Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
—Trabajo de artesanía —explicó—. Ni sacudir el árbol, ni líneas laterales, ni nada de nada: muchachos laosianos.
—¿Nuestros?
—Tres años en la brecha —dijo Sam—. Y
buenos —
añadió el agente de campo que llevaba dentro, para quien todos sus gansos son cisnes.
Los citados sabuesos vigilaron la cartera de mano en su viaje siguiente. El taxi, distinto al del mes anterior, llevó a Boris de gira por toda la ciudad y a la media hora volvió a dejarle junto a la plaza principal, no muy lejos del banco. Comercial Boris caminó un corto trecho, entró en otro banco, uno local, e ingresó toda la suma directamente por la ventanilla en otra cuenta.
—Así que tra—la—lá —dijo Sam, y encendió otro pitillo, sin molestarse en ocultar el gozoso desconcierto que le producía el hecho de que Smiley reconstruyese verbalmente un caso tan documentado.
—Tra—la—lá, desde luego —murmuró éste, escribiendo afanoso.
Tras esto, dijo Sam, los muchachos volvieron e informaron. Sam no se movió en un par de semanas, para dejar que se posase el polvo y lanzó luego a su ayudante femenino a asestar el golpe final.
—¿Nombre?
Lo dio. Una veterana con base en casa, adiestrada por Sarratt, que compartía su cobertura comercial. La chica esperó a Boris en el banco local, le dejó terminar de rellenar la hoja de ingreso y luego montó un numerito.
—¿Qué hizo? —preguntó Smiley.
—Exigió que la atendiesen antes —dijo Sam con una sonrisa—. El hermano Boris, como era un cerdo machista, creía tener los mismos derechos y protestó. Hubo una discusión.
La hoja de ingreso estaba allí encima, explicó Sam, y la chica, a la vez que montaba su número, consiguió leerla: veinticinco mil dólares norteamericanos ingresados en la cuenta exterior de una empresa aeronáutica de chiste llamada Indocharter Vientiane, S. A.:
—Valores, unos cuantos DC3 escacharrados, una choza de— lata, un montón de papel de correspondencia con un membrete de fantasía, una rubia tonta en la oficina y un estrafalario piloto mexicano a quien en toda la ciudad llamaban Ricardo el Chiquitín por su considerable estatura —dijo Sam. Y añadió—: Y la anónima colección habitual de diligentes chinos en el despacho de atrás, por supuesto.
Smiley estaba tan alerta en aquel momento que podría haber sentido caer una hoja. Pero lo que oyó, metafóricamente, fue estruendo de barreras alzándose y supo de inmediato, por el tono, por el endurecimiento de la voz, por los pequeños signos del rostro y del cuerpo que indicaban exagerada indiferencia, que estaba aproximándose al núcleo mismo de las defensas de Sam.
Anotó, pues, el dato mentalmente, y decidió seguir un rato con la empresa aeronáutica de chiste.
—Vaya —gorjeó—, ¿así que ya conocías esa empresa? Sam puso boca arriba una carlita.
—Bueno, Vientiane no es precisamente una gran metrópoli, amigo.
—Pero bueno, tú la conocías, ¿no es así?
—Todo el mundo conocía a Ricardo el Chiquitín allí —dijo Sam; la sonrisa era más amplia que nunca y Smiley advirtió en seguida que Sam le estaba tirando arena a los ojos. Aun así, siguió el juego.
—Hablame de él entonces —propuso.
—Uno de los ex payasos de Air América. Vientiane estaba lleno de ellos. Lucharon en la guerra secreta de Laos.
—Y la perdieron —dijo Smiley, escribiendo de nuevo.
—Sin ayuda de nadie —aceptó Sam, viendo cómo ponía Smiley una hoja a un lado y cogía otra del cajón—. Ricardo era una leyenda local. Había volado con el capitán Rocky y con los otros. Había hecho un par de incursiones en la provincia de Yunnan para los primos. Cuando acabó la guerra, anduvo una temporada sin rumbo y luego se enroló con los chinos. A esos grupos les llamábamos Air Opium. Por la época en que Bill me hizo volver a casa, eran una industria floreciente.
Smiley siguió dándole cuerda. Mientras creyese que estaba desviándole de la pista, hablaría por los codos. Pero si pensaba que Smiley se acercaba demasiado al asunto, echaría el cierre de inmediato.
—Bien —dijo, pues, cordialmente, tras anotaciones aún más meticulosas—. Volvamos ahora a lo que Sam hizo después. Tenemos lo del dinero, sabemos a quién se abona, quién lo maneja. ¿Cuál fue tu jugada siguiente, Sam?
Bueno, si no recordaba mal, había estudiado los datos uno o dos días. Había
aspectos,
explicó Sam más confiado: detalles chocantes. Primero, estaba el Extraño Caso de Comercial Boris. A Boris, como había indicado ya Sam, se le consideraba un diplomático ruso de verdad, si es que los hay: no se le conocía ninguna conexión con ninguna otra empresa. Sin embargo, operaba solo, disponía en exclusiva de un montón de dinero y, según la modesta experiencia de Sam, cualquiera de estas cosas significaba
agente secreto
sin lugar a dudas.
—No sólo agente, sino un maldito jefazo. Un pagador inflexible y feroz, coronel o más, ¿no?
—¿Qué otros
aspectos,
Sam? —preguntó Smiley, manteniéndole en el mismo rumbo, sin presionarle, sin hacer esfuerzo alguno aún por ir a lo que Sam consideraba el meollo del asunto.
—El dinero no seguía la ruta normal —dijo Sam—. Era muy raro. Lo decía Mac. Lo dije yo. Lo decían todos. Smiley alzó la cabeza más despacio aún que antes.
—¿Por qué? —preguntó, mirando a Sam muy fijo.
—La residencia soviética oficial de Vientiane tenía tres cuentas bancarias en la ciudad. Los primos tenían vigiladas las tres. Las tenían vigiladas desde hacía años. Sabían lo que sacaban los de la residencia al céntimo, y sabían incluso, por el número de cuenta, si era para obtener información secreta o para subversión. La residencia tenía porteadores propios y un sistema de triple firma para toda extracción de fondos superior a los mil pavos. Pero, Dios santo, George, yo creo que todo eso está en archivo, ¿no?
—Sam, quiero que te imagines que no existe archivo —dijo Smiley muy serio, sin dejar de escribir—. Se te explicará todo a su debido tiempo. Ten paciencia.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Sam; Smiley se dio cuenta de que respiraba mucho más tranquilo: parecía creer que ya pisaba terreno firme.
Fue entonces cuando propuso Smiley que subiese la buena de Connie a enterarse, y quizá también el doctor di Salis, dado que el Sudeste Asiático era precisamente su especialidad. En el terreno táctico, se contentaba con esperar su oportunidad con el secretillo de Sam; en el estratégico, el potencial de la historia de Sam era ya de un interés patente. Así que allá se fue Guillam a avisarles, mientras Smiley decretaba un descanso y los dos estiraban las piernas.
—¿Cómo va el trabajo? —preguntó Sam muy cortés.
—Bueno, un poco estancado —admitió Smiley—. ¿Lo echas de menos?
—¿Ése es Karla, verdad? —dijo Sam, mirando la foto.
El tono de Smiley se hizo a la vez vago y pedante.
—¿Quién? Ah sí, sí que lo es. Me temo que no se parezca mucho, pero no tenemos nada mejor de momento.
Era como si estuviera contemplando una acuarela antigua.
—Tienes una cosa personal con él, ¿verdad? —dijo Sam, pensativo.
En ese momento, entraban Connie, di Salis y Guillam, dirigidos por éste, mientras el pequeño Fawn sostenía innecesariamente la puerta abierta.
Con el enigma temporalmente marginado, la asamblea se convirtió en una especie de partida de guerra: se había iniciado la cacería. Primero, Smiley le resumió a Sam el asunto, dejando claro, sobre la marcha, por otra parte, que estaban
fingiendo
que no había datos en el archivo, lo cual era una velada advertencia a los recién llegados. Luego, Sam cogió el hilo donde lo había dejado: en lo de los
aspectos,
los pequeños detalles chocantes; aunque en realidad no había, insistió, mucho más que decir. La pista llevaba hasta Indocharter Vientiane, S. A., y luego quedaba cortada.
—Indocharter era una empresa china en el extranjero —dijo Sam dirigiendo una mirada al doctor di Salis—. Básicamente swatownesa.
Al oír esto, di Salis lanzó un grito, en parte carcajada y en parte lamento.
—Ay, son las peores de todas —declaró, queriendo decir que eran las más difíciles de desenmascarar.
—Eran un grupo chino en el exterior —repitió Sam para los demás— y los manicomios del Sudeste Asiático están hasta los topes de honrados agentes de campo que han intentado aclarar qué vida lleva el dinero caliente después que entra en el buche de los chinos que operan fuera.
Sobre todo, añadió, de los swatowneses, o chiu chows, que eran un grupo aparte, y controlaban los monopolios del arroz en Tailandia, en Laos y en otros puntos. Y, añadió Sam, Indocharter Vientiane. S. A., era un verdadero clásico del grupo. Su cobertura como comerciante le había permitido, claro, investigarla con cierto detalle.
—En primer lugar, la
Société Anonyme
estaba registrada en París —dijo—. En segundo, la
Société,
según información fidedigna, era propiedad de una empresa mercantil shanghainesa, establecida en el exterior y discretamente diversificada, con sede en Manila, propiedad a su vez de una empresa chiu chow registrada en Bangkok, que, a su vez, dependía de una organización totalmente amorfa de Hong Kong llamada China Airsea, inscrita en la Bolsa local, y que tenía de todo, desde flotas de juncos a fábricas de cemento, caballos de carreras y restaurantes. China Airsea era, dentro del marco de Hong Kong, una empresa mercantil excelente, con solera y en buena posición, y probablemente el único contacto entre Indocharter y China fuese que el quinto hermano mayor de alguien tuviese una tía que había ido al colegio con uno de los accionistas y le debía un favor.
Di Salís dio otro cabeceo rápido y aprobatorio y tras unir sus torpes brazos, los encajó en una deforme rodilla que alzó hasta el mentón.
Smiley había cerrado los ojos y parecía adormilado. Pero estaba oyendo, en realidad, exactamente, lo que esperaba oír: cuando llegó lo del personal de la empresa Indocharter, Sam Collins eludió con mucho tiento a cierta persona.
—Pero creo que has mencionado que también había dos personas no chinas en la empresa, Sam —le recordó Smiley—. Una rubia tonta, según dijiste, y un piloto, Ricardo.
Sam rechazó en seguida la objeción, restándole importancia.
—Ricardo era un tarambana —dijo—. Los chinos no le habrían confiado ni el dinero de los sellos. El trabajo de verdad se hacía todo en la habitación de atrás. Si entraba dinero, era allí donde se manejaba, era allí donde se esfumaba. Fuese dinero ruso en efectivo, fuese opio o fuese lo que fuese.
Di Salis, tirándose frenéticamente de una oreja, se apresuró a confirmar:
—Para reaparecer luego en Vancouver, Amsterdam o Hong Kong, o donde convenga al objetivo muy chino de alguien —proclamó, y se desmigajó de satisfacción ante su propia inteligencia.
Sam había conseguido una vez más, pensó Smiley, eludir el anzuelo.
—Bien, bien —dijo—. ¿Qué pasó después, Sam, según tu autorizada versión?
—Londres congeló el caso.
Del absoluto silencio que siguió, Sam debió deducir en un segundo que había tocado un nervio importante. Su actitud lo indicaba: no echó un vistazo para ver la expresión de los demás, ni manifestó curiosidad alguna. Por el contrario, con una especie de teatral modestia, se revisó los brillantes zapatos y los elegantes calcetines y dio una pensativa chupada a su pitillo negro.
—¿Y cuándo fue eso, Sam? —preguntó Smiley.
Sam dio la fecha.
—Retrocede un poco. Sigamos olvidándonos del archivo, ¿entendido? ¿Cuánto sabía Londres de tus investigaciones según ibas haciéndolas? Explícanoslo. ¿Enviaste informes sobre la marcha, a diario? ¿Los envió Mac?
Guillam comentó luego que si las madres del despacho contiguo hubiesen tirado una bomba nadie habría apartado la vista de Sam.
Bueno, dijo tranquilamente éste, como si se burlase del capricho de Smiley, él era un perro viejo. Su principio sobre el terreno había sido siempre primero actuar y luego disculparse. Y también el de Mac. Si obrabas al revés, Londres acababa no dejándote cruzar la calle sin cambiarte primero los pañales, dijo Sam.
—¿Entonces? —dijo pacientemente Smiley.
Pues sucedió que la primera noticia que enviaron a Londres sobre el caso fue, podríamos decir, también la última. Mac certificó la investigación, informó del total de datos obtenidos por Sam y pidió instrucciones.
—¿Y Londres? ¿Qué hizo Londres?
—Mandarle a Mac notificación de máxima prioridad, sacarnos a los dos del caso y ordenarle telegrafiar de inmediato confirmando si yo había entendido la orden y la obedecía. Nos lanzaban, por si acaso, un cohete, ordenándonos que no volviésemos a operar por nuestra cuenta.
Guillam hacía garabatos en la cuartilla que tenía delante: una flor, pétalos luego, luego lluvia cayendo sobre la flor. Connie miraba resplandeciente a Sam como si fuese el día de la boda de éste y de sus ojos infantiles brotaban lágrimas emocionadas. Di Salis trajinaba y se agitaba como siempre, igual que un motor viejo, pero también tenía la vista, en la medida en que podía fijarla en algún sitio, fija en Sam.
—Debisteis enfadaros mucho —dijo Smiley.
—En realidad no mucho.
—¿No tenías ganas de seguir el caso hasta el final? Habías dado un golpe magnífico.
—Bueno, sí, me enfadé un poco, claro.
—Pero cumpliste las órdenes de Londres…
—Soy un soldado, George. Todos estamos en la misma guerra.
—Muy laudable —dijo Smiley, mirando una vez más a Sam, tan elegante y fino con su smoking.
—Órdenes son órdenes —dijo éste, con una sonrisa.
—Sí, claro. Y cuando volviste por fin a Londres —continuó Smiley, en un tono controlado e interrogante— y tuviste tu sesión de «bienvenido a casa buen trabajo» con Bill, ¿le mencionaste el asunto, por casualidad?
—Le pregunté qué demonios pasaba con aquello, sí —aceptó Sam, con la misma indiferencia.
—Y, ¿qué te contestó?
—Acusó a los primos. Dijo que ellos estaban metidos en el asunto antes que nosotros. Dijo que era suyo el caso, y el territorio.
—¿Tenías alguna razón para creerlo?
—Claro. Ricardo.
—¿Sospechabas que era un agente de los primos?
—Hombre, voló para ellos. Estaba ya en sus libros. Era un candidato lógico. Les bastaba con no borrarlo de la nómina.
—Pero no habíamos quedado en que un hombre como Ricardo no tenía acceso a las verdaderas operaciones de la empresa…