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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (54 page)

BOOK: El honorable colegial
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Ahora, irónicamente, con el final tan próximo, Jerry se dio cuenta de que se insistía sobre todo en la carga de supervivencia. Al fondo del aeropuerto, había inmensos aviones de transporte norteamericanos alquilados, Boeing 707 y cuatrimotores turbopropulsados C—130, con la marca
Transworld o Bird Airways o sin
marca alguna. Aterrizaban y despegaban en un torpe y peligroso trasiego, trayendo municiones y arroz de Tailandia y Saigón y combustible y municiones de Tailandia. En su recorrido apresurado hacia la terminal, Jerry vio dos aterrizajes, y en ambas ocasiones contuvo el aliento esperando el resollar final de los reactores al debatirse y estremecerse para frenar dentro del
revêtement,
de cajas de municiones rellenas de tierra en el extremo blando de la pista de aterrizaje. Antes incluso de que se detuvieran, grupos de servicio provistos de chaquetas antibalas y cascos se habían concentrado allí como pelotones desarmados para sacar de las cabinas de carga los preciosos sacos.

Pero ni siquiera los malos presagios pudieron destruir el placer que sentía al verse allí de vuelta.


Vous restez combien de temps, Monsieur? —
preguntó el funcionario de inmigración.


Toujours,
amigo —dijo Jerry—. Mientras me admitáis. Mes aún.

Pensó en preguntar allí mismo por Charlie Mariscal, pero el aeropuerto estaba lleno de policías y espías de todo tipo y mientras no supiera contra lo que tenía que luchar, consideraba que era más prudente no proclamar lo que perseguía. Había una variopinta colección de viejos aviones con nuevas insignias, pero no pudo ver nada que perteneciese a Indocharter, cuyos distintivos registrados, según le había dicho Craw en la reunión informativa de despedida, justo antes de salir de Hong Kong, eran, al parecer, los colores de la cuadra de Ko: gris y azul claro.

Cogió un taxi y subió delante, rechazando cortésmente las amables ofertas de chicas, espectáculos, clubs y muchachos, del taxista. Los
flamboyants
formaban una deliciosa arcada de color naranja contra el pizarroso cielo monzónico. Paró en una tienda de prendas de caballero para cambiar moneda
au cours flexible,
una expresión que le encantaba. Los cambistas de moneda, solían ser chinos, recordó Jerry. Aquel era indio. Los chinos se iban antes, pero los indios se quedaban a recoger la osamenta. Ciudades de chozas se extendían a derecha e izquierda de la carretera. Había refugiados acuclillados por todas partes, cocinando, dormitando en silenciosos grupos. Vio un círculo de niños sentados que se pasaban un cigarrillo.


Nous sommes un village avec une population des millions —
dijo el taxista, en un francés de escolar.

Avanzó hacia ellos un convoy del ejército, los faros encendidos, pegado al centro de la carretera. El taxista se metió dócilmente en el barro. Cerraba la marcha una ambulancia, ambas puertas abiertas. Los cadáveres estaban apilados con los pies hacia fuera, las piernas parecían patas de cerdo, marmóreas y magulladas. Muertos o vivos, qué más daba. Pasaron ante un grupo de casas construidas sobre pilares destrozadas por los cohetes, y entraron en una plaza francesa de provincias: un restaurante, una
épicerie,
una charcutería, anuncios de Byrrh y de Coca—cola. En la acera, niños acuclillados, guardando botellas de vino de a litro llenas de gasolina robada. Jerry recordó también aquello: lo que había pasado en los bombardeos. Las bombas hacían explotar la gasolina y el resultado era un baño de sangre. Volvería a pasar esta vez. Nadie aprendía nada, nada cambiaba, se barrían los restos por la mañana.

—¡Alto! —dijo Jerry, y le pasó inmediatamente al taxista el trozo de papel en el que había escrito la dirección que le habían dado en la librería de Bangkok. Había pensado aparecer en la plaza de noche, y no a plena luz del día, pero le pareció que daba igual ya.


Yaller? —
preguntó el taxista, mirándole sorprendido.

—Eso mismo, amigo.

—Vous
connaissez cette maison?


Son amigos míos.

—A vous?
Un ami à vous?


Periodista —dijo Jerry, con lo que quedaba explicada cualquier locura.

El taxista se encogió de hombros y enfiló el coche por un largo bulevar, pasó ante la catedral francesa y entró por una calle cenagosa a cuyos lados se alineaban villas con patio que fueron haciéndose más míseras a medida que se aproximaban a las afueras de la ciudad. Jerry le preguntó dos veces al taxista qué tenía de especial aquella dirección, pero el taxista había perdido su simpatía y no quiso contestar a sus preguntas. Cuando se detuvo, insistió en que le pagase y se alejó a toda prisa, con un estruendo de cambios de marcha que parecía de repulsa. Era simplemente una villa más, la mitad inferior oculta tras un muro interrumpido por unas verjas de hierro forjado. Pulsó el timbre y no oyó nada. Intentó forzar la verja, pero no cedía. Oyó abrirse una ventana y creyó ver, al alzar rápidamente la vista, cómo desaparecía tras la rejilla un rostro moreno. Luego, sonó la señal de apertura de la verja y ésta se abrió y Jerry subió unos cuantos escalones, hasta un mirador de mosaico y otra puerta, ésta de sólida teca, con una mirilla para mirar desde el interior, pero no desde fuera. Esperó, luego accionó contundentemente el picaporte, y oyó repicar sus ecos por toda la casa. La puerta, era doble, con una juntura en el centro. Apretó la cara contra la juntura y pudo ver una franja de suelo de mosaico y dos escalones, que parecían los últimos de un tramo de escaleras. En el último había dos delicados pies morenos, descalzos, y dos desnudas espinillas, pero no podía ver más arriba de la rodilla.

—¡Hola! —gritó, aún a la juntura—.
Bonjour!
¡Hola!

Y al ver que las piernas seguían sin moverse, añadió:


Je suis un ami de Charlie Mariscal! Madame. Monsieur, je suis un ami anglais de Charlie Mariscal! Je veux lui parler.

Y sacó un billete de cinco dólares y lo metió por la rendija pero nadie lo cogió, así que lo volvió a sacar y arrancó un trozo de papel de su agenda. Dirigió su mensaje «al capitán C. Mariscal» y se presentó con su nombre como «un periodista inglés con una propuesta de interés mutuo», y añadió la dirección de su hotel. Metió la nota por la rendija, y miró de nuevo las piernas morenas, pero habían desaparecido, así que caminó hasta encontrar un
ciclo
y anduvo en él hasta que encontró un taxi: Y no, gracias, no, gracias, no quería una chica… salvo que, como siempre, la quería.

El hotel se llamaba antes el
Royal.
Pero ahora era el
Phnom.
Ondeaba una bandera en la punta del mástil, pero su
grandeur
parecía ya desesperada. Se inscribió en el hotel y vio carne fresca tomando el sol alrededor de la piscina y pensó una vez más en Lizzie. Para las chicas, aquella era la escuela dura, y si le había llevado pequeños paquetes a Ricardo, entonces diez a uno a que había pasado por ella. Las más guapas pertenecían a los más ricos y los más ricos eran los comerciantes timadores de Fnom Penh: los contrabandistas del oro y del caucho, los jefes de policía, los duros corsos que hacían tratos con los khmers rojos en plena batalla. Había una carta esperándole, un sobre sin cerrar. El recepcionista, tras leerla él mismo, observó cortésmente a Jerry mientras éste la leía también. Era una invitación de bordes dorados con un emblema de Embajada invitándole a cenar. Su anfitrión era un individuo del que jamás había oído hablar. Desconcertado, dio vuelta a la tarjeta. Detrás había un texto garrapateado que decía: «Conocí a su amigo George del
Guardian»
y.
Guardian
era la palabra clave. Cena y cartas perdidas, pensó; lo que Sarratt llamaba mordazmente la gran desconexión del Ministerio de Asuntos Exteriores.


Téléphone? —
preguntó Jerry.


Il est foutu, Monsieur.

—Electricité?

—Aussi foutue, Monsieur, mais nous avons beaucoup de l’eau.

—¿Keller? —dijo Jerry, con una mueca.


Dans
la cour, Monsieur.

Entró en los jardines. Entre la carne había un grupo de corresponsales de guerra, los duros de Fleet Street, bebiendo whisky e intercambiando historias terribles. Eran como los pilotos imberbes de la Batalla de Inglaterra luchando una guerra prestada, y le miraron con colectivo menosprecio por sus aristocráticos orígenes. Uno de ellos llevaba un pañuelo blanco y el pelo lacio garbosamente peinado hacia atrás.

—Dios mío, el Duque —dijo—. ¿Cómo has llegado aquí? ¿Caminando por el Mekong?

Pero Jerry no les quería a ellos, quería a Keller. Keller era un residente. Era norteamericano y Jerry le conocía de otras guerras. Más en concreto, ningún periodista
uitlander
venía a la ciudad sin poner su causa a los pies de Keller y si Jerry quería credibilidad, el sello de Keller se la suministraría y la credibilidad le era cada vez más querida. Encontró a Keller en el aparcamiento: anchos hombros, pelo canoso, una manga de la camisa subida y otra bajada. Estaba allí de pie, con la mano de la manga bajada en el bolsillo, contemplando cómo el chófer de un Mercedes le echaba agua con una manga de riego al interior del coche.

—Max. Super.


Estupendo —
dijo Keller, después de mirarle, y luego volvió a su contemplación. A su lado había un par de delgados khmers que parecían fotógrafos de moda, botas altas, pantalones acampanados y cámaras que colgaban sobre resplandecientes camisas desabotonadas. Mientras Jerry miraba, el chófer dejó la manga y empezó a frotar la tapicería con un rollo de gasas del ejército que fueron ennegreciéndose a medida que limpiaba. Otro norteamericano se unió al grupo y Jerry supuso que era el corresponsal local de turno de Keller. Keller consumía bastante aprisa corresponsales.

—¿Qué pasó? —dijo Jerry.

—Un héroe de dos dólares al que alcanzó un proyectil bastante más caro —dijo el corresponsal—. Eso pasó.

Era un pálido sureño que parecía muy divertido con aquello y Jerry se sintió predispuesto a detestarle.

—¿De verdad, Keller? —dijo Jerry.

—Un fotógrafo —dijo Keller.

La agencia de Keller tenía siempre un grupo de fotógrafos. Como todos las agencias grandes. Muchachos camboyanos, como aquellos dos que estaban allí. Les pagaban dos dólares norteamericanos por ir al frente y veinte por cada foto publicada. Jerry había oído que Keller estaba perdiéndolos a un ritmo de uno por semana.

—Le entró por el hombro cuando iba corriendo y agachándose —dijo el corresponsal—. Le salió por la parte baja de la espalda. Le atravesó como si fuera manteca.

El corresponsal parecía impresionado.

—¿Y dónde está? —dijo Jerry, por decir algo, mientras el chófer seguía limpiando y echando agua.

—Muriéndose allá arriba en la carretera. Resulta que hace un par de semanas esos cabrones de la oficina de Nueva York se metieron con lo del servicio médico. Antes los mandábamos a Bangkok. Ahora no. Sí, amigo, ahora no. Allá arriba están tirados en el suelo y tienen que dar propina a los enfermeros para que les lleven agua. ¿Verdad que sí, muchachos?

Los dos camboyanos sonrieron cortésmente.

—¿Quieres algo, Westerby? —preguntó Keller.

Keller tenía una cara grisácea marcada de viruelas. Jerry le conocía sobre todo de los años sesenta, del Congo, donde Keller se había quemado una mano sacando a un chico de un camión. Ahora tenía los dedos pegados como una pata palmeada, pero, por lo demás, parecía el mismo. Jerry recordaba muy bien aquel incidente, porque él sostenía al chico por el otro lado.

—El tebeo quiere que eche un vistazo —dijo Jerry.

—¿Te atreves, todavía?

Jerry se echó a reír y Keller rió también y bebieron whisky en el bar charlando de los viejos tiempos hasta que el coche estuvo listo. En la entrada principal recogieron a una chica que llevaba esperando todo el día, precisamente a Keller, una alta californiana con demasiada cámara y unas piernas largas e inquietas. Como no funcionaban los teléfonos, Jerry insistió en parar en la Embajada británica para poder dar respuesta a la invitación. Keller no fue muy cortés.

—Tú, Westerby, últimamente, eres una especie de espía, o algo así, amañas los reportajes, andas besando el culo a la gente por información confidencial y por una pensión complementaria, ¿eh?

Había quien decía que esa era más o menos la posición de Keller, pero la gente siempre dice cosas.

—Claro —dijo amistosamente Jerry—. Ya llevo años en eso.

Los sacos terreros de la entrada eran nuevos y resplandecían a la desbordante luz del sol nuevas alambradas antigranadas. En el vestíbulo, con esa espeluznante improcedencia que sólo pueden lograr los diplomáticos, habían puesto un cartel doble que recomendaba «Coches Ingleses de Gran Rendimiento» a una ciudad sedienta de gasolina, con alegres fotos de varios modelos inasequibles.

—Le diré al Consejero que ha aceptado usted la invitación —dijo solemnemente el recepcionista.

En el Mercedes, aún había un tibio aroma a sangre, pero el chófer había puesto en marcha el aire acondicionado.

—¿Qué es lo que hacen ahí dentro, Westerby? —preguntó Keller— ¿Hacen punto, o algo así?

—Algo así —dijo Jerry, sonriendo, para la californiana sobre todo.

Jerry se sentó delante, Keller y la chica atrás.

—Bien. Ahora escucha —dijo Keller.

—De acuerdo —dijo Jerry.

Jerry tenía abierto el cuaderno y escribía mientras Keller hablaba. La chica llevaba falda corta y Jerry y el conductor podían verle los muslos en el espejo. Keller le tenía apoyada la mano buena en la rodilla. La chica se llamaba nada menos que Lorraine y, como Jerry, estaba oficialmente dándose una vuelta por las zonas de guerra para su cadena de diarios del Medio Oeste. Pronto fueron el único coche. Pronto desaparecieron incluso los ciclomotores, quedando campesinos y bicicletas y búfalos y las floridas espesuras del campo que ya se aproximaba.

—Hay mucha lucha en todas las rutas principales —salmodió Keller, casi a velocidad de dictado—. Ataques con cohetes de noche,
plásticos
de día, Lon Nol aún cree que es Dios y la Embajada norteamericana las pasa canutas apoyándole y luego intentando echarle.

Dio estadísticas, datos de pertrechos, bajas, la cuantía de la ayuda norteamericana. Nombró generales de quienes se sabía que estaban vendiendo armas norteamericanas a los khmers rojos y a generales que dirigían ejércitos fantasmas para apropiarse la paga de los soldados, y a otros generales que hacían ambas cosas.

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