El ladrón de tumbas (16 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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«Este hombre es diferente —pensaba—. Capaz de compartir silencios.»

Y eso le gustaba.

Así pues, lo que al principio fueron saludos y más tarde conversación acabó con el tiempo convirtiéndose en amistad. Pronto descubrieron numerosas cosas en común que les habían acaecido en sus azarosas vidas; empezando porque los dos habían perdido a sus esposas de la misma forma, durante el parto.

El único que no estaba dispuesto a compartir silencios era Min, pues a su naturaleza alborotadora unía una pasión desmedida por la bebida, lo que, en ocasiones, le podía llegar a convertir en un tipo peligroso. Su problema era la falta de mesura y cuando bebía más de la cuenta era harto difícil de sujetar. En realidad, más bien parecía que todos los vicios anidaran en él, pues a su afición por el vino, unía una lascivia insaciable que le hacía acosar constantemente a cuantas mujeres se ponían a su alcance.

Dentro de «Hathor está en fiesta», las prostitutas le rehuían como al demonio, pues aparte de las «virtudes» ya mencionadas, Min era poseedor de un miembro tan descomunal, que la mayoría de ellas no estaban dispuestas a aceptar ni por todo el oro del Sinaí.

Sólo Seneb era capaz de frenar tan bárbara naturaleza.

—¡Min, maldito sodomita, mañana te sacaré el corazón y lo arrojaré a los chacales!

Aquéllas eran palabras mágicas, pues producían un efecto instantáneo. Min abría los ojos desmesuradamente y quedaba paralizado. En su mente imaginaba al viejo haciéndole una abertura, como las que le veía practicar a diario en los cadáveres en el lado izquierdo de su abdomen, para meter después la mano en busca de su corazón, que arrancaba sin compasión. Luego lo extraía y con una carcajada lo lanzaba para que lo devorara Ammit (la devoradora de los muertos)
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.

Esto hacía sumirle en un prolongado silencio cual pecador penitente. Su alma estaba condenada.

Con el tiempo, Shepsenuré y Seneb ganaron en confianza y pronto hicieron referencia a su aventurado pasado, incierto presente y esperanzador futuro.

Shepsenuré se dio cuenta enseguida de que Seneb era un hombre de grandes conocimientos, por lo que anduvo muy cauto a la hora de hablar de su vida procurando no conversar sobre temas comprometedores.

Aun así, Seneb fue capaz de advertir un cierto poso de amargura en las palabras de su amigo. Un inconsciente tormento que a veces mezclaba con una rabia fugaz, pero a la vez incontrolable. El hecho de que Shepsenuré no reprimiera su irreverencia hacia los dioses era considerado por Seneb como algo singular, aunque en modo alguno fue óbice para cultivar su incipiente amistad. Una relación paradójica en sí misma, pues unía a dos individuos procedentes de estratos bien diferentes. Seneb había sido educado desde su niñez en el interior de los templos, el único lugar capaz de proporcionar conocimientos a un hombre en aquellos tiempos, y había sido iniciado en complejos ritos que requerían una profunda sabiduría, no solamente del panteón egipcio, sino de las diversas liturgias encaminadas a la salvación final del alma. Sin embargo, para Shepsenuré, el mejor alivio para el alma era el magnífico vino de Per-Uadyet (Buto).

—Mi
ba
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se siente dichosa al paladear este elixir —decía Shepsenuré entrecerrando los ojos—. Créeme si te digo que no hay nada mejor que los dioses pudieran ofrecerme.

—No digas eso y mira a tu alrededor. Los dioses no paran de ofrecerte cosas maravillosas, pero tu alma no las ve —contestaba Seneb.

—Será porque ya ha visto suficiente y es con lo único que queda en paz.

Seneb torcía la boca en un gesto muy característico que le daba una expresión grotesca a su ya de por sí sombrío aspecto.

—Te equivocas al decir eso, la paz del vino es efímera como todo lo demás aquí. Sólo el tribunal de Osiris te dará el sosiego eterno.

—Ya sabes lo que opino de eso, Seneb. Pruebas en mi vida terrena, juicios en el Más Allá, pesaje del alma, inocencia o culpabilidad; para al final ser devorado por Ammit. Quien me devorará con toda seguridad serán los gusanos si tú no lo remedias.

—No creas que me escandalizan tus palabras, ni tampoco voy a intentar convencerte de la conveniencia de estar en armonía con los dioses. Pero me entristece el que te niegues a la inmortalidad; vivir así, sin expectativas…

—Ellas siguen su camino, Seneb.

—¿Y cuáles son? ¿Adónde te llevan? Haces magníficos muebles y sin embargo ello no es suficiente; y si no eres capaz de darte cuenta que formamos parte de un todo, nunca lo será.

—Lo siento, Seneb —dijo mirándole francamente a los ojos—. Has sido educado desde niño en las ancestrales enseñanzas que hacen a nuestro país tan diferente a los demás y ello te da una perspectiva distinta de cuanto nos rodea; pero yo no soy como tú. Como la mayoría, no sé leer ni escribir y no creas que me avergüenzo de ello. Mas no tengo el menor respeto por los dioses, y la posibilidad de ganar los Campos del Ialu hace mucho tiempo que la perdí.

Cuan extrañas sonaban aquellas palabras en los oídos de Seneb, principalmente, al no venir de ningún extranjero. Extrañas sin duda, pues era bien sabido que el egipcio era, con diferencia, el más religioso de los pueblos. País de dioses sin fin, que le insuflaban su hálito vital manteniéndole en constante renacimiento. ¿Qué ocultas razones habían llevado a Shepsenuré a pensar así?

«Algo oprime su corazón —pensaba Seneb—. Algo que ofusca su razón
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, hasta el punto de negar a su alma la salvación. ¿Un egipcio que renuncia a la otra vida? Inconcebible.»

Para Nemenhat, la marcha de su amigo había supuesto un gran cambio en su vida. Ahora pasaba más tiempo ayudando a su padre en el taller, lo cual hizo que alcanzara un nivel más que aceptable.

—Debes tener algún oficio a los ojos de los demás para poder disfrutar de los bienes acumulados —solía decirle su padre.

Él movía la cabeza afirmativamente, aunque no sintiera el más mínimo interés por la carpintería. Sólo se encontraba feliz vagando por los campos en los lindes del desierto y acompañando a su padre al interior de alguna tumba. Éste, que conocía de sobra las aficiones de su hijo, solía advertirle seriamente.

—Olvídate de eso, Nemenhat. Tienes riquezas suficientes para toda tu vida, la de tus hijos, y la de los hijos de tus hijos. Si eres imprudente, tarde o temprano serás descubierto; recuérdalo siempre, los tiempos de desesperación ya pasaron.

Pero no era el ansia de acumular tesoros lo que seducía a Nemenhat, no; era otra cosa. Era el seguir el rastro de alguna tumba largo tiempo perdida, el ser capaz de hallar su entrada, el ser el primero en poder entrar en ella desde tal vez más de mil años; admirar sus murales y magníficos ajuares con la permanente excitación que lo prohibido produce; eso era lo que le fascinaba.

Las visitas que de vez en cuando rendía Seneb a su casa, hizo que con el tiempo el muchacho le cogiese afecto. Además sentía una gran curiosidad por su oficio, siempre rodeado de misteriosas ceremonias.

Así que, cuando podía se encaminaba hacia la Tienda de Purificación en las afueras de Menfis, ansioso de poder averiguar algo sobre tan antiguos ritos. Mas siempre se encontraba con el gigantesco negro que le cortaba el paso, prohibiéndole la entrada.

—Vamos, Min, déjame pasar, te prometo que no diré nada de cuanto vea.

—Imposible; aquí sólo pueden entrar los iniciados o los muertos —contestaba el africano adoptando un aire petulante.

—Es que quiero que Seneb me inicie, ¿comprendes?

—Claro, pero como traspases esa puerta lo que iniciarás será una caída hasta el canal que pasa bajo la colina.

—Sólo quiero ver un poco por encima, Min. Nadie se enterará.

—Yo me enteraré.

—Si me dejas pasar te enseñaré a manejar mi honda, ¿sabes que puedo acertarle a un blanco a doscientos codos?

Min enarcaba una de sus cejas mientras le miraba burlón, pues aunque conocía la destreza del muchacho, le gustaba mortificarle.

—Secretos por secretos; si me dejas entrar yo te contaré cosas que te pueden interesar.

—¿Qué puede interesarme de ti? —contestaba el hombre de ébano despectivo.

—Ya te digo, cosas. Conozco todo lo que ocurre en el barrio, y sé de buena fuente que podría haber alguna mujer interesada en ti, ya sabes…

Ahí acertaba de lleno sobre el corazón de Min, que se revolvía furioso.

—Maldito mocoso, no juegues con eso si no quieres sentir mi furia en tus carnes —bramaba incontrolable.

El muchacho se desternillaba de risa y comenzaba a hacerle todo tipo de burlas originando un gran revuelo.

A veces era el viejo embalsamador quien salía del recinto a amonestarle gravemente.

—Sabes que no te está permitida la entrada aquí; sé un buen egipcio y respeta nuestras tradiciones.

Con esto quedaba zanjada la cuestión y Nemenhat solía dar la vuelta y regresaba a Menfis lanzando piedras a todo lo que se movía.

Seneb tenía una hija que se llamaba Nubet, último vestigio de su amada esposa a la que perdió durante su parto. Ni qué decir tiene que Seneb la adoraba; era luz en su camino y cauce del infinito amor que su corazón sentía por ella.

La había educado lo mejor que pudo, lo cual supuso una instrucción muy superior a la de la mayoría; haciéndola comprender desde temprana edad, la tierra en la que vivía y la obligada veneración hacia sus dioses. Creció en la seguridad de la existencia de un equilibrio inmutable que había de respetar y mantener. Un equilibrio con el que, desde los albores de su civilización, los dioses habían bendecido a su país construyendo la base sobre la que se sustentaban la verdad, la justicia y la armonía. Todo esto quedaba definido por una sola palabra, Maat, en cuyas reglas había sido aleccionada.

Siendo Seneb, como era, tan apegado a las costumbres y viejas tradiciones del país de Kemet, no pudo por menos que elegir para ella un nombre de rancio abolengo; Nubet. Nombre de princesa antigua; quintaesencia de sabores ya casi olvidados, que se perdían en la leyenda de los dioses pretéritos. Esposa, madre y bisabuela de faraones
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. «Cuando camina, lo hace con el porte de la reina que tuvo su nombre; bendición de Isis para un pobre viejo», suspiraba Seneb.

Dos años menor que Nemenhat, Nubet se encontraba en una adolescencia consagrada por completo a su padre. Ella se ocupaba de los quehaceres diarios de la casa. Iba al mercado temprano disfrutando del aire fresco que la mañana le traía desde los palmerales, mientras se mezclaba entre la gente. Le encantaba pararse ante los puestos y ver cómo los comerciantes hacían del regateo un arte. Ese espíritu festivo que se respiraba era el alma de su pueblo, como había oído decir muchas veces a su padre.

Cuando regresaba a su casa, ya avanzada la mañana, amasaba pan y cocía algunas tortas en el pequeño horno que tenían, y hacía un hatillo junto con un poco de queso tierno y algunos dátiles para llevárselo a su padre. Tan frugal tentempié era más que suficiente para el viejo Seneb, al que el hecho de ver a su hija, le satisfacía más que el mejor de los bocados. Otra cosa bien distinta era Min, poseedor de un apetito devorador. Según él, había pasado tantas penurias durante su niñez, que necesitaría toda la vida para poder resarcirse. Por ello era usual que, al regresar al atardecer, Nubet le tuviera preparado algún menú suculento que comía hasta no poder más. Min reverenciaba a la muchacha, guardándola como si de una hermana se tratara y velando por ella en todo momento.

A veces se encontraba con Nemenhat, que había estado merodeando y volvía cariacontecido al no haber podido entrar. Nubet le conocía de verlo deambular por el barrio en compañía de Kasekemut por quien sentía, dicho sea de paso, una irremisible fobia; y es que la vehemencia del muchacho no se encontraba precisamente entre las virtudes que Nubet valoraba. Por Nemenhat sentía cierta curiosidad, pues solía comportarse, por lo general, con una reserva y prudencia que eran la antítesis de su amigo. De hecho, ella no comprendía cómo podía existir aquel vínculo de amistad entre dos personas tan dispares.

Al verla, Nemenhat dejaba de tirar piedras y adoptaba un aire digno con el que ocultaba la timidez que sentía hacia ella. Era el paso normal por la adolescencia; su cuerpo avanzaba hacia la madurez más deprisa de lo que lo hacía su mente, lo que le daba una inseguridad manifiesta ante Nubet que, aunque de menor edad, ya pensaba como una mujer.

Al cruzarse con ella, el muchacho balbuceaba algunas palabras de saludo y seguía su camino, pues era tal el respeto que sentía por Seneb, que inconscientemente evitaba a su hija.

Nubet, que se daba cuenta de esto, le sonreía levemente al pasar, correspondiendo al saludo sin detenerse. Ella había llegado ya a la edad en que la mayoría de las egipcias elegían marido, pues era costumbre en el país de Kemet, que las mujeres celebraran su boda durante la adolescencia. Pero mientras el resto de chicas no tenían otra cosa en la cabeza más que el momento en que se desposaran, ella pensaba en lo feliz que habría sido si hubiera podido ingresar en los templos como adoratriz de Isis o incluso como concubina de Amón
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; mas como bien sabía, dichos puestos estaban reservados para los familiares de los sacerdotes y altos cargos del Estado
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. Hasta las mismísimas hijas del faraón rendían servicios ante el dios Amón; siendo considerado además como un gran honor hacia ellas.

Cierto que hubiera podido entrar al servicio de algún templo, como cantora o bailarina, pero no era su deseo el amenizar banquetes, funerales o cualquier otra celebración de este tipo, organizada por los templos. Su única ilusión era el poder convertirse en Sacerdotisa del dios, en
hemet-neter.

Pero como solía decir su padre:

—Hija mía, a veces no podemos elegir el camino que nos gustaría recorrer; por eso debemos valorar lo que los dioses nos han dado sin pensar en irrealizables quimeras. Nada es lo que parece, sólo el que es fiel a la Regla, colma de felicidad su corazón; recuérdalo.

Sabios consejos sin duda, aunque internamente se revelara ante la idea de acabar como la mayoría de las muchachas, buscando marido y amamantando niños. Y no es que no le gustara, puesto que adoraba a los niños; no era eso, era el hecho de poseer conocimientos muy por encima de los de la mayoría y no poderlos utilizar más que para sí misma.

«Porque, ¿de qué me vale —pensaba— el poder descifrar los textos que los dioses antiguos nos dejaron grabados en la piedra? ¿O el recitar secretas liturgias que sólo se aprenden en la Casa de la Vida y que mi padre me ha enseñado durante años? Y es que, para traer un hijo al mundo cada año, como es común; ocuparme de los quehaceres domésticos y cuidar de un esposo, no necesito el haber estudiado tanto. ¿De qué me vale?»

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