—Si quiero convertirme en tu aprendiz debo saber hasta dónde llega tu poder.
—¿Y ya estás satisfecho? —dijo la casa.
—Casi —respondió Harvey.
—¿Qué más quieres?
Es verdad. ¿Qué más? pensó Harvey. Su mente estaba dando vueltas sobre aquellas ridículas listas. Quedaba poco por pedir.
—Puedes disponer de un regalo final —dijo la casa Hood—. Una prueba final de mi poder. Luego, tendrás de aceptarme como tu maestro para siempre. ¿De acuerdo?
Harvey sintió que un reguero de sudor le bajaba por su espina dorsal. Contempló la destartalada casa con su mente a toda marcha. ¿Qué faltaba por pedir?
—¿De acuerdo? —repitió la casa.
—De acuerdo —respondió.
—Entonces, dime, ¿qué quieres?
Miró los pequeños animales alrededor del arca, las flores y la comida que llenaba la entrada. ¿Qué iba a pedir? Una demanda final que rompiera la espalda a Hood. Pero ¿qué?
De la parte del lago llegó un soplo de aire muy frío. El otoño no tardaría en llegar. La estación de las cosas que mueren.
—¡Ya lo sé! —dijo al fin.
—Dime —contestó la casa—. Dímelo y demos por terminado este juego de una vez por todas. Quiero tu ardiente alma bajo mi ala, pequeño ladrón.
—Yo quiero las estaciones —dijo Harvey—. Todas las estaciones enseguida.
—¿Enseguida?
—¡Sí, enseguida!
—¡Esto no tiene sentido!
—¡Pero es lo que quiero!
—¡Estúpido! ¡Imbécil!
—¡Es lo que quiero! ¡Has dicho un deseo más y basta!
—Muy bien —dijo la casa—. Voy a dártelo. Y en cuanto lo tengas, tu alma será mía.
Hood no perdió el tiempo. Apenas acababa de hacer su oferta final a Harvey, aquel viento fragante aumentó brutalmente de fuerza, llevándose las nubes de algodón que hasta entonces habían adornado el cielo estival. En su lugar, vino un cúmulo nimbo del tamaño de una montaña que se extendió por encima de la casa, como una sombra proyectada contra el cielo.
En sus oscuras entrañas había más que rayos y truenos. Estaban las ligeras lluvias que caían a primeras horas de la mañana para fijar las semillas de otra primavera; estaban las tristes nieblas del otoño, y también las nieves cíclicas que habían enmarcado tantas y tantas noches de Navidad en la casa. Ahora venían simultáneamente los tres fenómenos —lluvias, nieves y nieblas— fundidas en un aguanieve que lo cubría todo menos el sol. Habría matado de frío las flores del montículo si antes no se las hubiera llevado el viento, arrollándolas con tanta fuerza que cada pétalo y cada hoja volaban separados de sus tallos.
Situado en la línea frontal entre aquella corriente fragante y la contrapuesta cortina de hielo y brumas, Harvey apenas podía mantenerse en pie. Pero abrió las piernas y plantó sus pies en el suelo, dispuesto a resistir cada ráfaga y cada embate, sin intención de buscar refugio. Podía ser la última vez que contemplara una cosa así, como espíritu libre; naturalmente, como espíritu viviente. Valía la pena disfrutarlo.
Era un espectáculo digno de ver; una batalla única en el planeta.
A su izquierda, los rayos del sol se clavaban en las nubes de tormenta en nombre del verano, solamente suavizados por las nieblas de otoño; mientras que, a su derecha, la primavera movilizaba sus legiones de plantas y tierra, viendo luego cómo sus vástagos eran asesinados por las heladas de invierno, antes de que pudieran mostrar sus colores.
Ataque tras ataque, todos eran realizados y repelidos; los toques de diana y retirada sonaban cien veces, pero ninguna estación era capaz de gobernar el día. Pronto fue imposible distinguir entre victorias y derrotas. Los avances y los repliegues, las dispersiones y los cercos; todo se convirtió en una confusión. Las nieves se mezclaban con las aguas al caer; las lluvias se convertían en vapor, y el sudor alimentaba nuevos brotes con la putrefacción de sus hermanos.
Y en alguna parte, en medio del caos, el poder que lo había causado levantó la voz, encolerizado, pidiendo que cesara.
—¡Ya basta! —gritaba la casa Hood—. ¡Ya basta!
Pero su voz —otrora tan terriblemente autoritaria— se había debilitado. Sus órdenes no eran captadas; o, si lo eran, no se obedecían.
Las estaciones seguían luchando, lanzándose unas contra otras, con raros abandonos. A su paso, destrozaban la casa, ya que ésta se hallaba en el centro mismo del campo de batalla.
Las paredes, que ya habían empezado a debilitarse al disminuir el poder de Hood, fueron derribadas por el viento enfurecido. Las chimeneas se derrumbaron tras de ser alcanzadas por los rayos. Los pararrayos trabajaron tanto que se fundieron y cayeron sobre el tejado, desnudo ya de pizarra, en una lluvia de fuego que incendió todo tablón de madera, barandilla o mueble que alcanzara. El porche, aporreado por el granizo, quedó hecho astillas. La escalera, después de balancearse sobre sus cimientos por la acumulación de escombros a su alrededor, se desplomó como un castillo de naipes.
Harvey miraba de reojo la cara de la tormenta y era testigo de lo que ocurría, disfrutándolo de lo lindo. Había venido a la casa en busca de los años que Hood le había quitado, pero nunca se le había pasado por la cabeza que fuera capaz de derrumbar el edificio. Y sin embargo, allí estaba, cayéndose ante sus ojos. El intenso ruido del viento y de los truenos no fue suficiente para ahogar el estruendo de la casa al desplomarse y quedar convertida en polvo. Cada clavo, cada larguero y cada ladrillo parecían chillar a un tiempo. Un lamento de dolor que solamente el olvido podía aliviar.
A Harvey se le negó la oportunidad de dar la última ojeada a Hood en sus postreros momentos. Una nube de polvo se levantó como un velo para obstruir su visión. Pero él supo que su batalla con el rey vampiro había llegado a su fin cuando las estaciones cesaron en sus hostilidades y se restauró la paz. El cumulo nimbo suavizó su furia y se dispersó; el viento se convirtió en una agradable brisa; el sol feroz se apaciguó y se cubrió de niebla.
No obstante, quedaban en el aire restos de la tormenta; pétalos y hojas, polvo y ceniza. Todo cayó como una lluvia de sueños, aunque su caída marcó realmente el final de un sueño.
—¡Oh, mi niño...! —gritó la señora Griffin.
Harvey se volvió hacia ella. Se hallaba a pocos metros de él, mirando al cielo. Había un pedazo de azul sobre sus cabezas; la primera visión del cielo real que aquellas pocas hectáreas de terreno habían visto desde que Hood había fundado su imperio de ilusiones. Pero no era aquel trozo de azul lo que miraba, sino una congregación de luces flotantes —las mismas que Harvey había visto alimentar a Hood en el ático— que habían sido liberadas por el colapso de la casa. Ahora formaban una corriente que se dirigía directamente al lago.
—Las almas de los niños —dijo ella. Su voz se agudizaba a medida que pronunciaba las palabras—. ¡Qué bello!
Harvey vio que su cuerpo ya no era sólido. Palidecía ante sus ojos.
—Oh, no —murmuró.
Ella, apartó los ojos del cielo y bajó su mirada al gato que sostenía en sus brazos, el cual también se volvía etéreo.
—Míranos —dijo la señora Griffin, con una sonrisa en su difusa cara—. ¡Es tan maravilloso!
—Pero usted está desapareciendo.
—Ya me he consumido aquí demasiado tiempo, hijo mío —dijo. Había un brillo de lágrimas en su cara, pero eran lágrimas de gozo, no de tristeza—. Ya es hora de irnos... —Siguió acariciando al gato
Stew
mientras iban desapareciendo de su vista—. Tú tienes el alma más brillante que nunca he conocido —dijo—. Sigue brillando. ¿Lo harás?
Harvey hubiera deseado tener palabras para persuadirla de quedarse un poco más. Pero aunque las hubiera tenido, sabía que habría sido egoísta en pronunciarlas. La señora Griffin se iba a otra vida donde todas las almas brillaban.
—Adiós, niño —continuó diciendo—. Dondequiera que vaya, hablaré de ti con cariño.
Luego, su fantasmagórica figura desapareció, dejando a Harvey solo en las ruinas.
No iba a estar solo mucho tiempo. Apenas desaparecida la visión de la señora Griffin y el gato
Stew,
Harvey oyó una voz que le llamaba por el nombre. El aire estaba todavía turbio por el polvo y tuvo que buscar mucho para encontrar a la persona que hablaba. Pero, al fin, la vio corriendo hacia él.
—¿Lulu...?
—¿Quién, si no? —dijo riendo.
Estaba aún empapada del agua sucia del lago, pero al deslizarse ésta por el cuerpo y caer al suelo, los últimos restos de sus escamas plateadas se fueron con ella. Cuando le abrió los brazos, ya eran brazos humanos.
—¡Estás libre! —dijo, corriendo a su encuentro. Luego la abrazó fuertemente y dijo—: ¡No puedo creer que estés libre!
—Todos somos libres —respondió ella, volviendo la mirada hacia el lago.
Era una visión extraordinaria: una procesión de niños riendo, acercándosele a través de la niebla. Los que estaban más cerca ya habían recuperado su forma humana; los que estaban más atrás, todavía se sacudían lo que les quedaba de pez en el cuerpo.
—Deberíamos salir todos de aquí —dijo Harvey, mirando hacia el muro—. No creo que ahora tengamos ninguna dificultad en atravesar aquella pared de niebla.
Uno de los niños que estaba detrás de Lulu
había
descubierto, en las ruinas de la casa, una caja que contenía prendas de vestir, y al anunciarlo a los demás, todos se precipitaron hacia allí para encontrar algo que ponerse. Lulu dejó a Harvey para unirse a la búsqueda, pero no antes de haberle dado un beso en la mejilla.
—No esperes ninguno de mí —se oyó una voz entre el polvo; y apareció Wendell, riéndose de oreja a oreja—. ¿Qué has hecho, Harvey? —dijo ante aquel caos—. ¿Desmontar la casa ladrillo a ladrillo?
—Algo parecido —respondió Harvey, incapaz de disimular su orgullo.
Del lago llegaba un ruido continuo e intenso.
—¿Qué es esto? —preguntó Harvey.
—El agua se va —respondió Wendell.
—¿Adonde?
—¿A quién le importa? —dijo—. ¡A lo mejor se va todo directamente al infierno!
Deseoso de verificarlo, Harvey se acercó al lago, y a través del polvo que había en el aire, comprobó que se había convertido realmente en una poza. Aquellas aguas, antes inmóviles, formaban ahora un gran remolino.
—A propósito, ¿qué le ha pasado a Hood? —preguntó Wendell.
—Se ha ido —respondió Harvey, casi magnetizado por la visión de la vorágine—. Todos se han ido.