senda que los dioses le habían trazado y se resignaba.

Pasó el tiempo, y un día, al final de la estación de Shemu, de regreso hacia su casa a la caída de la tarde, Nubet encontró a Nemenhat que, sentado en un altozano junto al camino, miraba distraídamente hacia el valle. Parecía ensimismado, quizá captando los innumerables matices que la vista le ofrecía. Y es que desde su posición, cualquiera podía darse cuenta de la bendición que aquella tierra suponía. Tan sólo a unos cientos de metros de distancia, el terreno yermo se convertía súbitamente en el más fértil de los campos. Frondosos palmerales, que apenas permitían ver el suelo, se extendían hasta donde alcanzaba la vista; allá hacia el sur. Junto a éstos, los campesinos se afanaban en recoger las últimas cosechas antes de que el río comenzara a subir de nivel.

Los canales que se formarían anegarían toda aquella tierra para llenarla de nuevo de vida, el aliento de Hapy, para un pueblo en constante comunión con sus dioses.

Nemenhat se dio cuenta de la proximidad de la muchacha, pero permaneció sentado.

—Dentro de dos meses el agua lo cubrirá todo —dijo la muchacha deteniéndose un instante.

—Aun así seguiré viniendo; me gusta este lugar —contestó él con ensoñación.

—Desde aquí puede verse al río perderse hacia el lejano sur —comentó Nubet poniéndose una mano sobre la frente a modo de parasol.

—Sí, hacia el sur; la tierra de mis mayores.

Nubet hizo un pequeño mohín y se dirigió de nuevo hacia el camino.

—He de continuar; la tarde está cayendo ya.

—Si quieres te acompaño —dijo Nemenhat levantándose con presteza.

Ella le miró y le hizo un gesto de invitación con la mano.

—Así que tu familia procede del sur.

—Sí, de Coptos. ¿Lo conoces?

—No he ido más allá de Meidum. Debe de ser un lugar bonito.

—Bueno, no tengo muchos recuerdos de Coptos; era muy pequeño cuando me fui. Pero mi padre, a menudo, me cuenta cosas sobre la ciudad. Es un enclave comercial muy importante, pues de allí salen las caravanas que van por el Uadi-Hammamat hacia el puerto de Tanu, en el mar Rojo.

—Seguro que es una ciudad alegre y opulenta; ¿por qué vinisteis a Menfis?

Nemenhat adquirió inconscientemente un aire reservado, que no pasó inadvertido a la muchacha.

—Todos en mi familia murieron allí; nada nos quedaba por hacer.

—Todos morimos —respondió Nubet—. Es bueno estar cerca de nuestros antepasados y honrar su memoria.

—Te digo que nada teníamos que hacer allí —repitió con cierta brusquedad—. Sólo vivir entre nostalgias y recuerdos de una felicidad pasada.

Hubo unos momentos de incómodo silencio mientras caminaban y Nubet se dio cuenta que había algo extraño detrás de aquellas palabras; pero prudentemente decidió no preguntar más.

Alcanzaron las primeras casas de la ciudad que se preparaba para la noche. Las mujeres encendían los fuegos en sus hogares para cocinar la comida familiar. Dentro de poco, sus maridos volverían del trabajo deseosos de encontrarse de nuevo con su mujer e hijos, felices de compartir la cena juntos, una vez más. No había, sin duda, nada mejor para un egipcio que la vida familiar.

Muchos vendrían del campo, después de una dura jornada bajo un sol que en aquella época del año era abrasador, en la que el capataz, de seguro, les habría apremiado para que acabaran la recolección antes de que el río empezara a subir de nivel. Y llegarían cansados, pero dichosos de haber contribuido a mantener con su trabajo el orden impuesto desde tiempos inmemoriales, y del que tan orgullosos se sentían.

Nubet andaba ahora entre aquellas calles con el semblante radiante. Era obvio que se sentía satisfecha de pasear por allí. Es más, parecía abstraída dentro de la confusión de toda aquella gente que iba y venía ante la proximidad del crepúsculo.

Nemenhat, a su lado, la miraba de reojo en silencio. Sin duda le parecía hermosa pero a la vez distante, y al caminar junto a ella tuvo la extraña sensación de que todo el desierto les separaba.

—Me gusta pasear por aquí a la caída de la tarde —suspiró Nubet—. Esta luz; el trajín del gentío que llena estas calles de alegría; la vida misma.

Nemenhat permanecía callado. Al fondo unos chicos jugaban mientras disputaban entre sí.

—Esta luz —musitó él quedamente.

Nubet se volvió hacia él presta con mirada inquisitiva.

—Sí —contestó al instante—. Esta luz me atrapa con los quince siglos de historia de nuestro pueblo. Los dioses nos bendijeron al elegirnos, y el orden que ellos pusieron está por todas partes. Debemos venerarles por ello.

Aquello no le gustaba nada al muchacho. Aunque todavía adolescente, Nemenhat tenía una idea bastante clara sobre todo lo que le rodeaba. No en vano, su padre se había encargado, inconscientemente, de inculcar en su hijo una visión bien diferente de las cosas. Las desventuras de toda una vida, Shepsenuré no había sido capaz de borrarlas, ni tan siquiera con los hallazgos que posteriormente le dieron riquezas; Nemenhat se daba perfecta cuenta de eso, y de cómo su padre se consumía día a día entre extraños pensamientos. Y luego estaba el tema de los dioses, de los que el chico no era precisamente devoto, lo que le hacía sentirse extraño entre sus paisanos. Por eso no pudo reprimirse al replicarla.

—¿Elegidos? Elegidos para qué —dijo con calma.

Ahora Nubet le fulminó con la mirada.

—¿Acaso no miras a tu alrededor? ¿Es que no ves las maravillas que los dioses nos han regalado? Todo Egipto es un don.

—Supongo que al hablar de dones no pensarás en los que ellos reciben —dijo señalando a uno de los campesinos que volvía de arar.

—Ellos forman parte inseparable de ese orden, sin su participación nada sería posible, ¿es que no te das cuenta? —replicó claramente excitada.

—El orden al que tú te refieres, poco me dice. Esta gente trabaja los campos de los templos de sol a sol por un poco de comida. Éstos sí han recibido un verdadero don, puesto que la mayoría de las tierras les pertenecen; tierras con personas y animales incluidos.

La muchacha se detuvo.

—Eso es una maledicencia. Los templos son garantes de que las leyes divinas se cumplan, utilizando todos los medios a su alcance, bajo la supervisión de la reencarnación de Horus en nuestra tierra; el faraón.

—Me temo que el faraón fiscaliza lo justo —dijo él mientras continuaban andando—. Su poder ya no es absoluto en el país de Kemet.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ahora la muchacha abriendo los ojos desmesuradamente.

—Que el Estado está corrompido; que son otros los poderes que controlan el país. Familias enteras gobiernan los templos y dominan los puestos clave en la jerarquía de las Dos Tierras; Egipto se descompone.

Aquello era demasiado para Nubet.

—Eso son blasfemias. Hablas así por desconocimiento de las sagradas reglas que el creador hizo con los hombres y que Thot nos transmitió con su palabra, enseñándonos la escritura sagrada en la que quedaron plasmadas para siempre. Harías bien en observarlas.

—¿Observarlas? Para ello debería poder leerlas, y que yo sepa, sólo en los templos y en las Casas de la Vida enseñan a hacerlo. ¿Por qué no tiene acceso el pueblo a ellas?

—Creo que no entiendes nada —dijo con cierta rabia la muchacha—. Sólo los iniciados pueden tener el conocimiento suficiente para comprender el significado de tales preceptos, y el poder que a la palabra confiere su lectura.

Casi sin darse cuenta habían llegado a la casa de Seneb. Allí, junto al quicio de la puerta ambos quedaron frente a frente.

—En ese caso te felicito, pues según tengo entendido sabes leer. ¿Acaso te iniciaron en la Casa de la Vida? ¿O fue que tuviste la fortuna de tener un padre del que aprender?

Nubet miró con furia al muchacho.

—Pero tú, ¿de dónde vienes? —le preguntó exasperada.

Nemenhat la miró impasible un momento.

—De un lugar que ignoras que existe, pero que está por todas partes. Te rodea y no lo ves, pero aun sin saberlo formas parte de él. Vives en una quimera; el Egipto del que me hablas hace ya muchos años que desapareció. Adiós, Nubet.

Después, Nemenhat se dio la vuelta y desapareció por la callejuela acompañado por los lejanos ladridos de algún perro sin cobijo, y con la noche como dueña absoluta de la ciudad mostrando su oscura faz repleta de estrellas de inquietante fulgor.

A la mañana siguiente, Nemenhat salió temprano de su casa para dirigirse al mercado. Su padre le había encargado algunas hortalizas y frutos secos y le pidió que regresara pronto, pues necesitaba su ayuda para finalizar un encargo. Afuera, hacía rato que la luz se desparramaba por las calles como una bendición venida del este y la ciudad cobraba una nueva vida. Mientras caminaba iba absorto en un pensamiento que últimamente le asediaba, Kadesh.

Kadesh; su solo nombre le hacía experimentar sensaciones desconocidas hasta entonces, que se veía incapaz de controlar.

Había visto a la muchacha con cierta frecuencia y siempre en el recorrido habitual de ésta. Nemenhat la solía acompañar, ayudándola a llevar la canasta con los panecillos; siempre entre las bromas de los comerciantes y las miradas lascivas. Ante los comentarios procaces, él notaba que su cólera crecía y sentía deseos de lanzar el cesto sobre alguno de aquellos hombres. Pero al mirarla, se daba cuenta de que ella aceptaba encantada toda aquella retahíla de barbaridades; eso sí, manteniendo un semblante serio, que tan sólo era una máscara. A cada comentario, acentuaba más la cadencia de sus andares, cimbreándose inmisericorde entre aullidos y juramentos.

Nemenhat la miraba de soslayo y comenzaba a sofocarse. Observaba sus pechos moviéndose al compás de los andares de aquella diosa reencarnada. ¡Y qué pechos, Hathor bendita! Ni grandes ni pequeños, turgentes, desafiantes, plenos; bamboleándose orgullosos sobre todas aquellas miradas ansiosas. ¿Y las areolas? Aquello era la culminación de una obra de arte viva, una invitación permanente para los sentidos que adivinaban en ellos la quintaesencia de los más finos manjares. Nemenhat a veces se quedaba hipnotizado ante tanto esplendor, lo que en más de una ocasión le había hecho tropezar produciendo el jolgorio general.

Mas le daba lo mismo, pues entraba en un estado de absoluto atontamiento que, más tarde, de regreso a su casa, solía reprocharse con fastidio; a Nemenhat no había nada que le produjera tanto enojo como perder el control de sí mismo.

La vio en medio de la muchedumbre meciéndose cual junco del río. Era curioso ver a ésta abrirse ante ella para dejarla pasar en una calle tan estrecha, sin tocarla ni tan siquiera un pliegue del faldellín.

Al acercarse, Kadesh le sonrió con cierta malicia a la vez que le ofrecía el cesto de los panes.

—Hoy vienes justo a tiempo, Nemenhat, pues ya estaba algo cansada de llevarlo.

—Sabes que lo hago con gusto y…

—Sí, sé que eres muy servicial, aunque tan sólo sea para llevar el canasto —le cortó con cierto desdén.

Nemenhat tragó saliva un poco azorado mientras Kadesh le observaba con disimulo. Le encantaba ver al muchacho confuso por el efecto de sus palabras, así que, últimamente había tomado la costumbre de provocarle hasta el límite.

—Si tú quisieras, te serviría en lo que desearas —le dijo algo aturullado.

—¿Ah sí?, ¿en todo?

—Sí, en todo.

Kadesh lanzó una risita que al muchacho le pareció insufrible.

—No seas presuntuoso. Hay determinadas cosas para las que nunca me servirías.

—¿Como cuáles? —preguntó él impaciente.

—¿De verdad no lo sabes? Bueno —continuó pensativa—, es lógico, ya que eres todavía un joven imberbe, sin experiencia alguna en el amor; ¿o acaso tienes alguna que no me has contado?

—Todavía no —dijo algo avergonzado.

—Entonces no veo cómo puedes servirme en el amor. Quizá si fueras un hombre…

—Qué crees que soy pues —dijo Nemenhat claramente irritado mientras se paraba en plena calle.

—Vamos, no te enfades —respondió Kadesh cogiéndolo suavemente por el brazo, e invitándole a continuar—. No digo que en el futuro no puedas satisfacer a cualquier mujer, es tan sólo que aún no has pasado tu pubertad; ¿o me equivoco si digo que aún estás
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.

Aquellas palabras sonaban desconsoladoras para Nemenhat porque, en el fondo, Kadesh tenía razón. Debido en parte a la vida trashumante que había llevado y al desapego que su padre sentía por las tradiciones egipcias, el muchacho no había sido circuncidado todavía; algo insólito para un país en el que, todos los varones al llegar a la adolescencia se sometían a dicha operación. Un hecho, por otra parte, de suma importancia, pues los egipcios consideraban a los pueblos incircuncisos como impuros. Además, debido a esto, en los últimos meses, Nemenhat sufría una gran desazón cada vez que tenía una erección, lo que a veces ocurría con más frecuencia de la que él quisiera.

Continuaron caminando en silencio. Ahora el muchacho parecía realmente afligido, sobre todo por el hecho de que ella lo supiera.

Kadesh que se percataba de todo, se tornó conciliadora.

—No debes preocuparte mucho por eso, pues el tiempo dará solución al problema.

—Yo daré solución al problema —respondió raudo.

—Bien, en ese caso, quién sabe, tras tu
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, hasta puede que todo sea diferente —agregó maliciosa.

Shepsenuré daba los últimos remates a una pequeña mesa de tocador que le habían encargado. El resultado era bueno, bastante bueno según su opinión, aunque no le hiciera sentirse satisfecho. Porque, en los últimos tiempos, Shepsenuré no parecía sentirse satisfecho con nada. Ni tan siquiera los esporádicos trabajos que, como éste aceptaba, le complacían. Si acaso el hecho de ver a su hijo trabajando junto a él, suponía un motivo de alegría. Le observaba y sentía como su corazón se llenaba de cariño y nostalgia a la vez de tiempos pasados. Porque al margen de las penalidades sufridas, recordaba los buenos momentos que había pasado viendo crecer al muchacho y que parecían haber llenado toda su vida. Pero el tiempo había pasado inexorablemente y Nemenhat se estaba haciendo un hombre.

Le causó cierta extrañeza el no haberse dado cuenta de ello antes; sin embargo, al verle ahora cepillando con delicadeza el interior de uno de los cajones del mueble, advirtió el cambio que estaba dando.

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