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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (15 page)

BOOK: El honorable colegial
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Pero tenían algo.

De pronto, se corrió la noticia. Connie no decía lo que había encontrado, pero las nuevas del descubrimiento corrieron como fuego por todo el edificio: «¡Connie ha dado en el blanco! ¡Los excavadores lo han conseguido! ¡Han encontrado la nueva veta de oro! ¡Y la han seguido hasta el final!»

¿Hasta qué final? ¿Hasta quién? ¿Dónde acababa? Connie y di Salis seguían guardando silencio. Durante un día y una noche, entraron y salieron de la sala del trono, cargados de fichas, una vez más, sin duda con el objeto de mostrarle a Smiley sus trabajos.

Luego, Smiley desapareció tres días y Guillam sólo supo mucho después que «a fin de ajustar todos los tomillos», como dijo él, había visitado Hamburgo y Amsterdam para tratar ciertos asuntos con determinados banqueros, muy distinguidos, que él conocía. Estos caballeros dedicaron mucho tiempo a explicarle que la guerra había terminado y que no podían, en realidad, violar su código de ética profesional, y luego le dieron la información que tanto necesitaba: que fue sólo la confirmación definitiva de todo lo que los excavadores habían deducido. Volvió Smiley pero Peter Guillam aún siguió segregado, y podría muy bien haber seguido así indefinidamente, en aquel limbo privado, de no haber sido por la cena de los Lacon.

A él te incluyeron por puro azar. Y también la cena fue cosa casual. Smiley le había pedido a Lacon una cita por la tarde en la oficina de la Presidencia del Gobierno, y pasó varias horas de conciliábulo con Connie y di Salis preparándose para ella. Pero a Lacon le convocaron a última hora sus jefes parlamentarios, y propuso una comida informal en su horrible mansión de Ascott en lugar de la cita concertada. A Smiley le reventaba conducir y no había ningún coche de servicio. Guillam se ofreció al final a hacerle de chófer en su ventiladísimo y viejo Porsche, tras haberle echado por encima una manta que llevaba en el coche por si Molly Meakin aceptaba ir con él de excursión. Durante el trayecto, Smiley intentó charlar de cosas intrascendentes, cosa rara en él, pero estaba nervioso. Llegaron lloviendo y hubo discusión en la puerta sobre qué hacer con el inesperado subalterno. Smiley insistió en que Guillam hiciese lo que le pareciese y volviese a buscarle a las diez y media: los Lacon insistieron en que
debía
quedarse. Había en realidad
montones
de comida.

—Lo que tú digas —dijo Guillam a Smiley.

—Bueno, por mí no hay problema. Por mí puedes quedarte, si a los Lacon no les importa, naturalmente —dijo con acritud Smiley, y entraron.

Así que pusieron un cuarto plato a la mesa y se cortó la carne demasiado hecha en trocitos hasta que pareció guisado seco, y despacharon a una hija en bicicleta con una libra a por una segunda botella de vino a la taberna que había carretera arriba. La señora Lacon era rubia, rubicunda y conejesca, una novia—niña que se había convertido en niña—madre. La mesa era demasiado larga para cuatro. Colocó a Smiley y a su marido a un extremo y a Guillam junto a ella. Tras preguntarle si le gustaban los madrigales, se embarcó en una descripción interminable de un concierto del colegio particular de su hija. Dijo que estaba absolutamente
echado a perder
por los extranjeros ricos que estaban admitiendo para equilibrar el presupuesto. La mitad de ellos ni siquiera eran capaces de cantar a la manera occidental:

—Bueno, lo que quiero decir es que a quién puede agradarle que su hijo se eduque con un montón de persas cuando ellos tienen seis mujeres cada uno —decía.

Guillam iba dándole cuerda mientras procuraba captar el diálogo que tenía lugar al otro extremo de la mesa. Lacon parecía bolear y batear a un tiempo.

—Primero, tú me haces la petición
a mí —
decía—. Estás haciendo eso ahora, muy adecuadamente. En esta etapa, no deberías darme más que un esbozo introductorio. Lo tradicional es que a los ministros no les guste todo lo que no quepa escrito en una postal. Y a ser posible, una postal
ilustrada —
añadió, y dio un delicado sorbo a aquel tinto repugnante.

La señora Lacon, en cuya intolerancia resplandecía una beatífica inocencia, empezó a protestar por los judíos.

—Bueno, y además no comen la
comida
que hacemos nosotros —decía—. Según Penny, toman cosas especiales de arenque en la comida.

Guillam perdió de nuevo el hilo, hasta que Lacon alzó la voz advirtiendo:

—Procura mantener a
Karla
fuera de esto, George. Ya te lo he dicho antes. Aprende a decir
Moscú
en vez de Karla. ¿De acuerdo? A ellos no les gustan las alusiones personales. Por muy desapasionadamente que le odies. Ni a mí.

—Moscú entonces —dijo Smiley.

—No es que una
los
deteste —
dijo la señora Lacon—. Es sólo que son distintos.

Lacon tomó de nuevo un tema anterior.

—Cuando dices una suma
grande,
¿a qué te refieres en concreto?

—Aún no estamos en situación de decirlo —contestó Smiley.

—Bueno. Más tentador. ¿No tienes en cuenta el factor pánico?

Smiley no entendió la pregunta mejor que Guillam.

—¿Qué es lo que más te alarma de tu descubrimiento, George? ¿Qué es lo que más temes, en tu papel de perro guardián?

—¿La seguridad de una Colonia de la Corona Británica? —sugirió Smiley, después de pensarlo un poco.

—Están hablando de Hong Kong —explicó la señora Lacon a Guillam—. Mi tío fue secretario político. Por el lado de papá —añadió—. Los hermanos de mamá nunca hicieron nada inteligente.

Dijo que Hong Kong era bonito pero que olía muy mal.

Lacon estaba ya algo achispado y divagaba.

—Colonia… Dios mío, ¿has oído eso, Val? —dijo, hacia el otro extremo de la mesa, aprovechando la ocasión para educar a su esposa—. El doble de ricos que nosotros, según mi opinión, y, desde la posición que yo ocupo, envidiablemente más seguros también. El tratado aún tiene veinte años de vigencia, si es que los chinos lo aplican. ¡A este paso, nos acompañarían a la puerta, con mucho gusto!

—Olivier cree que estamos
condenados —
explicó la señora Lacon a Guillam con gran vehemencia, como si estuviera haciéndole partícipe de un secreto de la familia. Luego lanzó a su marido una sonrisa angélica.

Lacon volvió a su tono confidencial, pero siguió hablando alto, y Guillam supuso que estaba intentando lucirse para su mujer.

—¿No es cierto que pretendes decirme también (como fondo de la postal, como si dijésemos) que una mayor presencia de los servicios secretos soviéticos en Hong Kong constituiría motivo de notable embarazo para el gobierno colonial en sus relaciones con Pekín?

—Antes de que yo llegase a eso…

—De cuya magnanimidad —prosiguió Lacon— depende continuamente para su supervivencia. ¿No?

—Es precisamente por esas mismas implicaciones… —dijo Smiley.

—¡Oh, Penny! ¡Estás desnuda! —gritó con indulgencia la señora Lacon.

Y, proporcionando a Guillam un celestial respiro, se lanzó a tranquilizar a una hijita rebelde que había aparecido en la puerta. Lacon se había llenado los pulmones, entretanto, para lanzar un aria.

—En consecuencia, no sólo estamos protegiendo Hong Kong de los rusos (lo que ya es bastante peliagudo, te lo garantizo, pero quizás no lo
bastante
grave para algunos de nuestros ministros mis soñadores) sino que estamos protegiéndole de la cólera de Pekín, que, según opinión universal, es terrible, ¿no es cierto, Guillam? Sin
embargo… —
dijo Lacon, y para subrayar la
volte face
llegó al punto de inmovilizar el brazo de Smiley con su gran mano hasta hacerle posar el vaso —sin
embargo —
advirtió, mientras su errática voz caía y volvía a remontarse —el que nuestros jefes se traguen todo esto es una cuestión completamente distinta.

—Yo no consideraría la posibilidad de consultarles hasta haber obtenido una confirmación de los datos que tenemos —dijo Smiley con viveza.

—Sí, pero no puedes, ¿verdad? —alegó Lacon, cambiando los sombreros—. No puedes ir más allá de la investigación interior. No tienes permiso.

—Sin comprobar la información…

—Bueno, ¿y qué supondría eso, George?

—Habría que colocar un agente sobre el terreno.

Lacon enarcó las cejas y apartó la cabeza, con lo que a Guillam le recordó irresistiblemente a Molly Meakin.

—El método no es asunto mío, ni los detalles. Es evidente que no puedes hacer nada embarazoso puesto que no tienes dinero ni recursos —sirvió más vino, derramando un poco—. ¡Val! —gritó—. ¡Un paño!

—Tengo
algo
de dinero.

—Pero no para ese fin.

El vino había manchado el mantel. Guillam echó sal encima mientras Lacon lo alzaba y metía debajo su servilletero para salvar el barnizado.

Siguió un largo silencio, roto por el goteo del vino en el suelo de parquet. Por fin. Lacon dijo:

—Te corresponde por entero a ti definir lo que puede ser cargado en cuenta durante tu mandato.

—¿Puedo tener eso por escrito?

—No, amigo mío.

—¿Puedo tener una autorización tuya para dar los pasos necesarios para corroborar la información?

—No, amigo.

—¿Pero tú no me bloquearás?

—Puesto que no sé nada de métodos, y no se me consulta, difícilmente puede corresponderme dictarte lo que has de hacer.

—Pero, si hago una consulta formal… —comenzó Smiley.

—¡Val,
trae
un paño! En cuanto hagas una petición formal, yo me lavaré las manos por completo. Es el comité de control de los servicios secretos, no yo, quien determina el alcance de tu actuación. Tú harás tu discurso. Ellos te oirán. A partir de entonces, la cosa queda entre tú y ellos. Yo sólo soy la comadrona. ¡Val, trae un paño, se está poniendo todo perdido!

—Sí, claro, es mi cabeza la que —corre peligro, no la tuya —dijo Smiley, casi para sí—. Tú eres imparcial. Ya conozco ese cuento.


Oliver
no es imparcial —dijo la señora Lacon jubilosamente, mientras volvía con la niña en brazos, peinada y con el camisón puesto—. Está
terriblemente
a tu favor, ¿no es así, Olly?

Y le entregó un paño a Lacon y éste empezó a limpiar.

—Últimamente —prosiguió—, se ha convertido en un verdadero
halcón.
Mejor que los norteamericanos. Ahora, da las buenas noches a todo el mundo, Penny, vamos.

Y les fue ofreciendo la niña a uno tras otro.

—Primero el señor Smiley… el señor Guillam; ahora papá… ¿qué tal Ann, George, supongo que no estará otra vez en el campo?

—Oh, muy bien, gracias.

—Bueno, obliga a Oliver a darte lo que quieres. Se está haciendo terriblemente
pomposo.
¿No es cierto, Olly?

Y se fue, bailoteando y cantando a la niña sus rituales.

—A serrín, a serrán… a serrín, a serrán… maderitas de San Juan…

Lacon la vio salir orgulloso.

—Ahora dime, George, ¿vas a meter a los norteamericanos en el asunto? —preguntó despreocupadamente—. Ya sabes que significaría dinero. Si metes a los primos, arrastrarás al comité sin problema. Los de Asuntos Exteriores te comerían en la mano.

—Prefiero operar por mi cuenta en esto.

Ojalá no hubiese existido nunca el teléfono verde, pensó Guillam.

Lacon rumiaba, agitando el vaso.

—Lástima —dijo, al fin—. Lástima. Si no están los primos, no hay factor pánico.

Contempló a aquel individuo rechoncho y vulgar que tenía ante sí. Smiley estaba sentado con las manos juntas, los ojos semicerrados, parecía medio dormido.

—Y tampoco credibilidad —continuó Lacon; parecía un comentario directo sobre la apariencia de Smiley—. Defensa no alzará un dedo por ti, eso para empezar. Ni tampoco los de Interior. Con Hacienda hay un cincuenta por ciento de probabilidades. Y con Asuntos Exteriores… depende de a quién manden a la reunión y lo que hayan desayunado —reflexionó de nuevo, y añadió:

—George.

—¿Sí?

—Déjame que te mande a un abogado. Alguien que pueda defenderte, hacer valer tu petición, llevarla hasta las barricadas.

—¡Oh, no, gracias, creo que puedo arreglármelas solo!

—Hazle descansar más —aconsejó a Guillam en un susurro ensordecedor, cuando se dirigían ya hacia el coche—. Y procura que deje esas chaquetas negras y esa ropa que lleva. Le sienta muy mal. ¡Adiós, George! Llámame mañana sí cambias de opinión y quieres ayuda. Conduce con cuidado, Guillam. Recuerda que has bebido.

Cuando cruzaban las verjas, Guillam dijo algo verdaderamente muy grosero, pero Smiley estaba demasiado sepultado en la manta para oírle.

—Así que se trata de Hong Kong… —dijo Guillam, mientras se alejaba.

No hubo respuestas, pero tampoco desmentido.

—¿Y quién es el afortunado agente? —preguntó Guillam, poco después, en realidad sin ninguna esperanza de obtener respuesta—. ¿O no vamos a hacer más que andar al rabo de los primos?

—No andamos al rabo de ellos —replicó Smiley, con viveza—. Si les metemos en esto, nos dejarán en la estacada. Y si no lo hacemos, no tenemos recursos. Se trata de una cuestión de equilibrio, ni más ni menos.

Y volvió a sepultarse en la manta.

Pero he aquí que al día siguiente ya estaban en marcha.

A las diez, Smiley convocó una reunión de la dirección operativa. Habló Smiley, habló Connie, di Salis se manoseó y se rascó como un agusanado tutor de corte de una comedia de la Restauración, hasta que le tocó el turno y habló, con su voz inteligente y cascada. Esa misma noche, Smiley mandó su telegrama a Italia: uno de verdad, no sólo una señal, consigna Tutor, copia al archivo, que crecía con gran rapidez. Lo redactó Smiley y Guillam se lo llevó a Fawn que lo transportó triunfal a la oficina de correos de Charing Cross, que estaba abierta toda la noche. Por el aire ceremonioso con que partió Fawn, podría haberse llegado a pensar que el pequeño impreso amarillento era el punto culminante de una vida muy poco aventurera. No era así. Antes de la caída, Fawn había trabajado bajo las órdenes de Guillam como cazador de cabelleras con base en Brixton. Su actividad profesional, sin embargo, era la de matador silencioso.

5
Un paseo por el parque

La despedida de Jerry Westerby tuvo un aire festivo y bullicioso, a lo largo de toda aquella semana soleada, que nunca llegó a desvanecerse. Parecía como si Jerry se estuviese aferrando al final del verano lo mismo que hacía Londres. Madrastras, vacunas, agencias de viaje, agentes literarios y editores de Fleet Street: todo lo recorrió Jerry, aunque Londres le resultase tan odioso como la peste, con su paso alegre y decidido. Tenía incluso una personalidad londinense a juego con las botas de cabritilla: su traje, no exactamente Savile Row, pero un traje, sin lugar a dudas. El uniforme carcelario, como decía la huérfana, era un chisme lavable de un azul desvaído, obra de una sastrería de las que lo hacen en veinticuatro horas, llamada «Pontschak Happy House of Bangkok», que lo garantizaba como
inarrugable,
en radiantes letras de seda, en la etiqueta. Con la suave brisa del mediodía se hinchaba, ligero como los vestidos de las damas en los muelles de Brighton. La camisa de seda, que era del mismo origen, tenía un tono amarillento de vestuario deportivo que recordaba Wimbledon o’Henley. El bronceado, aunque toscano, era tan inglés como la famosa corbata de criquet que ondeaba en su persona como patriótica bandera. Sólo su expresión tenía, para los muy entendidos, ese claro brillo de alerta, que también había advertido Mama Stefano, la encargada de correos, y que el instinto describe como «profesional», y ahí lo deja. A veces, si preveía una espera, llevaba consigo el saco de libros, lo que le daba un aire de palurdo: Dick Whittington llega a la ciudad.

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