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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico

El ladrón de días (16 page)

BOOK: El ladrón de días
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—¡Tú! —respondió Rictus—. Tú crees saberlo todo, pero no conoces al señor Hood.

—Dentro de muy poco lo voy a conocer —afirmó convencido Harvey—. Vaya a calentarse —añadió hacia la señora Griffin—. Luego iré yo.

—Ten cuidado, hijo.

—Lo tendré —respondió. Y luego cerró la puerta.

—Eres un tipo raro —dijo Rictus, con su sonrisa un poco decaída. Su cara, cuando sus dientes no deslumbraban, era como una máscara hecha de masa de harina. Dos rendijas como ojos y una burbuja por nariz—. Yo podría sacarte el cerebro por las orejas —continuó, ya sin música en su voz.

—Puede que sí —respondió Harvey—. Pero no lo vas a hacer.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque tengo una cita con tu dueño.

Empezó a caminar hacia el pie de la escalera, pero antes de llegar, vio una figura movediza ante él. Era Jive, y llevaba un plato con pastel de manzana y helado.

—Hay un largo trecho de escalera —dijo—. Es mejor que antes pongas algo en tu estómago.

Harvey observó el plato. El pastel era marrón y dorado, espolvoreado con azúcar, y el helado se fundía en una mezcla blanca y dulce. Desde luego, era tentador.

—Adelante —dijo Jive—. Te mereces un convite.

—No, gracias —respondió Harvey.

—¿Por qué no? —quiso saber Jive, dando una vuelta completa sobre sus talones—. Es más ligero que yo.

—Pero sé de qué está hecho —respondió Harvey.

—Manzanas, canela y...

—No —le interrumpió Harvey—. Sé de lo que está hecho realmente.

Volvió a mirar el pastel y por un momento le pareció entrever la verdad: el polvo gris y las cenizas de los que estaba hecha aquella ilusión.

—¿Crees que está envenenado? —preguntó Jive—. ¿Crees que lo está?

—Puede —respondió Harvey, aún mirando el pastel.

—Pues no lo está, y voy a demostrártelo.

Harvey oyó a Rictus emitir una voz de alarma detrás de él, pero Jive no la captó. Hundió los dedos dentro del pastel y del helado. Luego, en un movimiento rápido, se llevó a la boca un trozo. En el momento de cerrar la boca, Rictus le gritó:

—¡No lo tragues!

Nuevamente era demasiado tarde. La comida fue ingerida de un solo trago. Un instante después, Jive dejó caer el plato y empezó a golpearse el estómago con los puños cerrados, tratando de devolverlo. Pero en lugar de pastel medio mascado, lo que salió de entre sus dientes fue una nube de polvo. Luego otra, y luego otra.

Casi sin poder ver, Jive agarró a Harvey por el cuello.

—¿Qué... has... hecho?—murmuró, tosiendo.

Harvey no tuvo dificultad en soltarse.

—Todo es polvo —dijo—. ¡Mierda, polvo y ceniza! ¡Toda la comida! ¡Todos los regalos! ¡Todo!

—¡Ayúdame! —gritó Jive, desgarrándose la boca—. ¡Que alguien me ayude!

—Ahora, ya no hay ayuda posible para ti —dijo una voz solemne.

Harvey se volvió. Era Rictus quien había hablado; y ahora retrocedía tapándose la cara con las manos. Dirigió una mirada a Jive por una rendija entre sus dedos y le rechinaban los dientes mientras declaraba la horrible verdad:

—No debiste comer de ese pastel. Recuerda a tu barriga de lo que tú estás hecho.

—¿Y qué es? —preguntó Jive.

—Lo que el niño ha dicho —respondió Rictus—. ¡Mierda y ceniza!

Jive se echó la cabeza hacia atrás, gritando: «¡Nooooo!», pero por más que abriera la boca para negarlo, la verdad salía de entre sus dientes: nuevos torrentes secos de polvo que fluían de su garganta y pasaban a sus dedos. Era como un mensaje fatal que se transmitía de una parte a otra de su cuerpo. Tocados por el polvo, sus dedos empezaron a quebrarse; al caer sus trozos, sembraban el mismo aviso de descomposición a los muslos, a las rodillas y a los pies.

Empezó a derrumbarse; pero, en una pirueta final, dio una vuelta y se agarró a la barandilla.

—¡Sálveme! —gritó angustiado, dirigiendo la voz hacia arriba—. ¡Señor Hood!, ¿puede oírme? ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Sálveme!

Sus piernas se desmoronaron; pero aún rehusó rendirse. Empezó a subir la escalera, arrastrándose y llamando aún al señor Hood para que detuviera su destrucción inminente. Sin embargo, no llegó ninguna respuesta de las alturas de la casa ni tampoco ninguna palabra de Rictus. Sólo se oían las súplicas y los gemidos de Jive y el siseo del polvo en los escalones, polvo que caía del saco de su cuerpo a medida que se iba vaciando.

—¿Qué pasa? —preguntó Wendell, que venía de la cocina con kétchup en los bordes de la boca.

Se quedó mirando la enorme nube de polvo que envolvía los primeros peldaños de la escalera, pero no pudo ver la criatura que había en el centro. Harvey, sin embargo, estaba más cerca de la nube y fue testigo de los terribles momentos finales de Jive. La criatura moribunda subió la escalera, ayudándose de una mano casi sin dedos, en la espera —aun al término de su vida— de que su creador viniera a salvarla. Poco después se desplomó sobre los peldaños y sus últimos fragmentos se desmigajaron.

—¿Alguien ha estado quitando el polvo de las alfombras? —preguntó Wendell cuando el polvo de Jive ya se había posado.

—Ya van dos —murmuró Harvey para sí mismo.

—¿Qué dices? —preguntó Wendell.

Antes de contestar, Harvey miró hacia el pasillo por si podía ver a Rictus. Pero el tercer servidor de Hood había desaparecido.

—No importa —aseguró Harvey—. ¿Ya has terminado de comer?

—Sí.

—¿Estaba buena la comida?

—Sí —respondió Wendell con cara de satisfacción—. Ahora puedo ir contigo.

Harvey movió la cabeza negativamente.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Wendell.

Harvey estaba a punto de contestar: «Quiere decir que no puedes ayudarme; quiere decir que tengo que subir yo solo a enfrentarme con el señor Hood». Pero, ¿para qué? La casa había seducido enteramente a Wendell. Iba a ser más un estorbo que una ayuda en la batalla que tenía enfrente. Por ello, en su lugar, dijo:

—La señora Griffin está allí fuera.

—¿Así que la encontramos?

—Sí. La encontramos.

—Iré a decirle hola —dijo Wendell con una simpática sonrisa.

—Buena idea.

Wendell ya tenía su mano en la puerta cuando se volvió y preguntó:

—¿Dónde estarás tú?

Pero Harvey no respondió. Ya había pasado por encima del montón de polvo que había marcado la muerte de Jive y ya estaba cerca del primer rellano en su camino para encontrarse con el terrible poder que le esperaba, estaba seguro de ello, en la oscuridad del ático.

XX

Descubrir la polvorosa verdad enmascarada con pastel y helado era una cosa, pero rasgar la envoltura de engaños que la casa había pulido con tanta perfección, era otra muy distinta. Mientras Harvey subía las escaleras, mantenía la esperanza de encontrar algún pequeño detalle, en las paredes o en las alfombras, que le permitiera introducir los dedos de su mente debajo de la tapadera de aquella ilusión y levantarla para ver qué cosa diabólica se escondía dentro. Si Marr estaba hecha de cieno y esputo, y Jive de polvo, ¿de qué estaba hecha la casa? De lo que no cabía la menor duda era que conocía su negocio demasiado bien. Por más que Harvey lo examinara todo minuciosamente, le era imposible desentrañar sus mentiras. Deleitaba sus sentidos con calor, color y aromas del verano; arrullaba suavemente sus orejas y hacía soplar aquellos aires tan agradables en su cara.

Incluso cuando llegó al oscuro rellano del piso superior, la casa continuaba haciendo ver que esto era sólo otro inocente juego del escondite, al igual que los incontables juegos que había visto jugar a su sombra.

Tenía ante él cinco puertas; todas ellas entreabiertas unos cuantos centímetros, como queriendo decir: «Aquí no hay secretos. No, para un chico que quiera saber la verdad. ¡Entra y mira! ¡Entra y comprueba! Si te atreves».

Se atrevió; pero no tal como la casa lo había planeado. Después de entretenerse unos momentos examinando las puertas, decidió dejar de lado a todas y, en su lugar, descendió un piso, cogió una silla fuerte de una de las habitaciones y se la llevó arriba. Se subió en ella y empujó la trampilla del ático.

Fue un trabajo duro levantar su propio cuerpo para subirse allí, pero tan pronto como lo hubo conseguido, todavía jadeando, supo que la persecución de Hood había llegado ya casi al final. El rey vampiro estaba cerca. ¿Quién, excepto un maestro en ilusiones, podía vivir en un lugar tan distinto de los que creaba? El ático era todo lo que no era la casa: lóbrego, mugriento y lleno de telarañas.

—¿Dónde está usted? —gritó. Era inútil pensar que podía sorprender al enemigo. Hood había olido su visita desde que había pisado el primer escalón—. Salga —dijo—. Quiero ver cómo es un ladrón.

Al principio no hubo respuesta. Luego —procedente de alguna otra parte del ático— Harvey oyó un leve gruñido gutural. Sin esperar a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, empezó a avanzar hacia el lugar de donde procedía el ruido. Al andar, los tablones crujían bajo sus pies.

Se detuvo dos veces para mirar hacia arriba cuando otros ruidos en la oscuridad, por encima de su cabeza, llamaron su atención. ¿Sería un pájaro atrapado y asustado que volaba ciegamente de un lado a otro? ¿O, quizá, cucarachas en las vigas?

Se dijo a sí mismo que debía sacarse de la
cabeza
tales imaginaciones y concentrarse en hallar a Hood. Ya había suficientes razones para tener miedo sin necesidad de inventar otras. Al contrario de los alrededores de la trampilla, esta parte del ático servía de desván, y su enemigo estaba seguramente acechando entre aquel revoltijo de cuadros carcomidos y muebles viejos. De hecho, ¿no era él a quien veía agitarse en las sombras por el rabillo del ojo?

—¿Hood...? —dijo, mirando de soslayo y tratando de obtener una mejor imagen de aquella forma indeterminada—. ¿Qué hace usted escondido ahí?

Dio otro paso adelante, y al hacerlo, se dio cuenta de su error. No era el misterioso señor Hood. Conocía aquella figura, aún mutilada como estaba: aquellas alas medio descompuestas, aquellos pequeños ojos negros y aquellos dientes, aquellos incontables dientes.

¡Era Carna!

La criatura se levantó a medias de su escuálido nido y trató de atacar a Harvey. Él tropezó al retroceder y hubiera podido ser alcanzado en tres pasos si Carna no hubiera estado cojo por sus heridas y no hubiera tenido tantos obstáculos a su alrededor.

Carna dio golpes a diestra y siniestra para desembarazarse de los trastos, tirando sillas y tumbando cajas; luego se lanzó a una penosa persecución de su presa. Harvey mantenía sus ojos puestos en la bestia mientras retrocedía y su mente hervía de preguntas. ¿Dónde estaba Hood? Éste era el misterio principal. La señora Griffin estaba segura de que se encontraba aquí, en algún lugar, pero ahora Harvey había rastreado todo el ático y su único ocupante era una criatura que le empujaba hacia la salida.

Mientras escapaba echó todavía algunas ojeadas a las sombras, por si antes le hubiera pasado inadvertido algún otro ser escondido por allí. No era una forma humana lo que sus ojos captaron. Era un globo del tamaño de una pelota de tenis y brillante como si estuviera lleno de luz estelar; como una burbuja, surgida de los tablones del suelo, que se elevaba hacia el techo. Momentáneamente y olvidándose del peligro, Harvey observó cómo ascendía, junto con otra. Luego apareció una tercera y aún una cuarta.

Estupefacto por la visión, no se fijó en dónde ponía los pies, tropezó y cayó. Quedó tendido sobre los tablones con su mirada hacia el techo, entre una enrojecida bruma de dolor.

BOOK: El ladrón de días
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