Read El hombre que confundió a su mujer con un sombrero Online
Authors: Oliver Sacks
Tags: #Ciencia,Ensayo,otros
«¿Algo especial, Joe, en ese número (4875)?»
Joe: «Es sólo divisible por 13 y 25».
De otro (7241): «Es divisible por 13 y por 557».
Y de 8741: «Es un número primo».
Park comenta: «Nadie de su familia le estimula en lo de los números primos; son un placer solitario».
No está claro, en estos casos, cómo se llega a la solución casi instantáneamente: si los números se «calculan», si se «conocen«(recuerdan) o si (quién sabe cómo) simplemente se «ven». Lo que está claro es la sensación peculiar de placer y significado asociada a los números primos. Parece derivarse por una parte de un cierto sentido de simetría y belleza formal, pero por otra se vincula a una «potencia» o «significado» asociativo peculiar. Esto se calificaba a menudo de «mágico» en el caso de Ella: los números, sobre todo los primos, conjuraban relaciones, sentimientos, imágenes y pensamientos especiales… algunos casi demasiado «especiales» o «mágicos» para mencionarlos. Esto se explica muy bien en el artículo de David Park (obra citada).
Kurt Gödel ha estudiado, de un modo completamente general, cómo los números, sobre todo los primos, pueden servir de «indicadores» de ideas, personas, lugares, de cualquier cosa; y esta indicación gödeliana cimentaría la vía de una «aritmetización» o «numeralización» del mundo (ver E. Nagel y J. R. Newman, 1958). Si sucediese esto, es posible que los Gemelos, y otros como ellos, no vivan simplemente en un mundo
de
números, sino en un mundo, en
el
mundo,
como
números, y que su meditación o juego de números sea una especie de meditación existencial… y, si uno logra entender, o dar con la clave (como a veces hace David Park), quizás sea también una comunicación extraña y precisa.
—Dibuja esto —dije y le di a José mi reloj de bolsillo.
José tenía unos veintiún años, decían que era un retrasado mental sin esperanza, y había tenido antes uno de los violentos ataques que padece. Era delgado, de aspecto frágil.
Su distracción, su inquietud, desaparecieron bruscamente. Cogió el reloj con mucho cuidado, como si fuese un talismán o una joya, se lo puso delante y lo miró fijamente con una concentración inmóvil.
—Es un idiota —interrumpió el ayudante— . No le pregunte nada. No sabe lo que es… no sabe leer la hora. No habla siquiera. Dicen que es «autista» pero no es más que un idiota.
José se puso pálido, puede que más por el tono del ayudante que por sus palabras… el ayudante había dicho antes que José no utilizaba palabras.
—Vamos —dije— . Sé que puedes hacerlo.
José dibujó con una quietud absoluta, concentrándose completamente en el relojito que tenía delante, bloqueando todo lo demás. Por primera vez era audaz, no vacilaba, estaba integrado, no distraído. Dibujó rápida pero minuciosamente, con un trazo limpio, sin tachaduras.
Yo pido siempre a mis pacientes que, si les es posible, escriban y dibujen, en parte como índice aproximado de varias aptitudes, pero también como expresión de «carácter» o «estilo».
José había dibujado el reloj con notable fidelidad, reproduciendo todos los rasgos (al menos todos los rasgos esenciales, no incluyó «
Westclox, shock resistant, made in USA
»), no sólo la «hora» (aunque ésta fue registrada fielmente como las 11: 31), sino también todos los minutos y el circulito interior de los segundos y, además, la ruedecilla estriada y la presilla trapezoidal del reloj que sirve para engancharlo a una cadena. La presilla estaba sorprendentemente amplificada, pero todo lo demás guardaba la proporción debida. Y las cifras, ahora que me fijo en ellas, eran de tamaños distintos, de formas distintas, de estilos distintos… unas gruesas, otras finas; unas alineadas, otras intercaladas; unas sencillas y otras más elaboradas, incluso un poco «góticas». Y la manecilla del minutero, que pasa más bien desapercibida en el original, había recibido un tratamiento que le otorgaba una prominencia chocante, como los pequeños indicadores internos de los relojes estelares o astrolabios.
La expresión general del objeto, su «sentimiento», había sido captada sorprendentemente, y resultaba aun más sorprendente si, tal como había dicho el ayudante, José no tenía idea del tiempo. Y por otra parte había una extraña mezcla de exactitud precisa, casi obsesiva, y de variaciones y elaboraciones curiosas y, (en mi opinión, chistosas).
Esto me desconcertó, me obsesionó mientras volvía en el coche a casa. ¿Un «idiota»? ¿Autismo? No. Allí había algo más.
No me llamaron más para ver a José. La primera llamada, un domingo por la noche, había sido un caso de emergencia. Llevaba teniendo ataques todo el fin de semana y, por la tarde, yo le había recetado por teléfono cambios en los anticonvulsivos que tomaba. Una vez «controlados» los ataques, no hacía falta ya atención neurológica. Pero a mí aún me asediaban los problemas que planteaba el reloj, y tenía la sensación de que había allí un misterio sin resolver. Necesitaba volver a verlo. Así que preparé otra visita y decidí examinar su historial completo (la otra vez que le había visto sólo me habían dado una ficha de consulta muy poco informativa).
José entró en la clínica con un aire indiferente (no tenía ni idea, de por qué le habían llamado, quizás ni le importase) pero se le iluminó la cara con una sonrisa en cuanto me vio. Desapareció la expresión vacua e indiferente, la máscara que recordaba yo. Sustituida por una sonrisa súbita, tímida, como una visión fugaz a través de una puerta.
—He estado pensando en ti, José —dije; quizás no entendiese mis palabras, pero entendía el tono— . Quiero ver más dibujos.
Y le di mi pluma.
¿Qué podía pedirle que dibujase esta vez? Llevaba conmigo, como siempre, un ejemplar de
Arizona Highways
, una revista que tiene unas magníficas ilustraciones y que me gusta mucho, siempre la llevo con fines neurológicos, para hacer pruebas a mis pacientes. En la portada se veía una escena idílica, dos personas cruzando un lago en una canoa, con un fondo de montañas y el sol poniente.
José empezó por el primer plano, una masa casi negra perfilada contra el agua, lo dibujó con gran exactitud y empezó a rellenarlo. Pero era evidente que esto era tarea para el pincel y no para una pluma.
—Ahórrate eso —dije y luego le indiqué—: Sigue con la canoa.
Rápidamente, sin vacilar, José dibujó la canoa y las figuras en silueta. Las miró, luego apartó la vista, con las formas fijadas en el pensamiento… y luego, rápidamente, las dibujó ladeando la pluma. También en este caso, y de modo aun más sorprendente, debido a que se trataba de una escena completa, me quedé asombrado ante la rapidez y la minuciosa exactitud de la reproducción, y aun más teniendo en cuenta que José había mirado la canoa y luego había apartado la vista de ella, tras haberla captado.
Éste era un poderoso argumento contra la idea del puro calco (el ayudante había dicho antes: «Es como una Xerox») e indicaba que José había captado la canoa como una imagen, mostrando una capacidad sorprendente no sólo de copia sino de percepción. Porque la imagen tenía una calidad dramática que no existía en el original. Se hallaban presentes todas las características de lo que Richard Wollheim llama «iconicidad» (subjetividad, intencionalidad, dramatización). Así pues, por encima y además de la capacidad de mera reproducción, aunque ésta fuese sorprendente, parecía tener evidentes capacidades de imaginación y creatividad. No era una canoa sino su canoa lo que aparecía en el dibujo.
Pasé a otra página de la revista, a un artículo sobre la pesca de truchas, una acuarela de un río truchero, con un fondo de rocas y árboles y en primer plano una trucha arcoiris a punto de cazar una mosca.
—Dibuja esto —dije, señalando la trucha. La miró atentamente, pareció sonreír para sí, y luego apartó la vista… y entonces, con evidente gozo, la sonrisa fue creciendo y creciendo, mientras dibujaba un pez propio.
Yo sonreía para mí, involuntariamente, mientras él dibujaba, porque ya, sintiéndose cómodo conmigo, se dejaba ir, y lo que brotaba, tímidamente, no era simplemente un pez, sino un pez con una especie de «carácter» propio.
Al original le faltaba carácter, parecía sin vida, bidimensional, disecado incluso. Sin embargo el pez de José ladeado y equilibrado era notablemente tridimensional, se parecía mucho más a una trucha real que el original. Y no sólo le había añadido verosimilitud y animación sino algo más, algo notablemente expresivo, aunque no propio del todo de un pez: una boca grande, cavernosa, ballenesca; un morro ligeramente cocodrilesco; un ojo que resultaba, era patente, claramente humano, y que tenía un brillo claramente pícaro. Era un pez muy divertido (no era chocante que José hubiese sonreído), una especie de pez-persona, un personaje de parvulario, como el hombre de pies de rana de Alicia.
Ahora tenía ya algo para seguir. El dibujo del reloj me había sorprendido, había estimulado mi interés, pero no había aportado, por sí solo, ni ideas ni conclusiones. La canoa había revelado que José tenía una impresionante memoria visual, y algo más. La trucha demostraba una imaginación clara y vivaz, sentido del humor y algo emparentado con las ilustraciones de los cuentos de hadas. No se trataba, desde luego, de gran arte, era «primitivo», quizás fuese arte infantil; pero no había duda de que se trataba de un tipo de arte. Y la imaginación, la alegría, el arte son precisamente lo que uno no espera encontrar en los idiotas, en los
sabios idiotas
ni en los autistas. Ésta es al menos la opinión predominante.