La víctima era enfermera. En su armario tenía un uniforme, y también llevaba uno puesto cuando la encontraron. El administrador confirmó que era enfermera del D. C. General. Ahora estaría en ese mismo hospital, sobre una sábana de plástico en la morgue.
En el primer sondeo no surgieron testigos. Sin embargo, en el tejado del edificio había una cámara de seguridad, apuntando a la entrada. Si había cinta en la cámara, y estaba grabando en su momento, tendrían buen material para ponerse en marcha. El administrador, un tipo flaco vestido de negro de la cabeza a los pies, aseguró que la cámara «solía» funcionar. Le olía el aliento a alcohol a las tres de la tarde. Era un pequeño detalle, pero suficiente para que Ramone dudara de su palabra. Lo más probable era que la cámara no estuviera operativa. Aun así, lo comprobaría. Habría que cruzar los dedos.
Para su sorpresa, la cámara estaba en perfectas condiciones. En la cinta aparecía la clara imagen de un hombre saliendo del edificio. La hora marcada en la grabación confirmaba que la salida se había producido en torno al momento de la agresión.
—Es su ex marido —comentó el administrador, viendo la cinta por encima del hombro de Ramone, la imagen en la pantalla clara como el agua—. Viene de vez en cuando a ver a los chicos.
Ramone buscó el nombre de William Tyree en la base de datos. Tyree no tenía antecedentes criminales ni detenciones previas. Ni siquiera cuando era menor de edad.
Ramone y Williams convocaron a la hermana de la víctima para que viera la cinta. La hermana dejó a los niños en la guardería de la comisaría e identificó en la sala de vídeo al hombre que salía del bloque: era William Tyree, segundo marido de Jacqueline Taylor. Últimamente estaba algo alterado, sostenía la hermana, exasperado porque no encontraba trabajo de ninguna manera. Además, Jackie había empezado a salir con otro hombre, un obrero eventual de la construcción llamado Raymond Pace, y aquello exacerbó la depresión de Tyree. Pace tenía antecedentes, había cumplido condena por homicidio involuntario y, según la hermana, «no era bueno» con los hijos de Jackie. Ramone supuso que las camisetas y calzoncillos encontrados en la cómoda de Jacqueline Taylor eran de Pace.
Se puso vigilancia ante el piso de Tyree en Washington Highlands hasta que llegara la orden de registro. Ramone pasó el número de matrícula del Corolla a los coches patrulla, junto con una descripción de Tyree. Luego fue a ver a Raymond Pace a su lugar de trabajo. Pace no pareció sentir demasiado la noticia de la muerte de Jacqueline, y de hecho tenía toda la pinta de ser el indeseable que su hermana había descrito. Pero el capataz de Pace y un par de compañeros respaldaban incuestionablemente su coartada. En cualquier caso, la cinta de vídeo era muy clara. William Tyree encajaba como sospechoso.
A medianoche Tyree todavía no había vuelto. Ramone y Willis tenían el turno de ocho a cuatro y acumularon muchas horas extras ese día. Se fueron a sus respectivas casas y acudieron de nuevo a las ocho en punto de la mañana siguiente. Poco después, un agente de patrulla encontró la matrícula del Corolla en una calle de Southeast y envió por radio la localización.
El Corolla estaba aparcado cerca de Oxon Run Park, en una popular zona de trapicheo de drogas. Un residente del bloque se acercó a Ramone y a Willis, que estaban junto a los agentes que buscaban huellas en las puertas del Corolla, y les preguntó si buscaban al hombre que había aparcado el coche. Ramone dijo que sí.
—Se ha metido en esa casa de ahí —informó el hombre, señalando con un dedo un edificio de ladrillo en la parte más alta de la calle—. Todo el día está entrando y saliendo gente.
—¿Se meten heroína? —preguntó Ramone, queriendo saber qué tipo de drogadicto encontraría en el edificio.
El residente negó con la cabeza.
—Le dan a la pipa.
Ramone, Willis y varios agentes uniformados fueron a la casa con las pistolas preparadas, pero no llegaron a sacarlas. Tyree estaba en el rellano del segundo piso, en mitad de una nube de humo con otros dos fumetas.
—¿William Tyree? —dijo Ramone, sacando un par de esposas mientras subía por las escaleras.
Al ver a los policías y oír su nombre, Tyree extendió las manos. Le esposaron sin incidentes. En el bolsillo le encontraron las llaves del coche de Jacqueline Taylor y su cartera.
Todo había sido muy fácil, incluso la detención.
En la oficina del fondo se encontraban Ramone, Green y el teniente Maurice Roberts, un joven y respetado jefe de la VCB, sentados en el sofá, inclinados hacia un teléfono sobre una mesa de plástico. El altavoz estaba conectado y se oía la voz del ayudante del fiscal, Ira Littleton, que hacía redundantes comentarios sobre la detención y el interrogatorio. Ramone y Green ya seguían aquellas consignas cuando Littleton todavía veía los dibujos animados los sábados en pijama. La mayoría de los detectives de Homicidios guardaban buena relación con los magistrados de la oficina del fiscal de Estados Unidos.
Era una cordialidad necesaria, por supuesto, pero más allá del obligatorio espíritu de cooperación, solían forjarse amistades sinceras. Littleton, joven y relativamente inexperto e inseguro, no era uno de los fiscales que los detectives respetaran o considerasen amigos.
—Yo preferiría una confesión explícita y completa —decía Littleton—, y no que se limite a admitir que ayer llevaba ropa manchada de sangre.
—Ya —dijeron Ramone y Green casi al unísono.
—No tenemos suficiente para retenerlo por el asesinato —insistió Littleton.
—De momento podemos acusarle del robo del coche —sugirió Ramone—. Y también de posesión de propiedad robada, por la cartera y sus contenidos. Eso es suficiente para retenerlo.
—Pero yo quiero acusarle de asesinato.
—Muy bien —cedió Bo Green, mirando a Ramone mientras hacía movimientos obscenos con el puño delante de su entrepierna.
Ramone apartó el índice y el pulgar tres centímetros, indicando el probable tamaño de la polla de Littleton.
—Sacadle la confesión. Y tomadle una muestra de ADN.
—No hay problema —dijo Ramone.
—¿Consentirá en dar una muestra de sangre?
—Ya lo ha hecho. La tenemos —dijo Green.
—¿Estaba drogado cuando lo detuvisteis?
—Eso parecía.
—Aparecerá en los análisis.
—Sí.
—¿Tenía alguna marca o algo así?
—Un arañazo en la cara —contestó Ramone—. No recuerda cómo se lo hizo.
—Ella tendrá ADN en las uñas —prosiguió Littleton—. ¿Os apostáis algo?
—Nunca apuesto —declaró Ramone.
—Es casi un tiro seguro. Vamos a rematarlo.
—Bueno, de momento ha cooperado en todos los aspectos de la investigación. También ha renunciado a su derecho a un abogado. Lo único que no ha hecho es confesar directamente que él la mató. Pero lo hará.
—Muy bien. ¿Tenemos ya la bolsa del Safeway?
—Gene Hornsby está en ello —respondió Ramone.
—Hornsby es un buen tipo —afirmó Littleton.
Ramone hizo un gesto exasperado.
—Dios, espero que todavía no hayan pasado a recoger la basura —repuso Littleton.
—Yo también. —Ramone le sacó la lengua al teléfono.
Bo Green seguía moviendo el puño perezosamente.
—Tiene que ser un gol, chicos —dijo Littleton.
—¡Sí! —exclamó Green, pensando que tal vez había sido demasiado enfático en su respuesta, aunque tampoco le importara mucho—. ¿Algo más?
—Llamadme cuando tengáis la confesión.
—Claro. —Y Ramone apagó el altavoz.
—¿Tú has oído eso? —dijo Green—. Littleton diciendo que Gene Hornsby es un buen tipo. Casi lo ha dicho con cariño. Vamos, como si tuviera algo con él.
—A Gene no le va a hacer mucha gracia.
—Pues sí, no le hace ninguna gracia el rollo gay.
—¿Me estás diciendo que Littleton es maricón?
—No lo sé, Gus. Eso lo captas tú mejor que yo, que parece que tengas un sexto sentido.
—Eh, que yo estoy intentando trabajar —protestó el teniente Roberts, mirando el papeleo de su mesa—. ¿Os importa?
Ramone y Green se levantaron del sofá.
—¿Listo?—preguntó Ramone.
Green asintió.
—En cuanto pille un Mountain Dew para nuestro amigo.
Dos hombres bebían despacio de sus botellas en un bar. Era un día cálido y habían abierto la puerta para refrescar y airear el ambiente. Beenie Man sonaba en el estéreo, y un hombre y una mujer bailaban perezosamente en el centro de la sala.
—¿Cómo has dicho que se llamaba? —preguntó Conrad Gaskins.
—Red Fury —contestó Romeo Brock. Dio una calada a un cigarrillo Kool y exhaló el humo despacio.
—No es un nombre muy común.
—No es su nombre auténtico. En la calle ya le llamaban Red, por la piel tan clara que tenía. Y lo de Fury es por el coche.
—¿Tenía un Mopar?
—Era de su mujer. Hasta tenía la matrícula personalizada. «Coco», ponía.
—Vale, ¿y qué pasó?
—Pasó de todo. Pero yo estaba pensando en el asesinato. Red se cargó a un tío de un tiro en el House of Soul, un restaurante de comida para llevar de la calle Catorce. Coco le estaba esperando en el coche. Red salió muy despacio, con la pistola todavía en la mano, se metió en el coche con toda la calma del mundo y la otra lo puso en marcha como si se fueran de paseo un domingo. Por lo visto ninguno de los dos tenía ninguna prisa, como si no hubiera pasado nada.
—Pues vaya gilipollez, cometer un asesinato con un coche de matrícula personalizada.
—Al tío no le importaba. Joder, si lo que quería era que la gente supiera quién era.
—¿Era un Fury deportivo?
Brock asintió.
—Rojo y blanco. Un setenta y uno, con los faros esos retráctiles. Ocho cilindros en uve, carburador de cuatro cuerpos. Y más rápido que la hostia.
—¿Y por qué no le llamaban Red Plymouth?
—Porque Red Fury suena mucho mejor. Red Plymouth no es lo mismo.
Romeo Brock dio un buen trago a la botella fría de Red Stripe. Llevaba un revólver cargado por dentro de los pantalones, bajo una camisa roja con los gastados faldones por fuera. En la pantorrilla se había atado un picador de hielo con un corcho en la punta.
El negocio estaba situado en una parte de Florida Avenue que pronto se reconstruiría, al este de la calle Siete, en Le Droit Park, y los dueños eran unos inmigrantes africanos. En el cartel de la puerta había pintada una bandera de Etiopía, y la imagen de Haile Selassie colgaba junto a los licores detrás de la barra.
El bar, al que llamaban Hannibal's porque era el nombre del encargado nocturno, servía mayormente a jamaicanos, lo cual atraía a Brock. Su madre, que trabajaba limpiando en un hotel junto a la línea District, había nacido y crecido en Kingston. Brock se consideraba jamaicano, pero jamás había puesto el pie en Jamaica. Era más norteamericano que los dólares y la guerra.
Junto a Brock, en un taburete forrado de cuero, estaba Conrad Gaskins, su primo mayor. Gaskins era bajo y fuerte, de anchos hombros y brazos musculosos. Tenía ojos asiáticos y rasgos prominentes. Por la mejilla izquierda le corría en diagonal la cicatriz de una cuchilla, adquirida en prisión. No le desmejoraba ante las mujeres, y para los hombres era una advertencia. Apestaba a sudor. No se había cambiado la ropa de trabajo, con la que llevaba todo el día.
—¿Y cómo la palmó? —preguntó.
—¿Red? —dijo Brock—. Pues en tres meses había cometido tantos asesinatos, agresiones y secuestros, que ya ni siquiera podía llevar la cuenta de sus enemigos.
—El tío no paraba.
—Joder, al final andaban detrás de él tanto la policía como la mafia. Conoces a la familia Genovese de Nueva York, ¿no?
—Claro.
—Pues andaban detrás de su culo negro, para darle matarile, o eso dicen. Por lo visto, sabiéndolo o sin saberlo, se cargó a un tío que estaba conectado. Supongo que por eso se marchó de la ciudad.
—Pero lo pillaron —concluyó Gaskins.
—A todo el mundo acaban pillándolo, ya lo sabes. La cosa es lo que haces hasta entonces.
—¿Fue la policía o los Corleone?
—Lo pescó el FBI en Tennesee, o en West Virginia, no sé. Lo pillaron durmiendo en un motel.
—¿Lo mataron?
—Qué va. La espichó en la prisión federal. En Marion, creo. Unos blancos se lo cargaron.
—¿La Hermandad Aria?
—Ésos. En aquel entonces los blancos estaban separados de los negros. Pero ya sabes que algunos de los guardas de la prisión Marion estaban liados con la hermandad esa de la supremacía blanca. Algunos vieron que los guardas pasaron cuchillos a los de la hermandad, justo antes de que arrinconaran a Red en el patio. Claro que él los mantuvo a raya una hora entera con la tapa de un cubo de basura. Hicieron falta ocho cabrones de aquellos para matarlo.
—El tío era una fiera.
—Desde luego. Red Fury era todo un hombre.
A Brock le gustaban las viejas historias de proscritos como Red, hombres sin la más mínima consideración hacia la ley, hombres a los que no les importaba morir. La vida sólo vale la pena cuando otros hablan de ti en los bares y las esquinas después de palmarla. Si no, no tienes nada de especial, porque todo el mundo, tanto la gente de bien como los criminales, acaba convertido en polvo. Sólo por esa razón era importante dejar la huella de un nombre famoso.
—Acaba la cerveza —dijo Brock—. Tenemos cosas que hacer.
Ya en la calle se dirigieron al coche de Brock, un Impala SS negro del noventa y seis. Estaba aparcado en Wiltberger, una manzana de anodinas casas adosadas que tenían a la puerta una pequeña entrada, ni siquiera un porche, una calle más propia de Baltimore que de Washington. Wiltberger pasaba por detrás del Howard Theater, en otros tiempos escenario de artistas de la Motown y Stax y cómicos itinerantes, la versión al sur del Mason Dixon Line del Apollo de Harlem. Era una ruina quemada desde la época de los disturbios, y ahora estaba rodeado por la alambrada de una constructora.
—Parece que al final van a hacer algo en el Howard —comentó Gaskins.
—Harán lo que hicieron en el Tivoli. Lo que quieren es cargarse la puta ciudad, te lo digo yo.
Salieron de LeDroit, cogieron la autopista Northeast para llegar a Ivy City por New York Avenue. Hacía muchos años que era una de las peores zonas de la ciudad, apartada del camino habitual de la mayoría de los residentes y por lo tanto ignorada y olvidada, un nudo de callejuelas plagadas de naves industriales, casas en ruinas y bloques de ladrillo con puertas y ventanas de contrachapado. Era hogar de prostitutas, fumetas, drogadictos, camellos y vagabundos. Ivy City estaba enmarcada por la Universidad Gallaudet y el cementerio Mount Olivet, con una apertura al barrio de Trinidad, en otros tiempos cuartel general del narcotraficante más famoso de la ciudad, Rayful Edmond.