Diego y Shaka siguieron jugando una hora. Shaka era un año mayor que Diego y le sacaba unos centímetros de altura. También jugaba mejor. Pero Diego ponía entusiasmo en cualquier deporte. Estuvieron empatados hasta el último partido, que ganó Shaka.
Mientras la pelota atravesaba la canasta en un tiro inverso, sonó el móvil de Diego, con la música go-go de
Girls Just Wanna Have Fun
. Lo contestó enjugándose el sudor con la camiseta que lo había envuelto.
—Mamá.
—Diego, ¿dónde estás?
—En las pistas detrás de Coolidge. Estoy con Shaka.
—Vale. —Regina parecía aliviada. Diego se había cuidado de mencionar el nombre porque su madre se fiaba de Shaka más que de cualquier otro amigo—. ¿Vienes ya para casa?
—Ya mismo voy
pallá
.
—
¿Pallá?
—Que voy para allá. —Y con estas palabras, colgó.
Shaka estaba sentado de espaldas a la verja, mirando su móvil por si tenía mensajes. Llevaba una camiseta en la que salía Bob Marley fumándose un porro, como en la portada de
Catch a Fire
. Aunque Shaka no fumaba. Ni siquiera lo había probado. Diego y él charlaban del tema a menudo, y lo idealizaban también, pero no fumaban. Se consideraban deportistas, y tanto los padres de Diego como la madre de Shaka les habían martilleado la cabeza para convencerles de que los deportistas no se metían drogas. Ellos sabían, por supuesto, que eso no era verdad, pero lo que sí era cierto es que muchos de los amigos que habían empezado a beber un poco y a fumar hierba habían dejado de jugar al baloncesto y en clase no les iba tan bien como antes. Eso sí lo podían ver ellos mismos. Diego seguía jugando en la liga Yes de baloncesto, y tanto al fútbol como al baloncesto en el Boys Club. Shaka, ahora que estaba en el instituto, sabía que tenía que elegir un deporte si quería en serio conseguir una beca, y había escogido baloncesto. Los dos soñaban con jugar al baloncesto en la universidad y profesionalmente.
—Ya veo que llevas las Exclusive —comentó Shaka, señalando con el mentón las Nike de Diego.
—Son muy cómodas.
—Pues por muy chulas que sean, hoy no te han ayudado en nada, ¿eh?
—Es que no estaba muy fino, nada más.
—Ya. Igual te han jodido las Nike.
—Les tengo echado el ojo a las Forum nuevas. Ésas sí que son la pera.
—Tu padre no te va a dejar tener otras deportivas.
—Si saco buenas notas, sí.
Hablaron también de chicas. Hablaron de Ghetto Prince, el espectáculo go-go del domingo por la noche en la WPCG, presentado por Big G, el cantante de Backyard. Hablaron de ir a un concierto en el centro social de New Hampshire Avenue, en Langley Park. Hablaron de Carmelo Anthony, y de lo injustamente que lo habían tratado en aquel vídeo de Baltimore. Shaka sostenía que había visto a la estrella de la NBA, Steve Francis, con su amigo Bradley en Georgia Avenue. Steve se había criado en el barrio, y volvía por allí muchas veces para dar charlas a los chavales.
—Steve llevaba el Escalade ese que tiene —comentó Shaka.
Diego preguntó por las llantas y, cuando Shaka se las describió, a Diego le parecieron muy chulas.
El cielo se había oscurecido un poco. Se levantaron y recogieron sus cosas. Vieron a través de la alambrada a su amigo Asa Johnson, que se dirigía hacia el sur por la Tercera. Asa llevaba una chaqueta North Face que le llegaba hasta la mitad del muslo. Miraba al suelo, con la cabeza gacha y la frente arrugada, y caminaba a largas zancadas.
—¡Asa! —le llamó Shaka—. ¿Adónde vas, tronco?
Asa no contestó. Apartó la cara para que no le vieran los ojos. A Diego le pareció ver que le brillaba la mejilla.
—Asa, tío, ¡espera!
Asa siguió andando. Por fin giró en Tuckerman, hacia el este.
—¿Qué mosca le ha picado? —preguntó Diego—. Ha hecho como si no nos conociera.
—Ni idea. Además, hace calor para llevar esa North Face, ¿no?
—Iba sudando. Bah, querría fardar de chupa.
—¿Has hablado con él últimamente?
—Este año no mucho. Como estoy en otro instituto…
—¿Todavía juega al rugby?
—Qué va.
—Igual es que tenía prisa por llegar a su casa.
—Vive en la otra dirección.
—Entonces es que querría poner distancia —sugirió Shaka—. Su padre no le deja en paz.
—O igual sale con alguna tía.
—¿Tú le has visto alguna vez andar con alguna tía?
—Es verdad. Pero a ti tampoco.
—Lo que pasa es que yo nunca tengo una sola. Yo tengo todo un harén.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde están?
—A ti te lo voy a decir.
Salieron de la pista para encaminarse hacia el sur por la Tercera. Pasaron por una pequeña zona comercial, una tienda de ropa de mujer con diseños africanos, una barbería, una tintorería y una parroquia. En la calle siguiente, en la esquina entre la Tercera y Rittenhouse, se detuvieron delante de una gran nave que ahora era una sala de fiestas y banquetes que se alquilaba para cumpleaños, aniversarios y otras celebraciones. Se llamaba sala Air Way VIP.
—Yo voy a casa de Fat Joe —dijo Shaka—. A jugar a la Play. Tiene el nuevo NC doble A.
—Mis viejos no me dejan ir a casa de Joe.
—¿Por qué?
—Porque su padre tiene una pistola. Esa treinta y dos pequeña, ¿sabes?
—Pero no la vamos a tocar.
—Ya, pero mi padre no quiere que vaya a esa casa.
—Bueno. —Shaka chocó el puño con Diego—. Pues nos vemos, colega.
—Nos vemos.
Shaka se alejó por Rittenhouse, hacia la casa adosada de su madre en Roxboro Place. Diego fue hacia el este, en dirección a una casa colonial de estuco amarillo con un porche delante, en la cuesta a medio camino de la manzana.
El Tahoe de su padre no estaba en la calle. Diego se consideraba casi un hombre, pero todavía era lo bastante niño como para sentirse más seguro cuando su padre estaba en casa.
Ya casi había caído la tarde, y el sol poniente arrojaba largas sombras en el césped.
—¿Está bien la música? —preguntó Dan Holiday, mirando por el retrovisor a su cliente, un tipo atlético de unos cuarenta y cinco años, sentado en la parte derecha del asiento trasero.
—Está bien. —El cliente llevaba unos tejanos planchados y un blazer de marca, camisa abierta en el cuello, botas negras de cuero y un reloj Tag Heuer que tenía que haberle costado mil pavos. El tipo llevaba también uno de esos pelados caros, con el pelo disparado en todas direcciones y de punta por delante. Su aspecto decía: «Yo no tengo que llevar corbata, como vosotros, pringados, pero tengo dinero, estad tranquilos.»
Holiday le había visto salir de su casa en Bethesda mientras le esperaba en el Town Car negro. Había calculado su edad aproximada y, sabiendo que era una especie de escritor (el encargo le venía de una editorial de Nueva York que solía solicitar sus servicios), pensó que al tío le gustaría la música de su juventud, o sea, el año 1977 y más allá. Y ya había sintonizado Fred, el programa de «clásica alternativa» de la radio antes de que el tipo llegara al coche.
—Puede cambiarla si quiere —informó Holiday—. Tiene los controles de la radio ahí detrás, justo delante de usted.
Se dirigían por la autopista hacia el aeropuerto de Dulles. Holiday llevaba puesta la chaqueta del uniforme, pero no la gorra de chófer porque con ella se sentía como un botones.
Sólo se ponía la gorra cuando llevaba en el coche a grandes empresarios, políticos y otros peces gordos.
Pero con este particular cliente no vio la necesidad de mucho formalismo, y eso era agradable. Pero la música, joder, le estaba poniendo los nervios de punta. Un heroinómano berreaba por los altavoces. El escritor movía la cabeza un poco, siguiendo el ritmo mientras contemplaba los controles de la radio.
—¿Recibe aquí satélite?
—Pongo la unidad XM en todos mis coches —replicó Holiday. «En todos.» Tenía dos.
—Bien.
—Menuda idea la tecnología GPS. Cuando estaba en la policía la utilizábamos para seguir a los sospechosos.
—¿Era usted policía? —Aquello pareció despertar la curiosidad del cliente, que por primera vez miró a Holiday a los ojos por el retrovisor.
—En D.C.
—Tenía que ser interesante.
—Algunas anécdotas sí tengo.
—Seguro.
—Pero, bueno, cuando me retiré monté este negocio.
—Parece demasiado joven para estar jubilado.
—Trabajé los años precisos, aunque no lo parezca. Supongo que tengo buenos genes.
Holiday sacó de debajo del quitasol un par de tarjetas de visita para ofrecérselas. El tipo leyó las letras en relieve: «Servicio de coches Holiday», en antigua caligrafía inglesa. Y debajo: «Transporte de lujo, seguridad, protección.» Y luego el eslogan: «Haremos de su día laborable un día festivo.» Abajo estaba el número de contacto de Holiday.
—¿También tiene servicios de seguridad?
—Es la rama principal del negocio, mi especialidad.
—¿Guardaespaldas y esas cosas, eh?
—Sí.
Holiday dejaba casi todo lo de «guardaespaldas y esas cosas» a Jerome Belton, su otro chófer y único empleado. Belton, antiguo nose-guard en Victoria Tech que se había volado la rodilla en su último año, se encargaba de los trabajos de seguridad, llevando a ejecutivos de alto nivel, raperos de tercera y otros artistas que acudían a dar algún espectáculo a la ciudad. Belton era un hombretón que cuando hacía falta podía asumir una expresión seria y dura, y por tanto poseía el equipamiento necesario para el trabajo.
Holiday adelantó a un taxi por la izquierda y volvió de un volantazo a su carril. Vio por el retrovisor que el escritor se metía las tarjetas en el bolsillo del pecho. Seguramente las tiraría a la basura en el aeropuerto, pero nunca se sabía. Los negocios crecen por el boca a boca, o al menos eso le habían dicho. Una vez los tenías en el coche, lo más importante era dar buena imagen. Los artículos del asiento trasero (los periódicos perfectamente doblados, el
Washington Post
, el
New York Times
y el
Wall Street Journal
; la lata de Altoids; las botellas de agua mineral Evian, y la radio satélite), todo estaba ahí para dar una impresión de servicio y que el cliente se sintiera una persona muy especial, para elevarle por encima de la chusma de los taxis y el transporte público. Holiday incluso llevaba en el maletero un
Washington Times
, por si el cliente parecía ser de esa cuerda.
—Así que es usted escritor —comentó, intentando fingir que el tema le interesaba.
—Sí. De hecho hoy salgo para una gira de tres semanas, para presentar mi libro.
—Debe de ser un trabajo interesante.
—Puede serlo.
—¿Es divertido estar de gira?
«¿Follas mucho?»
—A veces. Por lo general es cansado. Tanto viaje en avión te deja chafado.
—Vaya.
—Lo de la seguridad en los aeropuertos es agotador últimamente.
—Qué me va a contar.
«Será maricón.»
—A veces me horroriza.
—Ya me imagino.
«Este tío no tiene pelos en los huevos.»
Holiday apenas habló el resto del trayecto. Ya había cumplido con su deber y le había dado un par de tarjetas. Se acabó. Chupeteó un caramelo de menta y se puso a pensar en su siguiente copa.
Estaba más aburrido que una ostra. Aquélla no era forma de ganarse la vida. Con una puta gorra de chófer.
—Vuelo con United —dijo el cliente cuando se acercaban a los carteles con códigos de colores que les indicaban la entrada al aeropuerto.
—Muy bien.
Holiday dejó a su cliente en su puerta y sacó el equipaje del maletero. El escritor le dio una propina de cinco dólares. Holiday estrechó aquella manita y le deseó un feliz viaje.
A esas horas la 495 sería un puro atasco desde Virginia hasta Maryland. Holiday decidió esperar en un bar a que pasara la hora punta. Ya volvería a la carretera cuando se aligerase un poco el tráfico. Tal vez pudiera charlar con alguien mientras se centraba en sus cosas.
Encontró un hotel en Reston, en la segunda salida de la autopista. Era una especie de centro llamado Town Center, un bloque de franquicias, restaurantes y cafeterías que parecía que alguien hubiera arrancado de una ciudad de verdad para soltarlo en un campo de maíz. De camino al bar se presentó al conserje y le tendió varias tarjetas, junto con un billete de diez dólares. Gran parte de sus encargos venían de los hoteles, que Holiday cultivaba con su toque personal.
El bar no estaba mal. Era de temática deportiva, pero no demasiado agresivo. Había muchas mesas altas, para los que querían estar de pie en grupo, y taburetes para quien prefiriera sentarse. Los ventanales daban a una calle falsa. Holiday se sentó en la barra y dejó el tabaco y las cerillas en la superficie de mármol, fría al tacto. Una ventaja de Virginia: todavía se podía fumar en los bares.
—¿Qué le pongo? —preguntó la camarera, una rubia escotada.
—Absolut con hielo.
Holiday se fumó un Marlboro. Entre los clientes, básicamente hombres, abundaban las perillas, los pantalones Kenneth Cole Reaction, los zapatos de cordones Banana Republic y las camisas de golf para los que se habían tomado la tarde libre. Las mujeres iban igualmente pulcras y sosas. Holiday, con su traje Hugo Boss de confección y la camisa blanca, parecía un hombre de negocios del lado del euro, algo más en la onda que aquel puñado de pringados.
Entabló conversación con un joven representante, y se invitaron mutuamente a un par de rondas. Cuando el representante subió a su habitación Holiday advirtió que ya había oscurecido. Pidió otra copa y se quedó mirando el vapor que subía de los cubitos de hielo. Estaba relajado. Se estaba hundiendo en el pozo habitual y todavía no tenía ningunas ganas de salir.
Una atractiva pelirroja que ya no volvería a cumplir los treinta y cinco se sentó junto a él. Llevaba un traje ejecutivo de falda y chaqueta, de un tono verdoso que acentuaba el color de su pelo y el verde de sus ojos, unos ojos llenos de vida que presagiaban que sería una fiera en la cama. Holiday captó todo eso de un rápido vistazo. Se le daba bien.
Alzó el cigarrillo humeante entre los dedos.
—¿Te importa? —preguntó, enseñando en una sonrisa los dientes y las arrugas en torno a sus ojos azul hielo. La primera impresión era crucial.
—No si me invitas a uno.
—Hecho. —Holiday le ofreció el paquete, le encendió el cigarrillo y apagó de un soplo la cerilla—. Danny Holiday.