El ladrón de tumbas (12 page)

Read El ladrón de tumbas Online

Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
4.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

Si los datos de Ankh eran ciertos, la entrada tenía que encontrarse en algún lugar debajo de aquella sala, y al estar el piso tan desgastado no sería difícil distinguir en qué parte se hallaba; sin embargo, no advirtió ninguna diferencia. El egipcio no se desanimó. Su instinto le decía que se hallaba muy cerca; quizá no hubiera prestado la suficiente atención, se dijo animadamente. Esto le llevó de nuevo a inspeccionar el pavimento y al hacerlo reparó en una de las esquinas, en la que las baldosas eran mucho mayores que las de alrededor. Se acercó y repitió la operación golpeando aquí y allá, pero por más que aguzaba el oído, no notaba nada.

«Qué extraño», pensó mientras se sentaba.

Aquellas losetas eran lo suficientemente grandes para poder tapar la entrada. Si había una tumba bajo aquellas ruinas, el acceso debía encontrarse allí.

Caviló durante unos instantes acariciándose la barbilla con gesto adusto y la mirada clavada en el embaldosado; entonces, súbitamente, el rostro se le llenó con una sonrisa.

—Pero ¿cómo puedo ser tan estúpido? —se dijo agachándose de nuevo sobre el piso—. Estas losas son tan grandes que si golpeo junto a los laterales no podré distinguir ninguna diferencia; debo batir en el centro.

Fue tan sutil la diferencia, que al primer golpe ni tan siquiera la notó. Sin embargo, allí estaba, y al repetir la acción por tercera vez, el tono vagamente distinto fue percibido tan claramente por el egipcio, que sintió de nuevo cómo la ansiedad crecía en él irrefrenable.

Utilizando una palanca, Shepsenuré trabajó arduamente hasta que al fin, con sumo esfuerzo, consiguió levantar la baldosa sintiendo a la vez cómo un aire seco y cálido le llegaba desde abajo. Lo notó extrañamente viciado y cargado de misterio, pues no en vano había envuelto aquel panteón, en una comunión milenaria. Shepsenuré lo conocía bien, y no es que le agradara, pero con el tiempo había aprendido a soportarlo como una compañía necesaria. Dejó pasar unos minutos y acercó la lámpara al agujero. Allí había unos escalones, mas no acertaba a ver adonde llevaban. Aseguró una soga alrededor de una de las grandes piedras que, dispersas, cubrían el lugar y tras respirar profundamente desapareció bajo tierra.

Descendió por los escalones muy despacio, sintiéndose envolver paulatinamente por aquella atmósfera pesada y midiendo cada paso; escudriñando con precisión el terreno, alerta ante cualquier indicio que le hiciera suponer de la existencia de alguna trampa. Llegó al último peldaño como una alimaña del desierto, encorvado y vigilante; y más parecía un chacal en busca de su carroña que un hombre.

Un pozo le cerró el paso y esto le hizo fruncir el ceño. No le gustaban nada los pozos, siempre que bajaba por ellos tenía la sensación de que no regresaría; además, en la mayoría de ellos el aire se llegaba a hacer irrespirable. Iluminó la entrada con su lámpara pero no se veía el suelo; así que, con un par de tirones probó la tensión de la soga que llevaba atada a su cuerpo y comenzó a descender.

El pozo no resultó muy profundo y afortunadamente era lo suficientemente ancho como para poder respirar el aire de la noche que, renovado, entraba poco a poco. Mas hasta que no llegó al suelo y estuvo ante la puerta sellada, no resopló aliviado.

Era la tumba más extraña que había visto en su vida. Un corredor central con tres capillas a cada lado formaban su conjunto; pero estaba claro que originariamente había sido diseñada con una sola cámara y que el resto habían sido añadidas con posterioridad para albergar a cinco difuntos más.

Él sabía de la existencia de estos enterramientos múltiples llevados a cabo por los sacerdotes para esconder momias cuyas tumbas habían sido saqueadas; pero era la primera vez que encontraba algo así, y ello le produjo cierto interés. Tan sólo el corredor y una de las cámaras estaban decoradas completamente, el resto sólo teman el enlucido y algunas imágenes pintadas sobre unos murales que habían sido apresuradamente terminados y adecuados para acoger unos inesperados huéspedes.

—Bueno, me da lo mismo quienes sean y por qué les metieron aquí —se dijo el egipcio—. El caso es que sus enseres se encuentran intactos.

Y en verdad que así era, pues todas las cámaras se hallaban repletas de todo tipo de objetos; desde los necesarios para la vida del difunto en el otro mundo, hasta los que habían constituido sus bienes más queridos en éste.

Le llamó la atención el magnífico mobiliario de una de las celas, que contenía camas, arcones, sillas y una pequeña mesa que a Shepsenuré le pareció de gran belleza. Sin duda el artista que la hizo dominaba bien su trabajo.

También la decoración de las paredes del pasillo y la de la capilla original era muy hermosa y diferente a todas las que había visto antes, pues en general se hallaban repletas de textos en escritura jeroglífica muy utilizados en épocas antiguas y de cuyo poder mágico había oído hablar. Él, por supuesto, no era capaz de leerlos pero sí de admirar aquella miríada de símbolos esculpidos en enigmática simetría. Junto a ellos, diversas escenas en relieve representaban a los capataces de las granjas rindiendo cuentas ante un sacerdote que, seguramente, sería el finado.

«¡Tiempos distantes y a la vez tan parecidos!», pensó Shepsenuré.

El resto no eran sino más fórmulas de invocación y algunas estatuas de un hombre de baja estatura envuelto en un sudario con un pilar
djed
(símbolo de estabilidad) entre sus manos y un pequeño bonete sobre su cabeza. Era el dios Ptah, a quien el egipcio conocía bien, pues no en vano era el patrono de los artesanos.

Fijó entonces su atención en las siniestras sombras que se alargaban por la tumba, y al poco se vio registrando cada palmo con una impaciencia que acabó por convertirle en un ser que, frenético, revolvía todo cuanto se encontraba a su alcance. Estuvo a punto de gritar, y hubo un momento en que el corazón pareció salírsele del pecho ante la vista de tantas riquezas. Oro, plata, magníficas joyas de piedras maravillosas de sorprendentes diseños; nunca pudo imaginarse nada igual. No tenía comparación posible con la tumba que descubrió en Ijtawy, pues era tal la cantidad de objetos que allí se hallaban, que bien podría ser digna de un faraón. De rodillas, junto a su modesta lámpara, Shepsenuré llenó sus manos con aquellas alhajas contemplando el extraño brillo que la tenue luz les daba y lanzó una carcajada que retumbó en la cripta con tal estrépito, que pareció llegada del infernal Amenti.

—¿Por qué no vamos esta tarde a la casa de la cerveza? —preguntó Kasekemut.

—Pero si fuimos hace dos días —protestó Nemenhat—. Además volveremos ya anochecido y mi padre me hará probar su bastón.

—Te prometo que estaremos de vuelta antes de que se haga de noche. Venga, Nemenhat, no quiero pasarme toda la tarde de nuevo jugando al cabrito a tierra.

—Tú sabes que regresaremos tarde y me molerán a palos.

—Si vamos, seguro que podremos ver a esas mujeres —dijo Kasekemut en tono malicioso.

—Tú no quieres ver a las mujeres, Kasekemut; lo que quieres es ver a los soldados.

—Bueno, la otra tarde no vimos a ninguno porque era un día adverso, y nadie en su sano juicio se atrevería a acercarse a las mujeres por temor a contraer alguna enfermedad.

—Había algunos mercenarios libios…

—Buah, no me hables de ellos; el viejo Inu tiene razón al decir que son unos inconscientes blasfemos y que no guardan ningún respeto por nuestro calendario.

—Ni por nada —continuó Nemenhat adoptando un aire muy digno.

—Tienes razón —dijo Kasekemut lanzando un escupitajo—. Si pudiera, les echaría a todos de nuestra tierra.

Nemenhat le miró alelado. Se quedaba boquiabierto cada vez que veía a su amigo hablar de aquel modo y, como realmente no sentía en su interior el más mínimo de los patriotismos, se encontraba hechizado al escuchar la vehemencia de las palabras de Kasekemut.

—¿Y quién nos dice que hoy no ocurrirá lo mismo, y sólo veamos a esos mercenarios? —preguntó Nemenhat.

—Imposible, ¿no sabes qué día es hoy? Es veintiuno del primer mes de Peret
[56]
, día favorable donde los haya ya que la diosa Bastet protege a las Dos Tierras.

—¿Estás seguro?

—¡Claro! —contestó categórico—, me lo dijo el viejo Inu.

Y es que para Kasekemut, el viejo Inu representaba toda la sabiduría que un hombre era capaz de poseer, por lo cual le visitaba con cierta frecuencia. En su juventud, Inu aprendió el oficio de alfarero, al que se dedicó toda su vida; pero tenía algunos conocimientos sobre todo tipo de moralejas, que gustaba de recitar a quien le escuchara. Además se ufanaba de conocer la totalidad de los días favorables y adversos de todo el calendario anual. No en vano afirmaba haberlo aprendido de un primo segundo que, según él, había llegado a ser sacerdote web
[57]
(purificado) en el templo de Ra en Heliópolis.

—Hablas de él como si fuera el Jefe de los Observadores
[58]
—replicó Nemenhat distraídamente.

—¿Acaso has oído al «Jefe de los Observadores» darnos buenos consejos? Él no sale de su templo a ver a Kasekemut, ni a nadie de nuestro barrio; pero el viejo Inu siempre tiene una recomendación a mano para quien desee recibirla.

—Bah, está lleno de supersticiones y me parece un viejo gruñón. No deberías dejar que te llenara la cabeza con sus quimeras.

—Más te valdría atenderlas alguna vez —contestó Kasekemut enfurecido— si no acabarás siendo como los que vienen de Retenu (Canaán).

Nemenhat no terminaba de entender el porqué de aquella animadversión hacia los extranjeros pues, que él supiera, ninguno había ocasionado molestia alguna a Kasekemut o a alguien de su familia. Por otro lado, en Egipto se les trataba con hospitalidad y la convivencia con ellos era en general buena. Pero Kasekemut sólo pensaba en devolver a su pueblo una gloria perdida hacía ya mucho tiempo. Vivía obsesionado con las hazañas de los grandes dioses guerreros, Tutmosis III o el gran Ramsés II, a los que, por otra parte, siempre tema en su boca. En realidad entre ambos muchachos había poco en común, si acaso, el que los dos fueran huérfanos de madre, cosa por otra parte bastante corriente entre los niños de su edad. Pero Nemenhat no soñaba con conquistar ningún pueblo, ni mucho menos en sojuzgarle; para él las cosas estaban bien como estaban, sobre todo cuando recordaba las penurias de los años pasados. Así que no tenía intención de pasarse la vida guerreando contra nadie; y no es que fuera cobarde, que no lo era, simplemente no sentía el menor amor castrense. A él lo que de verdad le gustaba era acompañar a su padre a las tumbas; ése era su gran secreto, y nadie lo sabría jamás. No en vano los dioses le habían favorecido con una virtud inestimable, la prudencia.

A pesar de sus diferencias, mantenían una buena relación, en la que Kasekemut no dejaba de reconocer el sentido común de su amigo que constantemente moderaba su alocado ímpetu.

Nemenhat acabó cediendo y consintió en acompañar a su amigo a la taberna. Como ésta se encontraba junto a los muelles y el trecho era largo, decidieron ponerse en camino de inmediato. La tarde, aunque soleada, era fresca pues la brisa del norte, a la que los egipcios llamaban «el aliento de Amón», soplaba con persistencia. Era por eso por lo que a su paso, muchas mujeres y niños se afanaban en recoger el estiércol que caía en la calle y que más tarde mezclarían con paja para calentarse en las noches de invierno. Las funciones orgánicas eran vistas como algo natural, por lo que la gente solía realizarlas en alguna esquina de la calle o en cualquier lugar algo apartado sin ningún tipo de pudor. Esto era motivo de broma para ambos amigos, que se enzarzaban con otros niños lanzándoles los excrementos que encontraban a su paso. En esto, Nemenhat era un auténtico virtuoso, y los arrojaba con tal precisión que no fallaba ningún blanco; ello naturalmente, producía un gran regocijo a Kasekemut que celebraba cada diana con grandes carcajadas.

Era ya más de media tarde cuando llegaron a la taberna. Atendía al nombre de «Sejmet está alegre», lo que no dejaba de ser paradójico, pues Sejmet
[59]
no se caracterizaba precisamente por su buen carácter; pero éste era el nombre y el lugar estaba de moda entre la soldadesca. También solían acudir algunos extranjeros, pequeños comerciantes y gentes de paso que encontraban, aparte de una buena cerveza y un vino decente, un lugar donde solazarse; porque, a diferencia de otros países, en Egipto las prostitutas no trabajaban en las calles, acostumbrando a ofrecer sus servicios en establecimientos de este tipo.

En la puerta había una gran aglomeración entre los que entraban y salían y como éstos solían hacerlo totalmente ebrios, eran apartados a empujones lo que provocaba alguna que otra disputa.

—¡Lo ves!, ya te dije que hoy habría mucha gente. El viejo Inu no se equivoca nunca —exclamó Kasekemut.

—Pero no veo muchos soldados —replicó Nemenhat.

—Suelen venir algo más tarde; con un poco de suerte hasta quizá veamos a Userhet. Tiene por costumbre aparecer cuando acaba su jornada en la escuela de oficiales, ¿sabes?

—A lo mejor ya ha llegado.

Esto hizo aflorar un gesto de duda en el rostro de Kasekemut y de inmediato se acercó a uno de los que salían de la taberna.

—¿Está Userhet dentro? —preguntó a un extranjero mientras le tiraba de su túnica.

—¿User… qué? —balbuceó éste.

—Userhet, Userhet, ¿acaso no sabes quién es? —exclamó Kasekemut asombrado.

El desconocido bizqueó, se encogió de hombros y se alejó dando traspiés.

—Bah. ¡Es inútil hablar con esta gente, Nemenhat! ¿Te das cuenta como tengo razón?

—Quizá deberías preguntar a algún soldado.

Kasekemut se rascó la cabeza y sonrió.

—Tienes razón. Será la única forma de saberlo.

Así pues, se sentaron en el suelo y esperaron a que saliera alguno.

—¿Por qué tienes tantas ganas de ver a Userhet? —preguntó Nemenhat a la vez que tiraba piedrecillas contra un muro cercano.

—Porque es el guerrero más fuerte que hay en Egipto —contestó categórico.

—¿Y tú cómo lo sabes?

Kasekemut le miró confundido.

—Pues porque lo sé. Todo el mundo lo sabe —continuó algo exasperado—. En los torneos de lucha ha derrotado a todos los campeones que hay en el ejército. Dicen que hasta el dios le honra con su amistad.

Luego, mirando extrañado a su amigo, continuó:

—¿De verdad que no has oído hablar de él?

Other books

THIEF: Part 2 by Kimberly Malone
The Color of Law by Mark Gimenez
Princess by Christina Skye
More Than Blood by Amanda Vyne
An Officer and a Princess by Carla Cassidy
Nothing by Barry Crowther
The Black Shard by Victoria Simcox