El gran espectáculo secreto (42 page)

Read El gran espectáculo secreto Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
3.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Demasiado vieja? —intervino Howie—. ¿Pero qué está diciendo? Lo que hizo anoche se salió de lo corriente.

Joyce se inclinó sobre el muchacho y le rozó la mejilla.

—Déjame creer lo que creo —dijo—. Sólo son palabras, Howard. Para ti es el Jaff. Para mí, el demonio.

—¿Entonces qué somos nosotros dos, Tommy-Ray y yo, mamá? —preguntó Jo-Beth—. Después de todo, el Jaff nos hizo.

—Me lo he preguntado muchas veces —dijo Joyce—. Cuando erais muy jóvenes, yo solía observaros casi todo el tiempo; siempre en espera de que saliera vuestro lado malo. Y en el que ha salido es en Tommy-Ray. Quizá mis oraciones te salvaron, Jo-Beth. Ibas conmigo a la iglesia, estudiabas, confiabas en el Señor…

—¿Así, piensas que Tommy-Ray está perdido? —preguntó Jo-Beth.

Su madre tardó unos segundos en contestar, pensó en no hacerlo, y eso estuvo claro cuando respondió, porque sus ideas sobre este tema eran bastante ambiguas.

—Sí —contestó por fin—, se ha ido.

—No lo creo —dijo Jo-Beth.

—¿Ni siquiera después de lo que hizo anoche? —preguntó Howie.

—No sabe lo que hace. El Jaff lo controla, Howie, y yo le conozco mejor que a un hermano.

—¿Qué quieres decir?

—Somos gemelos, y siento como siente él.

—El mal habita en él —dijo su madre.

—También en mí —replicó Jo-Beth, al tiempo que se levantaba—. Hace tres días le querías. Ahora dices que se ha ido. Tú le dejaste que se fuera con él. Yo no pienso renunciar a él con tanta facilidad. —Dicho eso, salió de la habitación.

—Quizá tenga razón —murmuró Joyce.

—¿Tiene Tommy-Ray salvación? —preguntó Howie.

—No. Y puede ser que el demonio esté en ella también.

Howie encontró a Jo-Beth en el patio, el rostro levantado hacia el cielo, los ojos cerrados. Al oírle volvió la mirada hacia él.

—Piensas que mamá tiene razón —dijo—, que Tommy-Ray está perdido.

—No, en absoluto. Sobre todo si tú crees que podemos ponernos en contacto con él y traerle de nuevo a casa.

—No digas eso sólo por agradarme, Howie. Si no estás conmigo en esto, quiero que me lo digas.

Él puso una mano sobre uno de los hombros de Jo-Beth.

—Escucha —replicó—. Si creyese lo que tu madre ha dicho no hubiera vuelto, ¿no te parece? Recuerda que soy Mr. Persistencia, y si piensas que podremos arrancar a Tommy-Ray de las manos del Jaff, pues, nada, adelante, a arrancarle de ellas se ha dicho. Lo único que no podrás conseguir es que Tommy-Ray me caiga simpático.

Jo-Beth se volvió del todo hacia él, retirándose hacia atrás el cabello que la brisa le había echado sobre el rostro.

—Jamás pensé que llegaría a estar abrazado a ti en el patio de la casa de tu madre —dijo Howie.

—Ya ves, hay milagros.

—No, qué va a haber —dijo Howie—. Los milagros se
hacen.
Tú eres un milagro, y yo soy otro, también el sol, y nosotros tres, aquí juntos, somos el más grande de todos los milagros.

III

La primera llamada de Grillo, después de irse Tesla, fue a Abernethy. El hecho de contarle o no lo que sabía, era sólo uno de los dilemas que se le habían presentado. El verdadero problema era
cómo
debía de contárselo. Grillo nunca había tenido dotes de novelista. Cuando escribía trataba de hacerlo con un estilo que expusiera los hechos más claramente posible: sin fantasiosos adornos, ni fiorituras con el léxico. Su guía y maestro no había sido ningún periodista, sino Jonathan Swift, el autor de
Los viajes de Gulliver,
un hombre tan preocupado por comunicar sus sátiras con claridad que pasaba por leer sus trabajos en voz alta a sus criados para cerciorarse de que el estilo de la obra no oscurecía la sustancia de la misma. Grillo guardaba esta anécdota como la piedra de toque de la claridad estilística. Todo lo cual estaba muy bien cuando informaba acerca de los sin hogar de Los Ángeles, o del problema de la droga. Los hechos resultaban evidentes.

Pero su historia —desde las cuevas hasta la inmolación de Fletcher— planteaba un espinoso problema: ¿Cómo iba a informar de lo que habían visto la noche anterior sin explicar al mismo tiempo lo que él había
sentido?

Mantuvo cierta ambigüedad en su conversación con Abernethy. Era inútil pretender que nada había sucedido en Grove. Noticias sobre vandalismo —aunque sin darles demasiada importancia— había salido ya en todos los noticiarios locales. Abernethy estaba al corriente de ello.

—¿Estuviste allí. Grillo?

—Después. Llegué después. Oí las sirenas de alarma y…

—¿Y…?

—Es que no hay mucho para informar. Hubo algunos escaparates rotos.

—Los «Ángeles del Infierno» sueltos.

—¿Es eso lo que has oído?

—¿Que si es lo que he oído? Se supone que el jodido reportero eres tú. Grillo, no yo. ¿Qué necesitas para animarte?: ¿drogas?, ¿copas?, ¿una visita de la jodida Muda?

—Musa, querrás decir.

—Muda, musa, ¿a quién cojones le importa? Lo que debes hacer es enviarme de inmediato una información que la gente quiera leer. Ha tenido que haber heridos…

—Creo que no.

—Entonces te los inventas.

—Tengo algo…

—¿Qué,
qué
?

—Una historia que nadie sabe todavía, te lo aseguro.

—Espero que sea buena, Grillo. Tu trabajo se encuentra sobre un jodido alambre.

—Va a haber una fiestecilla en la casa de Vance. Para celebrar su muerte.

—De acuerdo, pues entonces métete en esa casa. Quiero que lo cuentes todo sobre Vance y sus amigos. Era un tipo malvado. Y los malvados tienen amigos malvados. Quiero nombres y detalles.

—A veces da la impresión de que ves demasiadas películas, Abernethy.

—¿Y qué significa eso?

—Olvídalo.

Después de colgar el teléfono la imagen de Abernethy, pasándose la noche entera en vela para perfeccionar su papel de director de Prensa agobiado y endurecido, persistió en la mente de Grillo. Y no era el único, pensó. Casi todas las personas tenían una película en el fondo de su mente la cual ellos protagonizaban. Ellen era la mujer ofendida, con terribles secretos que guardar; Tesla, la mujer desenfrenada de Hollywood, perdida en un mundo que nunca conquistaba. La idea, por supuesto, daba paso a una pregunta evidente: ¿Cuál era
su papel
?, ¿el de un periodista novato que encuentra una noticia sensacional en exclusiva?, ¿el de hombre íntegro, asediado por delitos contra un sistema corrompido? Ninguno de los dos papeles le sentaba tan bien ahora como quizá le hubiera sentado cuando llegó, caliente aún de su guarida, para informar sobre el asunto de Buddy Vance. Los acontecimientos, en cierto modo, lo habían dejado al margen. Otros, Tesla en particular, se había quedado los primeros papeles.

Mientras se miraba en el espejo para cerciorarse de que su aspecto era por lo menos presentable, Grillo se preguntó cómo se sentiría una estrella sin firmamento. ¿Libre, para dedicarse a otra profesión?, ¿científico de cohetes espaciales; prestidigitador; amante? ¿Qué tal como amante?, ¿de Ellen Nguyen, por ejemplo? Eso sonaba bien.

Ellen tardó bastante tiempo en abrir la puerta, y, cuando lo hizo, dio la impresión de tardar varios segundos en reconocer a Grillo. Y justo cuando él estaba a punto de hacerla sonreír, ella se puso seria y dijo:

—Por favor…, entra. ¿Te has repuesto ya de la gripe?

—Aún tirito un poco.

—Me parece que también yo la estoy cogiendo… —dijo ella mientras cerraba la puerta—. Me he despertado con una sensación… No sé…

Las cortinas estaban cerradas todavía. La estancia le pareció más pequeña a Grillo de como el la recordaba.

—Te apetece un café —afirmó, más que preguntó, ella.

—Sí, por supuesto. Gracias.

Ellen desapareció camino de la cocina, y dejó a Grillo abandonado en medio de una habitación cuyos muebles estaban todos cubiertos por montones de revistas o juguetes o colada. Cuando Grillo se movió un poco para hacerse un espacio en el que sentarse, se dio cuenta de que tenía compañía. Philip lo observaba desde el vano de la puerta que daba a su dormitorio. Su visita a la Alameda la tarde anterior había sido prematura. Todavía parecía enfermo.

—Hola —le saludó Grillo—, ¿qué haces?

Para su sorpresa, el niño le sonrió; una sonrisa abierta, derrochona.

—¿Lo viste? —preguntó el pequeño.

—¿Si vi, qué?

—Lo de la Alameda —explicó Philip—. Lo
viste.
Sé que lo viste. Aquellas luces, tan bonitas.

—Ah, sí, las vi.

—Se lo conté al hombre de los globos. Por eso sé que no estaba soñando.

Se acercó a Grillo, sin dejar de sonreír.

—Recibí tu dibujo —dijo Grillo—, muchas gracias.

—Ya no me hacen falta —respondió Philip.

—¿Y por qué?

—¡Philip! —Ellen volvía con el café—. No molestes a Mr. Grillo.

—No me molesta —dijo Grillo, y volvió a dirigirse a Philip—: A lo mejor luego podemos hablar del hombre de los globos.

—Sí, a lo mejor —replicó el niño, como si esto dependiera enteramente de la buena conducta de Grillo—. Ahora me voy —anunció, dirigiéndose a su madre.

—Sí, cariñito.

—¿Le saludo de tu parte? —preguntó Philip a Grillo.

—Sí, por favor —replicó Grillo, no muy seguro de lo que el niño quería decir—, me gustaría que lo hicieras.

Philip contento, regresó a su dormitorio.

Ellen, de espaldas a Grillo, despejaba un lugar para sentarse los dos. Estaba inclinada, recogiendo cosas. La sencilla bata, estilo quimono, se le pegaba al cuerpo. Sus nalgas eran gruesas para una mujer de su edad. Cuando se volvió hacia Grillo, éste observó que el cinturón se le había aflojado, los pliegues de la bata estaban algo más separados. Tenía la piel oscura y suave. Ellen captó su mirada de aprobación cuando se inclinó para servirle el café, pero no hizo ningún intento de cerrarse mejor la bata. La apertura atraía la mirada de Grillo cada vez que ella se movía.

—Me alegro de que hayas venido —dijo Ellen cuando los dos estuvieron acomodados—. Me quedé preocupada cuando tu amiga…

—Tesla.

—Tesla. Cuando Tesla me dijo que estabas enfermo. Me sentí responsable de ello. —Tomó un sorbo de café e hizo un brusco movimiento hacia atrás al sentirlo en la boca—. Quema.

—Philip me estaba diciendo que anoche bajasteis a la Alameda.

—También tú estabas allí —replicó ella—. ¿Sabes si hubo algún herido? Había tantos cristales rotos.

—Sólo Fletcher —contestó Grillo.

—Me parece que no le conozco.

—El hombre que se quemó.

—¿Se quemó alguien? —preguntó Ellen—. ¡Dios mío, qué horrible!

—Tuviste que verlo.

—No —dijo ella—. Sólo vimos el cristal roto.

—Y las luces. Philip me ha hablado de las luces.

—Sí —respondió Ellen, evidentemente intrigada—. Eso mismo me ha dicho. Pero, ¿sabes una cosa? No recuerdo nada de eso en absoluto. ¿Es importante?

—Lo importante es que los dos estáis bien —dijo Grillo, sirviéndose de ese tópico para ocultar su confusión.

—Sí, estamos bien —dijo Ellen, mirándole directamente a los ojos, y, de pronto, su rostro quedó libre de todo desconcierto—. Me encuentro cansada pero bien.

Extendió el brazo para dejar la taza de café sobre la mesa, y, esa vez, el escote de la bata se le abrió lo bastante como para que Grillo pudiera ver sus senos. Él no tuvo la menor duda de que Ellen sabía con toda exactitud lo que estaba haciendo.

—¿Te has enterado de algo más acerca de la casa? —preguntó, muy satisfecho de hablar de negocios mientras pensaba en el sexo.

—Se supone que tengo que subir allí —contestó Ellen.

—¿Cuándo es la fiesta?'

—Mañana. Avisaron con poco tiempo, pero pienso que muchos de los amigos de Buddy esperaban que hubiera alguna especie de celebración.

—Me gustaría mucho asistir a esa fiesta.

—¿Tienes que informar sobre ella a tu periódico?

—Por supuesto. Tengo entendido que será por todo lo alto, ¿verdad?

—Eso creo.

—Pero esto es sólo una parte de lo que ocurre. Los dos sabemos que en Grove están sucediendo cosas que se salen de lo normal. Anoche, no sólo fue la Alameda… —Grillo se detuvo cuando vio el rostro de Ellen. Al oírle hablar de la noche anterior, su expresión había vuelto a ser de aturdimiento. ¿Sería esto amnesia voluntaria o parte de los efectos naturales de la magia de Fletcher? Grillo pensó que era lo primero. Philip, menos resistente a cambios en el
statu quo,
no tenía esos problemas de memoria. Cuando Grillo cambió de tema y volvió a hablar de la fiesta, la atención de Ellen se concentró de nuevo en sus palabras.

—¿Crees que podrías meterme en la fiesta? —preguntó.

—Deberás tener mucho cuidado. Rochelle te conoce.

—¿No puedes invitarme de manera oficial?, ¿como representante de la Prensa?

Ellen movió negativamente la cabeza.

—No
habrá
Prensa —explicó—. Se trata de una reunión estrictamente privada. No todos los amigos y colaboradores de Buddy se pasan el día pensando en la publicidad. Algunos de ellos están un poco hartos de ella. Algunos porque tuvieran mucha demasiado pronto; otros, porque preferirían no haberla tenido nunca. Buddy se trataba con muchos hombres…, ¿cómo los llamaba él…?, pesos pesados, creo. Me parece que eran gente de la mafia probablemente.

—Pues tanta más razón para que yo vaya a esa fiesta —insistió Grillo.

—Bien, haré lo que pueda, sobre todo en vista de que has estado enfermo por mi culpa. Me figuro que si hay mucha gente podrías desaparecer entre la multitud…

—Te agradecería mucho tu ayuda.

—¿Más café?

—No, gracias. —Echó una ojeada a su reloj de pulsera, aunque no se fijó en la hora.

—No te irás ya —dijo ella, y no como pregunta.

—No. Si lo prefieres, me quedo.

Sin decir una palabra más, Ellen alargó la mano y le tocó el pecho, a través de la tela de la camisa.

—Prefiero que te quedes —susurró.

De manera instintiva, Grillo miró hacia el dormitorio de Philip,

—No te preocupes —dijo ella—. Se pasa las horas muertas con sus juegos. —Metió los dedos entre los botones de la camisa de Grillo—. Ven a la cama conmigo —añadió.

Se levantó y le condujo hasta su dormitorio. A modo de contraste con el caos que reinaba en el cuarto de estar, el dormitorio de Ellen era espartano. Ella se acercó a la ventana y cerró a medias las persianas, lo que dio a la habitación un color como de pergamino. Luego se sentó en la cama y levantó la mirada hacia él. Grillo se inclinó y la besó en el rostro, al tiempo que metía una mano bajo la bata y le frotaba el pezón con suavidad. Ellen apretó la mano de Grillo contra su cuerpo, insistiendo en ser tratada con más rudeza. Entonces tiró de él, haciendo que le cayese encima. La diferencia de estaturas hizo que la barbilla de Grillo descansara sobre la frente de Ellen, la cual sacó provecho erótico de esa postura para abrirle la camisa y lamerle el pecho. Su lengua dejaba un reguero de humedad de pezón a pezón de Grillo, mientras le sujetaba la mano con la misma fuerza, hincándole las uñas en la piel con dolorosa energía. Grillo se defendió, apartó la mano de ella y trató de desceñirle la bata, pero ella se le adelantó. Grillo se desasió de la mujer y quiso ponerse en pie, para desnudarse. Ellen volvió a agarrarle la camisa con la misma fuerza que antes, manteniéndole sobre ella, su rostro contra el hombro de Grillo, al tiempo que se desceñía la bata ella sola, deshaciendo el nudo del cinturón con una sola mano. Se abrió la bata de par en par. Estaba desnuda debajo. Con una doble desnudez: tenía el pubis afeitado.

Other books

A Wild Light by Marjorie M. Liu
Stillwater by Maynard Sims
Homeward Bound by Harry Turtledove
Overcome by Annmarie McKenna
The Bass Wore Scales by Mark Schweizer
The French Prize by James L. Nelson
Two Sides of Terri by Ben Boswell
Seduction's Shift by A.C. Arthur