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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (14 page)

BOOK: El honorable colegial
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Cumpliendo su decepcionante papel habitual de aquel periodo, Registro tardó unos tres minutos en lamentar no disponer de «ningún dato repito ningún dato sobre el sujeto». Aparte de esto, la Abeja Reina manifestó su desacuerdo con el término «elegante». Insistía en que selecta era un modo mucho adecuado de describir a aquel tipo de buscona.

Era muy curioso que la reticencia de Sam no hubiese disuadido a Smiley. Parecía aceptarla satisfecho como parte inevitable del asunto. Muy al contrario, pidió copias de todos los informes directos que Sam había enviado de Vientiane o de otros lugares en los últimos diez años y pico y que hubiesen escapado a la diestra cuchilla de Haydon. Y luego, en las horas de ocio, cuando las había, los ojeó, y dejó que su imaginación inquisitiva construyera cuadros del oscuro mundo personal de Sam.

En este momento decisivo del asunto, Smiley mostró un sentido del tacto absolutamente encantador, como todos admitieron más tarde. Un individuo de menos clase podría haberse lanzado sobre los primos pidiéndoles como cosa de la máxima urgencia que Martello buscase el extremo norteamericano de la correspondencia destruida y le permitiese echarle un vistazo. Pero Smiley no quiso remover nada, no quiso indicar nada. Y así, en vez de elegir a un emisario más humilde, Molly Meakin era una graduada linda y primorosa, un poco marisabidilla quizás, un poco introvertida, pero ya con un modesto prestigio como capacitada funcionaría, y con raíces en el viejo Circus a través de su hermano y de su padre. En la época de la caída, ella aún era una aspirante, y estaba perdiendo los dientes de leche en Registro. Después la conservaron como elemento básico de plantilla y la ascendieron, si ésta es la palabra, a la Sección de Reconocimiento, de donde ningún hombre, y menos aún una mujer, según la tradición, vuelve vivo. Pero Molly poseía, quizá por herencia, lo que en el gremio se llama vista natural. Mientras los que la rodeaban seguían intercambiando anécdotas sobre dónde estaban exactamente y qué llevaban puesto cuando les comunicaron la noticia de la detención de Haydon, Molly establecía un canal extraoficial y discreto con su colega del Anexo de Grosvenor Square, eludiendo los laboriosos procedimientos introducidos por los primos desde la caída. Su principal aliado era la rutina. Su día de visita era el viernes. Todos los viernes tomaba café con Ed, que controlaba la computadora. Y hablaba de música clásica con Marge, que sustituía a Ed. Y, a veces, se quedaba para baile antiguo, o una partida de tejo o de bolos en el Twilight Club del sótano del Anexo. El viernes era también, por pura casualidad, el día que llevaba su listita de peticiones de datos. Si no tenía nada importante, procuraba inventar algo a fin de mantener abierto el canal, y aquel viernes concreto, a instancias de Smiley, incluyó en su selección el nombre de Ricardo el Chiquitín.

—Pero no quiero que destaque en ningún sentido, Molly —dijo Smiley con vehemencia.

—Por supuesto que no —dijo Molly.

Como humo, según su propia expresión, Molly eligió una docena de otros RS y cuando llegó a Ricardo escribió «Richards ver por Rickard ver por Ricardo, profesión profesor ver por instructor aeronáutico», de modo que sólo apareciese el Ricardo real como una posible identificación más. Nacionalidad mexicana ver por árabe añadía: y añadía también la información extra de que quizás pudiera haber muerto.

Era de nuevo noche ya cuando Molly regresó al Circus. Guillam estaba agotado. Los cuarenta son una edad difícil para andar despierto, decidió. A los veinte o a los sesenta, el cuerpo ya sabe de qué va la cosa, pero los cuarenta son una adolescencia en la que uno duerme para envejecer o para mantenerse joven. Molly tenía veintitrés. Fue directamente a la habitación de Smiley, se sentó muy decorosa, las rodillas muy juntas, y empezó a vaciar el bolso, observada atentamente por Connie Sachs, y aún más atentamente por Peter Guillam, aunque por razones distintas. Sentía mucho haber tardado tanto, dijo con gravedad, pero. Ed había insistido en llevarla a una reposición de
True Grit,
gran favorita del Club Twilight, y después había tenido que librarse de él, pues tampoco quería ofenderle, y menos aún aquella noche concreta. Luego de decir esto, entregó a Smiley un sobre que éste abrió. En él había una larga tarjeta de computadora color crema. ¿Pero le rechazó o no? deseaba saber Guillam.

—¿Cómo terminó la cosa? —fue la primera pregunta de Smiley.

—Muy correctamente —contestó ella.

—El guión tiene una pinta espléndida —exclamó luego Smiley. Pero al seguir leyendo, su expresión cambió poco a poco convirtiéndose en una mueca lobuna y extraña.

Connie se reprimió menos. Cuando le pasó la tarjeta a Guillam, soltó una carcajada.

—¡Oh
Bill
! ¡Mi querido malvado! ¡Los has despistado a todos! ¡Ay, demonios!

A fin de silenciar a los primos, Haydon había invertido su mentira original. El largo mensaje, una vez descifrado, narraba esta encantadora historia.

Temeroso de que los primos pudiesen estar realizando por su cuenta las investigaciones del Circus con la firma Indocharter, Bill Haydon, como jefe de Estación Londres, había enviado al Anexo un aviso de manos fuera puramente formal, conforme al compromiso bilateral en vigor entre los dos Servicios. En él se indicaba a los norteamericanos que Indocharter Vientiane, S. A., se hallaba por entonces bajo la vigilancia de Londres y que el Circus tenía un agente sobre el terreno. En consecuencia, los norteamericanos aceptaron renunciar a cualquier pretensión que pudiesen tener respecto al caso, a cambio de compartir la posible información que se obtuviese. Para ayudar a los ingleses, los primos mencionaron, por otra parte, que su relación con el piloto Ricardo el Chiquitín se había extinguido.

En suma, nadie había visto un ejemplo más claro de lo de jugar a dos barajas.

—Gracias, Molly —dijo cortésmente Smiley, después de que todos tuvieron oportunidad de maravillarse—. Muchísimas gracias.

—No hay de qué —dijo Molly, decorosa como una niñera—. Y no hay duda de que Ricardo ha muerto, señor Smiley —concluyó, y citó la misma fecha de muerte que había suministrado ya Sam Collins.

Y con esto cerró el broche de su bolso, se echó la falda sobre las admirables rodillas y caminando delicadamente salió de la habitación, bien observada una vez más por Peter Guillam.

Se apoderó entonces del Circus un ritmo diferente, un humor completamente distinto. Había terminado la frenética búsqueda de una pista, de cualquier pista. Ya podían lanzarse tras un objetivo en vez de galopar en todas direcciones. La amistosa separación de las dos familias se desmoronó en la práctica: los bolcheviques y los peligros amarillos se convirtieron en una sola unidad bajo la dirección conjunta de Connie y del doctor, aunque sus tareas técnicas continuasen diferenciadas. Después de esto, a los excavadores las alegrías les fueron llegando en pequeños fragmentos, como charcos en un sendero largo y polvoriento, y a veces casi todos por los
bordes
externos del camino. Connie no tardó más de una semana en identificar al pagador soviético de Vientiane que había supervisado la transferencia de fondos a Indocharter Vientiane, S. A.: el Boris Comercial. Era el antiguo soldado Zimim, un veterano graduado de la escuela secreta de adiestramiento que tenía Karla en las afueras de Moscú. Con el anterior alias de Smirnov, este tal Zimim figuraba en archivo como antiguo pagador de un
aparato
germanooriental en Suiza seis años atrás. Había aflorado antes de eso en Viena con el nombre de Kursky. Como habilidades adicionales podía ofrecer las de ladrón de sonido y «trampero», y algunos decían que era el mismo Zimim que había montado en Berlín Oeste la dulce y eficacísima trampa en que había caído un cierto senador francés que más tarde vendió la mitad de los secretos de su país incurriendo en traición. Había salido de Vientiane exactamente un mes después de que llegara a Londres el informe de Sam.

Tras este pequeño triunfo, Connie se lanzó a la tarea, en apariencia imposible, de determinar qué medidas podría haber tomado Karla, o su pagador Zimim, para sustituir la veta de oro interceptada. Connie disponía de varios hitos indicadores. Primero, el conocido conservadurismo de las organizaciones secretas de gran tamaño, y su adhesión a las vías de actuación ya consagradas. Segundo, la presunta necesidad que tenía Centro, dado que se trataba de grandes sumas, de sustituir el viejo sistema por uno nuevo y rápido. Tercero, la complacencia de Karla, tanto antes de la caída, cuando tenía inmovilizado al Circus, como después, cuando el Circus yacía a sus pies jadeante y desdentado. Por último se basaba y confiaba sencillamente en su propio dominio enciclopédico del tema. Agrupando las montañas de materia prima sin elaborar que habían ido amontonándose, deliberadamente olvidadas, durante los años de su exilio, el equipo de Connie revisó concienzudamente fichas y archivos, intercambió datos, hizo esquemas y diagramas, rastreó la caligrafía individual de operadores conocidos, padeció dolores de cabeza, discutió, jugó al ping pong y, de cuando en cuando, con agobiantes precauciones, con consentimiento expreso de Smiley, emprendió tímidas operaciones de campo. Se convenció a un contacto amistoso de la ciudad para que visitara a un viejo conocido especializado en empresas extranjeras de Hong Kong. Un agente de Bolsa de Cheapside abrió sus libros a Toby Estorbase, el superviviente húngaro de aguda vista que era todo lo que quedaba del ejército itinerante antaño glorioso de consejeros y artistas de acera del Circus. Así siguió el asunto, a ritmo de caracol: pero al menos el caracol sabía adonde quería ir. El doctor di Salis, a su modo distante, emprendió la ruta china ultramarina, abriéndose paso entre las conexiones arcanas de Indocharter Vientiane, S. A., y sus escurridizos grupos de empresas matrices. Sus ayudantes, tan excepcionales como él, eran estudiantes de idiomas o antiguos agentes chinos reciclados. Con el tiempo, adquirieron una palidez colectiva, como miembros de un mismo y rancio seminario.

Entretanto, Smiley avanzaba, por su parte, con no menos cautela, y por rutas aún más intrincadas, cruzando aún mayor número de puertas.

Se perdió de vista una vez más. Era tiempo de esperar y lo pasó atendiendo al otro centenar de cosas que precisaban de su atención urgente. Terminado su breve período de trabajo de equipo, se retiró a las más íntimas regiones de su mundo solitario. Fue a Whitehall, fue a Bloomsbury, fue a ver a los primos. Otras veces, la puerta de la sala del trono permanecía cerrada días seguidos, y sólo el oscuro Fawn, el factótum, tenía permiso para entrar y salir con sus zapatos de gimnasia, portando humeantes tazas de café, platitos de pastas y, de vez en cuando, informes escritos, de su jefe o para él. Smiley siempre había detestado el teléfono, y ahora no aceptaba ninguna llamada, salvo que se tratase, en opinión de Guillam, de cuestiones de la máxima urgencia, y ninguna lo era. El único aparato que Smiley no podía desconectar era una línea directa con el escritorio de Guillam, pero cuando le daba la ventolera llegaba al punto de ponerle una cubretetera encima, para ahogar los timbrazos. El procedimiento invariable era que Guillam dijese que Smiley estaba fuera o conferenciando y que llamaran una hora después. Entonces Smiley escribía un mensaje, se lo entregaba a Fawn y, en caso necesario, con la iniciativa a su favor, Smiley llamaba. Conferenciaba con Connie, a veces con di Salis, a veces con ambos, pero a Guillam no se le llamaba. El archivo de Karla se trasladó de la Sección de Investigación de Connie a la caja de seguridad personal de Smiley, por si acaso. Los siete volúmenes. Guillam certificó la entrega y se los llevó, y a Smiley, cuando alzó la vista del escritorio y los vio, le inundó la tranquilidad del reconocimiento, y se inclinó hacia ellos como si recibiera a un viejo amigo. Volvió a cerrarse la puerta y pasaron más días.

—¿Alguna noticia? —preguntaba Smiley de vez en cuando a Guillam. Quería decir: «¿Ha llamado Connie?»

La residencia de Hong Kong se evacuó más o menos por esta época y Smiley recibió, demasiado tarde, aviso de los esfuerzos elefantinos de los caseros por eliminar el artículo sobre High Haven. Smiley cogió inmediatamente el expediente de Craw y llamó de nuevo a Connie para consulta. Unos cuantos días después, apareció en Londres el propio Craw para una visita de cuarenta y ocho horas. Guillam le había oído hablar en Sarratt y le detestaba. Un par de semanas después, vio al fin la luz del día el celebrado artículo del viejo, Smiley lo leyó atentamente, se lo pasó luego a Guillam y, por una vez, ofreció una explicación concreta de su actuación: Karla debía saber muy bien lo que perseguía el Circus, dijo. Los negativos eran un pasatiempo consagrado. Pero Karla no sería humano si después de cazar una presa tan grande no se durmiese un poco en los laureles.

—Quiero que todo el mundo le diga lo muertos que estamos —explicó Smiley.

Su técnica de ala rota se extendió pronto a otras esferas, y una de las tareas más entretenidas de Guillam fue cerciorarse de que Roddy Martindale estaba bien provisto de penosas historias sobre el desconcierto que reinaba en el Circus.

Y los excavadores seguían con su tarea. La llamarían, después, la falsa paz. Tenían el mapa, dijo más tarde Connie, y tenían los emplazamientos, pero aún había que trasladar montañas a
cucharadas.
En la espera, Guillam invitó a Molly Meakin a prolongadas y costosas cenas, pero la cosa acabó sin que llegaran a nada definitivo. Jugó al
squash
con ella y admiró su vista, nadó con ella y admiró su cuerpo, pero ella le vedó un contacto más íntimo con una extraña y misteriosa sonrisa, apartando la cabeza y bajándola aunque sin dejarle que se separara de ella.

Bajo la continua presión de la ociosidad, Fawn, el factótum, empezó a actuar de forma extraña. Cuando desapareció Smiley y le dejó solo, Fawn pasó a vivir literalmente consumido, aguardando el regreso de su jefe. Guillam, que le sorprendió una noche en su pequeña madriguera, se quedó sobrecogido al verle en un acuclillamiento casi fetal, enrollando y enrollando un pañuelo al pulgar como una ligadura, para hacerse daño.

—¡Por amor de Dios, hombre, que no es nada personal! —exclamó—. George no te necesita por ahora, no es más que eso. Tómate unos días de descanso o algo así. Refréscate.

Pero Fawn siempre llamaba a Smiley el Jefe, y miraba de reojo a los que le llamaban George.

Fue hacia el final de esta fase estéril cuando apareció en la quinta planta un artilugio nuevo y maravilloso. Lo trajeron en maletas dos técnicos de pelo a cepillo, y lo instalaron en tres días: un teléfono verde destinado, pese a los prejuicios de Smiley, a su escritorio, y que le conectaba directamente con el Anexo. Pasaba por la sala de Guillam, y estaba ligado a toda suerte de cajas grises anónimas que ronroneaban sin previo aviso. Su presencia no hizo más que intensificar el estado de ánimo general de nerviosismo: ¿Qué utilidad tenía una máquina, se preguntaban unos a otros, si no tenían nada que poner en ella?

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