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Authors: John Le Carré

El honorable colegial (21 page)

BOOK: El honorable colegial
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—Esto no es un prostíbulo, sabes —añadió—. Esto es un banco respetable. Bueno, más o menos.

Al llegar a la considerable masa de Jerry, se puso en jarras y le miró, cabeceando asombrado. Luego, le dio unas palmadas en el brazo, un golpecito en el estómago y siguió cabeceando.

—Alcohólico, disoluto, lujurioso, libidinoso…

—Periodista —propuso Jerry.

Frost no tenía más de cuarenta, pero la naturaleza había grabado ya en él las señales más crueles de la pequeñez y la insignificancia, como un remilgo de jefe de sección de grandes almacenes respecto a los puños de la camisa y los dedos y un humedecerse los labios y fruncirlos, todo al mismo tiempo. Le salvaba un transparente sentido de la alegría, que brotaba de sus mejillas húmedas como luz del sol.

—Toma —dijo Jerry—, envenénate —y le ofreció un pitillo.

—Dios santo —dijo otra vez Frost, y con una llave de su llavero abrió un anticuado armario de nogal, con mucho cristal de espejo e hileras de palillos de cóctel con guindas artificiales y jarras de cerveza con chicas ligeritas de ropa y elefantes rosas.

—¿Bloody Mary para ti?

—Bloody Mary entrará bien, sí —confirmó Jerry.

En el llavero, una llave Chubb de bronce. La caja fuerte era Chubb también, buena además, con un gastado medallón dorado marchitándose en la vieja pintura verde.

—He de admitir una cosa respecto a vosotros los golfos de sangre azul —dijo Frost, mientras servía, mezclando los ingredientes como un químico—. Conocéis los sitios. Si te dejase con los ojos vendados en medio de la llanura de Salisbury, estoy seguro de que encontrarías un burdel en treinta segundos. Mi naturaleza sensible y virginal dio anoche otro salto más hacia la tumba. Se vio estremecida hasta en sus frágiles y pequeños puntales (di basta, cuando quieras). En fin… te pediré unas cuantas direcciones, cuando me cure. Si es que llego a curarme alguna vez, que ya lo dudo.

Acercándose despreocupadamente a la mesa de Frost, Jerry echó un vistazo a la correspondencia y empezó luego a jugar con los mandos del intercomunicador, subiéndolos y bajándolos uno a uno con su enorme dedo índice, pero sin obtener respuesta. Un botón independiente decía «Ocupado». Jerry lo pulsó y vio un brillo color rosa por la mirilla al encenderse la luz de aviso en el pasillo.

—Menudo con las chicas —decía Frost, aún dándole la espalda a Jerry mientras agitaba la botella—. Eran terribles. Tremendas.

Riendo satisfecho, Frost cruzó el despacho con los vasos en la mano.

—¿Cómo se llamaban? ¡Ay querido, querido!

—Siete y veinticuatro —dijo Jerry distraídamente.

Dijo esto inclinado, buscando el botón de alarma que sabía que tenía que estar por la mesa, en algún sitio.

—¡Siete y veinticuatro! —repitió extasiado Frost—. ¡Qué sentido poético! ¡Qué memoria!

Al nivel de la rodilla, Jerry había dado con una caja gris atornillada a la pata de los cajones. La llave estaba vertical y en posición de desconectado. La sacó y se la metió en el bolsillo.

—Dije que qué maravillosa memoria —repitió Frost, un poco desconcertado.

—Ya conoces a los periodistas, amigo —dijo Jerry, levantándose—. Los periodistas son peor que las esposas en lo de la memoria.

—Vamos. Sal de ahí. Es terreno sagrado.

Jerry cogió la gran agenda de mesa de Frost y examinó el programa del día.

—Dios, Dios —dijo—. No está mal, ¿eh? Oye, ¿quién es N? N, doce menos ocho… ¿no será tu suegra, eh?

Frost indicó la boca hacia el vaso y bebió ávidamente, tragó, luego hizo la comedia de que se ahogaba, se agitó, se recobró.

—No la metas en esto, ¿quieres? Casi me da un ataque al corazón por tu culpa.
Bung—ho.


¿N de nueces? ¿De Napoleón? ¿Quién es N?

—Natalie. Mi secretaria. Muy guapa. Le llegan las piernas al trasero, según me han dicho. Yo nunca he estado allí, no sé. Mi única regla. Recuérdame que la viole alguna vez.
Bung—ho —
dijo de nuevo.

—¿Está aquí?

—Creo haber oído su dulce taconeo, sí. ¿Quieres que la convide a un trago? Me han dicho que sabe hacer un número muy bonito para aristócratas.

—No, gracias —dijo Jerry, y dejó la agenda para mirar a Frost cara a cara, de hombre a hombre, aunque la lucha era desigual, pues Jerry le sacaba la cabeza y era mucho más corpulento.

—Increíble —declaró reverente Frost, mirando aún a Jerry—. Increíble, eso fue, sí.

Su actitud era devota, obsesionada incluso.

—Chicas increíbles, compañía increíble. En fin, ¿por qué se fijará un tipo como yo en un tipo como tú? Un simple Honorable, en realidad. Los de mi nivel son los duques; duques y tías buenas. Repitamos esta noche. Venga.

Jerry se echó a reír.

—Lo digo en serio. Palabra de boy scout. Morir en la brecha antes de la vejez. Esta vez todo corre de mi cuenta.

Se oyeron en el pasillo pasos retumbantes. Se acercaban.

—¿Sabes lo que voy a hacer? —seguía Frost—. Ponerme a prueba. Volveré al Meteor contigo y llamaré a Madame Whoosit e insistiré en un… ¿qué bicho te ha picado? —dijo, al ver la expresión de Jerry.

Las pisadas aminoraron, pararon luego. Una sombra negra llenó la mirilla y se aposentó allí.

—¿Quién es? —dijo quedamente Jerry.

—La Láctea.

—¿Quién es la Láctea?

—La Vía Láctea. Mi jefe —dijo Frost, mientras las pisadas se alejaban; luego cerró los ojos y se persignó devotamente—. Se va a casa, con su encantadora esposa, la distinguida señora Láctea, alias Moby Dick. Dos metros de altura y bigote de caballería. No él, ella —soltó una risilla.

—¿Por qué no entró?

—Pensó que tenía un cliente, me imagino —dijo, desconcertado de nuevo por la vigilancia de Jerry y por su tiento—. Aparte de eso, Moby Dick le mataría a patadas si llegara a apreciar olor de alcohol en sus malvados labios a estas horas del día. Alégrate, yo cuidaré de ti. Ten la otra mitad. Hoy pareces un poco mojigato. Me pones nervioso.

En cuanto entres allí, vete al grano,
le habían dicho los instructores.
No
tantees demasiado, no dejes que se sienta cómodo contigo.


Dime, Frostie —dijo Jerry cuando las pisadas se desvanecieron del todo—. ¿Qué tal tu mujer?

Frost había extendido la mano para coger el vaso de Jerry.

—Tu mujer —repitió—. ¿Qué tal?

—Aún estupendamente enferma, gracias —dijo Frost, incómodo.

—¿Llamaste al hospital?

—¿Esta mañana? Tú estás loco. No empecé a coordinar hasta las once. Y no del todo. Me habría olido el aliento.

—¿Cuándo vas a ir a verla?

—Oye, mira, cállate ya. No me hables de ella, ¿quieres?

Mientras Frost le miraba, Jerry se acercó a la caja fuerte. Probó la manilla grande, pero estaba cerrada. Arriba, cubierta de polvo, había una porra grande antidisturbios. La cogió y, a dos manos, ensayó muy tranquilo un par de golpes de criquet, luego volvió a dejarla donde estaba, mientras los desconcertados ojos de Frost le seguían con recelo.

—Quiero abrir una cuenta. Frostie —dijo Jerry, aún junto a la caja.

—¿Tú?

—Yo.

—Por lo que me dijiste anoche, no tienes dinero ni para una hucha. Salvo que tu distinguido papá guardara un poco en el colchón, cosa que dudo.

A Frost se le escurría su mundo a toda prisa e intentaba desesperadamente sujetarlo.

—Mira —continuó—, echa un buen traguete y deja de jugar a Boris Karloff en miércoles lluvioso, ¿quieres? Vamos a ver a las chicas ésas. A Happy Valley. Iremos allí. Pago la comida.

—Yo no quería decir que fuésemos a «abrir» una cuenta
mía,
amigo. Hablo de una cuenta de otro. Y quiero abrirla y verla —explicó Jerry.

En una comedia triste y lenta, la alegría se escapó de la carucha de Frost.

—Oh no, Jerry, Dios mío —murmuró al fin entre dientes, como si estuviera presenciando un accidente cuya víctima fuera Jerry, no él mismo. Se acercaban pisadas otra vez. Una chica, eran breves y rápidas. Luego, llamaron a la puerta. Luego, silencio.

—¿Natalie? —dijo muy quedo Jerry.

Frost asintió.

—Si fuese un cliente, ¿me presentarías?

Frost negó con un gesto.

—Que pase.

A Frost se le asomó la lengua a los labios como una culebra de piel en carne viva. La lengua echó un vistazo y se escondió otra vez.

—¡Adelante! —dijo, con aspereza, y una chica china, alta, con gafas de gruesos cristales, recogió de la mesa unas cartas.

—Que pase usted un buen fin de semana, señor Frost —dijo.

—Hasta el lunes —dijo Frost.

Volvió a cerrarse la puerta.

Jerry cruzó la habitación y echó a Frost un brazo por los hombros y le condujo, sin que ofreciera resistencia, rápidamente, a la ventana.

—Es una cuenta en administración, Frostie. Puesta en tus incorruptibles manos. Muy hábil eres tú.

En la plaza, la fiesta seguía. En el campo de criquet, alguien había sido eliminado. El jugador flaco de la gorra pasada de moda, acuclillado, reparaba pacientemente el campo. Los demás jugadores estaban tumbados allí cerca, charlando.

—Me has tendido una trampa —dijo Frost simplemente, intentando hacerse a la idea—. Creí que por fin tenía un amigo y ahora quieres joderme. Y tú eres un lord.

—No deberías andar con periodistas, Frostie. Son mala gente. Van siempre a lo suyo. No debiste hablar tanto. ¿Dónde están archivadas?

—Los amigos hablan y comentan —protestó Frost—. ¡Para eso son amigos! ¡Para
contarse
cosas!

—¡Entonces cuenta!

Frost movió la cabeza y dijo bobaliconamente:

—Soy cristiano. Voy todos los domingos, nunca falto. Lo siento, no hay nada que hacer. Preferiría perder mi posición social a violar el secreto bancario. Yo soy así, ¿me entiendes? Ni hablar, lo siento.

Jerry se acercó más, siguiendo el alféizar, hasta que sus brazos casi se tocaron. El cristal grande de la ventana vibraba por el ruido del tráfico. Las contraventanas estaban manchadas de rojo, del polvillo de las obras. En la cara de Frost se apreciaba su lastimosa lucha contra la novedad que le afligía.

—El trato es el siguiente, amigo mío —dijo Jerry, con mucho sosiego—: Escucha con atención. ¿Me oyes? Es un asunto de palo y zanahoria. Si no quieres jugar, mi tebeo levantará la liebre sobre ti. Foto en primera página, grandes titulares, sigue al dorso, col. 6, la intemerata. «¿Confiaría usted una cuenta en administración a un hombre como éste?» Hong Kong. Sentina de corrupción, Frostie el monstruo baboso. Esos titulares. Les contaríamos cómo juegas en las musicales camas ojirredondas del club de jóvenes bancarios, tal como tu me lo explicaste, y que hasta hace poco tenías una malvada amante en Kowloonside, hasta que las cosas se complicaron porque ella quería más pasta. Antes de todo eso, claro, enseñarían el artículo a tu director y puede que también a tu mujer, si es que no está muy mal.

En la cara de Frost había estallado sin previo aviso una tormenta de sudor. Sus rasgos cetrinos adquirieron durante un momento una aceitosa humedad; eso fue todo. Después, aparecieron empapados y el sudor recorrió desbordante la carnosa barbilla y se derramó al traje Robin Hood.

—Es la bebida —dijo estúpidamente, intentando enjugárselo con el pañuelo—. Me pasa siempre que bebo. Este clima de mierda. No debía estar aquí. Nadie. Esto es pudrirse. Es insoportable.

—Éstas son las
malas
noticias —siguió Jerry.

Aún estaban en la ventana, juntos, como si estuvieran disfrutando del panorama.

—Las buenas son quinientos dólares norteamericanos en tu linda manita, saludos de la Prensa, nadie sabe nada y Frostie para director. Así que, ¿por qué no volvemos a sentamos y lo celebramos? ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Y ¿puedo yo
preguntar —
dijo al fin Frost, en una desastrosa tentativa de sarcasmo —con qué fin u objeto queréis examinar esa cuenta, en primer término?

—Crimen y corrupción, querido. La Hong Kong
connection.
La Prensa señala a los culpables. Número de cuenta cuatro cuatro dos. ¿La tienes aquí? —preguntó, indicando la caja fuerte.

—Frost hizo un «No» con los labios, pero no emitió ningún sonido.

—Dos cuatros y luego el dos. ¿Dónde está?

—Oye —murmuró Frost; su expresión era una desesperada mezcla de miedo y desengaño—. ¿Por qué no me haces este favor? Manténme al margen de este asunto. Soborna a uno de mis subalternos chinos, ¿quieres? Eso es lo correcto. Compréndelo, yo tengo aquí una posición.

—Ya conoces el dicho, Frostie. En Hong Kong hablan hasta las margaritas. Te quiero a ti. Estás aquí y eres el más cualificado. ¿Está en la bóveda de seguridad?

Manténle siempre en movimiento,
le dijeron.
Tienes que elevar el umbral sin parar. Si pierdes una vez la iniciativa ya no podrás recuperarla nunca.

Frost vacilaba y Jerry fingió perder la paciencia. Con una mano enorme agarró a Frost por el hombro, le volvió y le empujó hasta que le quedaron pegados los hombros a la caja fuerte.

—¿Está en la bóveda de seguridad?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Yo te diré cómo —prometió Jerry, y cabeceó con viveza hacia él agitando el flequillo. Yo te lo diré, amigo —repitió, dándole unas leves palmaditas en el hombro con la mano libre—. Porque si no, te vas a ver en la calle con una mujer enferma y bambinos que alimentar y facturas de colegios, el desastre. Una cosa o la otra y el momento, ahora. No dentro de cinco minutos, ahora. Me da igual cómo lo hagas, pero ha de parecer normal y Natalie ha de quedar al margen.

Luego, le llevó otra vez al centro del despacho, donde estaban la mesa y el teléfono. Hay papeles en esta vida que es imposible hacer con dignidad. El de Frost aquel día era uno. Descolgó el teléfono, marcó una sola cifra.

—¿Natalie? Vaya, no se ha ido usted. Bien, escuche, yo me voy a quedar una hora más, acabo de quedar por teléfono con un cliente. Dígale a Syd que deje abierta la bóveda de seguridad. Ya la cerraré yo cuando me vaya. ¿Entendido?

Luego, se derrumbó en la silla.

—Arréglate el pelo —dijo Jerry, y volvió a la ventana, mientras esperaba.

—Eso de delito y corrupción es puro cuento —murmuró Frost—. Muy bien, sí, de acuerdo, puede que haya algún pequeño chanchullo. Dime un chino que no los haga. O un inglés. ¿Crees que eso significa algo en esta isla?

—¿Es chino, eh? —dijo Jerry, con viveza.

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