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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (18 page)

BOOK: El honorable colegial
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Smiley había adoptado una nueva posición, al otro lado de la estancia, no lejos de la cama. Tras él, brillaba con el fuego avivado, una —fotografía vieja y borrosa. Jerry se había fijado en ella al entrar. De pronto, por un instante, tuvo la sensación de ser objeto de un doble escrutinio. El de Smiley y el de los borrosos ojos de la foto que bailaban a la luz de las llamas detrás de aquel cristal. Los rumores de preparativos se multiplicaban. Se oyeron voces y ráfagas de risas, arrastrar de sillas.

—Leí una vez —dijo Smiley— a un historiador, creo, norteamericano, ¿cómo no?, que decía que las generaciones que nacen en las cárceles de deudores se pasan la vida comprando el camino hacia la libertad. Yo creo que la nuestra es una de esas generaciones. ¿No te parece? Yo aún tengo una fuerte sensación de que debo, ¿tú no? Siempre he agradecido a este servicio el que me diese una posibilidad de pagar. ¿Sientes

lo mismo? No creo que debamos de tener miedo a… consagrarnos a una causa. ¿Soy anticuado por decir eso?

La cara de Jerry adoptó un aire completamente inexpresivo. Siempre olvidaba ese aspecto de Smiley cuando estaba lejos de él, y lo recordaba demasiado tarde cuando estaba con él. En el viejo George había, algo de cura fracasado, y cuanto más viejo era, más patente se hacía. Parecía pensar que todo el cochino mundo occidental compartía sus pesares y que había que explicarlo para que la gente pensase como es debido.

—En ese sentido, yo creo que podemos felicitamos por ser un poquito anticuados…

A Jerry le pareció ya suficiente.

—Amigo —objetó, con una torpe risa, mientras se le subía el color a la cara—. Por amor de Dios. Dime qué he de hacer y lo haré. El sabio eres tú, no yo. Márcame las jugadas, y las haré. El mundo está lleno de intelectuales de tres al cuarto armados con quince argumentos contrapuestos para no limpiarse las malditas narices. No necesitamos más. ¿De acuerdo? Por Dios, hombre…

Un repiqueteo en la puerta anunció la reaparición de Guillam.

—Ya están encendidas todas las pipas de la paz, jefe.

Para su sorpresa, por encima del estruendo de esta interrupción, Jerry creyó captar el término «Don Juan», pero no pudo apreciar, ni le preocupó demasiado, si se refería a él o al poeta Heine. Smiley vaciló, frunció el ceño, luego pareció despertar de nuevo a su nuevo entorno. Miró a Guillam, luego una vez más a Jerry, luego, sus ojos se asentaron en esa distancia media que es coto especial de los académicos ingleses.

—Bueno, está bien, sí, empecemos a dar cuerda al reloj —dijo, con tono remoto.

Al salir, Jerry se detuvo para admirar la fotografía de la pared, y, con las manos en los bolsillos, le hizo una mueca, con la esperanza de que Guillam se quedase también atrás, cosa que hizo.

—Parece que se hubiese tragado su última moneda de diez peniques —dijo Jerry—. ¿Quién es?

—Karla —dijo Guillam—. Reclutó a Bill Haydon. Agente ruso.

—Parece más bien un nombre de mujer. ¿Cómo lo conseguisteis?

—Es el nombre en clave de su primera red. Y hay una escuela filosófica que afirma que es también el nombre de su único amor.

—Al cuerno con él —dijo Jerry despreocupadamente, y, aún sonriendo, pasó ante él, camino de la sala de juegos.

Smiley, quizás deliberadamente, se había adelantado, alejándose lo bastante para no oírles.

—¿Aún sigues con aquella chica medio chiflada, la que toca la flauta? —preguntó Jerry a Guillam.

—Ya no está tan chiflada —dijo Guillam.

Dieron unos cuantos pasos más.

—¿Se largó? —preguntó Jerry, con simpatía.

—Algo así.

—¿Y él está
bien? —
preguntó Jerry sobre la marcha, indicando con un gesto la figura solitaria que iba delante de ellos. ¿Está bien alimentado y abrigado? Esas cosas…

—Nunca ha estado mejor. ¿Por qué?

—No, por nada, sólo preguntaba —dijo Jerry, muy complacido.

Desde el aeropuerto, Jerry llamó a su hija, a Cat, cosa que raras veces hacía, pero esta vez tenía que hacerlo. Sabía que era un error ya antes de meter la moneda, pero persistió aun así; ni siquiera la voz terriblemente familiar de su antigua esposa le disuadió de hacerlo.

—¡Qué hay! Soy yo, yo mismo. Super. Bueno, dime, ¿qué tal Phillie?

Phillie era el nuevo marido de ella, un funcionario del Gobierno a punto ya de jubilarse, aunque más joven que Jerry en por lo menos treinta estúpidas vidas.

—Perfectamente, gracias —replicó ella en el tono gélido con que las ex esposas defienden a su nueva pareja—. ¿Llamabas por eso?

—Bueno, se me ocurrió que podría charlar un poco con la amiga Cat. Me voy una temporada a Oriente; otra vez el trabajo —dijo.

Le pareció obligado disculparse, así que añadió:

—El tebeo necesita un corresponsal allí —dijo, y oyó el resonar del teléfono en el arcón del recibidor. Roble, recordó. Patas de alfeñique. Otra de las sobras del viejo Sambo.

—¿Papi?

—¡Hola! —gritó él, como si estuviera mal la línea, como si ella le hubiera cogido por sorpresa—. ¿Cat? Hola, escucha, cariño, ¿recibiste las postales?

Sabía que las había recibido. Se las había agradecido regularmente en sus cartas semanales.

Al no oír más que
papá
repetido en un tono interrogante, Jerry preguntó jovialmente:

—Aún coleccionas sellos, ¿verdad? Es que me voy a Oriente, ¿sabes?

Avisaban la salida de unos aviones, el aterrizaje de otros, mundos enteros cambiaban de lugar, pero Jerry Westerby estaba allí inmóvil en medio de aquella procesión, hablando con su hija.

—Te gustaban muchísimo los sellos —le recordó.

—Tengo diecisiete años.

—Claro, claro, ¿qué coleccionas ahora? No me lo digas. ¡Chicos!

Con el humor más jovial posible, mantuvo la pelota en movimiento mientras bailoteaba, saltando de una bota de cabritilla a otra, haciendo chistes y suministrando él mismo la risa.

—Escucha, te dejo un poco de dinero, Bladd y Rodney se encargarán de eso, algo así como el cumpleaños y Navidad juntos, será mejor que hables con mamá antes de gastarlo. O quizás con Phillie. ¿Eh? Un tipo sólido, ¿verdad? Pídele su opinión, es algo en lo que seguro que le gustará clavar el diente.

Abrió la puerta de la cabina para añadir una algarabía artificial.

—Me parece que anuncian ya mi vuelo, Cat —gritó por encima del estruendo—. Oye, cuidado con lo que haces, ¿me oyes? Cuidado. No te des demasiado fácilmente. ¿Me entiendes?

Hizo cola para el bar un rato, pero en el último momento despertó el viejo oriental que había en él y se dirigió al autoservicio. Quizá tardase mucho en conseguir su próximo vaso de leche fresca de vaca. Mientras hacía cola, tuvo la sensación de que le vigilaban. No tenía nada de particular: en un aeropuerto, todos se vigilan y se observan, así que, ¿por qué preocuparse? Pensó en la huérfana y pensó que ojalá hubiera tenido tiempo de conseguirse una chica antes de partir, aunque sólo fuese para quitarse el mal recuerdo de aquella marcha inevitable.

Smiley caminaba, hombrecillo redondo de impermeable. Periodistas de ecos de sociedad con más clase que Jerry, que observasen astutamente su peregrinaje por los alrededores de Charing Cross Road, habrían identificado el tipo de inmediato: la personificación de la brigada de los del impermeable, carne de cañón de las saunas mixtas y de las librerías pornográficas. Aquellos largos paseos se habían convertido para él en un hábito. Con sus nuevas energías, podía recorrer medio Londres sin darse cuenta. Desde Cambridge Circus, ahora que conocía los atajos, podía tomar cualquiera de las veinte rutas posibles y no cruzar nunca dos veces por el mismo sitio. Una vez elegido el principio, dejaba que la suerte y el instinto le guiasen, mientras la otra parte de su mente recorría las más remotas regiones de su alma. Pero aquella noche su paseo tenía un sentido especial, le arrastraba hacia el sur y hacia el oeste y Smiley cedía a aquella atracción. El aire era fresco y húmedo, y colgaba una áspera niebla que jamás había visto el sol. Caminando, Smiley llevaba consigo su propia isla, y ésta estaba atestada de imágenes, no de personas. Como una capa más, las paredes blancas le encerraban en sus pensamientos. En un portal cuchicheaban dos asesinos de chaquetas de cuero; bajo una farola, un muchacho de pelo oscuro aferraba con fuerza el estuche de un violín. A la salida de un teatro, la gente que esperaba ardía bajo el resplandor de las luces de la marquesina de arriba, y la niebla se rizaba alrededor como el humo de un fuego. Smiley jamás había entrado en combate sabiendo tan poco y esperando tanto. Se sentía como atraído por un señuelo, y se sentía perseguido. Sin embargo, cuando se cansaba, y se detenía por un momento y consideraba las bases lógicas de lo que estaba haciendo, se le escapaban casi. Miraba atrás y veía aguardándole las mandíbulas del fracaso. Miraba hacia delante y, a través de sus húmedas gafas, veía fantasmas de grandes esperanzas bailando en la niebla. Miraba alrededor, y sabía que no había nada para él donde estaba. Avanzaba sin embargo sin plena convicción. De nada valía volver a ensayar los pasos que le habían llevado hasta aquel punto: la veta de oro rusa, las huellas del ejército privado de Karla, la minuciosidad de los esfuerzos de Haydon para borrar todo rastro. Pasados los límites de estas razones exteriores, percibía Smiley en sí mismo la presencia de un motivo más hondo, infinitamente más confuso, un motivo que su razón seguía rechazando. Le llamaba Karla, y era cierto que en alguna parte de él, como una leyenda sobrante, ardían las ascuas del odio hacia el hombre que se había lanzado a destruir los templos de su fe privada, o lo que pudiera quedar de ellos: el servicio que amaba, sus amigos, su país, su idea de un equilibrio razonable de los asuntos humanos. Era cierto también que hacía una vida o dos, en una asfixiante cárcel india, los dos hombres habían llegado realmente a verse cara a cara, Smiley y Karla, con una mesa de hierro por medio; aunque Smiley no tenía ninguna razón entonces para saber que se hallaba en presencia de su destino: Karla corría peligro en Moscú; Smiley había intentado atraerle a Occidente, y Karla no había contestado, prefiriendo la muerte o un destino peor a una deserción fácil. Y, sí, de vez en cuando, el recuerdo de aquel encuentro, de la cara sin afeitar de Karla y de sus ojos observadores e introspectivos acudía a él como un espectro acusador que surgiese de la oscuridad de su propio cuarto, mientras dormía intermitentemente en su catre.

Pero en realidad el odio no era una emoción que pudiera mantener durante mucho tiempo, salvo que fuera la otra cara del amor.

Se aproximaba ya a King’s Road, Chelsea. La niebla era más espesa por la proximidad del río. Los globos de las farolas colgaban sobre él como linternas chinas de las desnudas ramas de los árboles. El tráfico era cauto y escaso. Cruzó y siguió la acera hasta Bywater Street y entró por ella, un callejón sin salida, de limpias casas con galerías de fachada lisa. Avanzó con mayor discreción ahora, manteniéndose en la parte oeste y al amparo de los coches aparcados. Era la hora del cóctel y vio en otras ventanas cabezas que hablaban y gritaban, bocas silenciosas. Reconoció algunas, a algunas hasta les había puesto nombre ella: Félix el Gato, Lady Macbeth, el Fumador de cigarros. Llegó a la altura de su propia casa. A su regreso, ella había hecho pintar las contraventanas de azul y aún estaban de azul. Las cortinas aún no estaban echadas; a ella no le gustaba sentirse encajonada. Estaba sentada, sola, en su escritorio, y parecía que hubiera compuesto la escena deliberadamente para él: la bella y consciente esposa que al final de la jornada atiende las cuestiones de administración doméstica. Estaba escuchando música; captó su eco, portado por la niebla. Sibelius. Él no tenía gran sensibilidad para la música, pero conocía todos los discos que tenía ella y había alabado varias veces a Sibelius por cortesía. No podía ver el gramófono, pero sabía que estaba en el suelo, donde estaba también para Bill Haydon, cuando ella arrastraba su aventura con él. Smiley se preguntó si estaría al lado el diccionario de alemán, y la antología de poesía alemana que ella tenía. En la última o las dos últimas décadas, normalmente durante las reconciliaciones, ella, teatralmente, había hecho propósito, varias veces, de aprender alemán, para que Smiley pudiese leerle en voz alta.

Mientras él miraba, ella se levantó, cruzó el cuarto, se detuvo frente al lindo espejo dorado para arreglarse el pelo. Las notas que solía escribirse a sí misma estaban encajadas en el marco. ¿Qué sería esta vez?, se preguntó Smiley.
Rapapolvo al garaje. Cancelar comida Modéleme. Destruir carnicero.
A veces, cuando la situación era tensa, le había enviado mensajes de ese modo:
Obligar a George a sonreír, disculparse hipócritamente por lapsus.
En épocas muy malas, le escribía cartas sinceras, y se las ponía allí para la colección que tenía él.

Smiley advirtió sorprendido que apagaba la luz. Oyó los cerrojos de la puerta de entrada. Echa la cadena, pensó automáticamente. El cierre doble de la Banhams. ¿Cuántas veces he de decirte que esos cerrojos son tan débiles como los tomillos que los sostienen? Extraño, de todos modos: había supuesto, Dios sabe por qué, que dejaría el cierre sin echar por si él volvía. Luego se encendió la luz del dormitorio y Smiley vio perfilarse su cuerpo en la ventana mientras, como un ángel, extendía los brazos hacia las cortinas. Las corrió casi hacia ella, se detuvo, y Smiley temió por un instante que le hubiera visto, hasta que recordó su miopía y su oposición a llevar gafas. Va a salir, pensó. Ahora va a arreglarse. Vio su cabeza medio vuelta como si le hubiera hablado alguien. Vio que sus labios se movían, y que se fruncían en una sonrisa animosa mientras alzaba los brazos otra vez, hacia la nuca ahora, y empezaba a desabrochar el primer botón de la bata. Y en aquel mismo instante, llenó bruscamente el vacío que había entre las cortinas la presencia de otras manos impacientes.

Oh
no,
pensó Smiley desesperado. ¡Por favor! ¡Espera a que me vaya!

Durante un minuto, puede que más, allí de pie, en la acera, contempló incrédulo la ventana a oscuras, hasta que la cólera, la vergüenza y, por último, el asco, estallaron en él junto con una angustia física y se volvió y caminó de nuevo ciego, apresurado, tomando nuevamente King’s Road. ¿Quién seria esta vez? ¿Otro bailarín de ballet imberbe que realizaba algún ritual narcisista? ¿Su miserable primo Miles, el político de carrera? ¿O un Adonis de una noche cazado en la taberna más cercana?

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