El gran espectáculo secreto (46 page)

Read El gran espectáculo secreto Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
7.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero no eran velas lo que iluminaban el lugar, ni el visitante era un devoto haciendo sus peticiones.

En el centro de la estancia alguien había encendido un pequeño fuego, y un hombre, de espaldas a ella, buscaba algo entre las cosas que había amontonadas por allí. Tesla no esperaba reconocerle cuando miró en su dirección, y eso, si lo pensaba bien, era tonto, porque en aquellos pocos días últimos había llegado a conocer a casi todos los actores del drama, si no por su nombre, sí de vista. A éste, sin embargo, lo conocía de las dos maneras. Era Tommy-Ray McGuire, que se volvió de pronto hacia ella, mostrándole su rostro. En la perfecta simetría de sus facciones saltaba y relucía, como la herencia del Jaff, una pequeña pelota de locura.

—¡Hola! —dijo, fue un saludo amable, indiferente—. Me preguntaba dónde estarías. El Jaff me dijo que te encontraría aquí.

—No toques al Nuncio —le advirtió Tesla—, es peligroso.

—Eso espero —contestó él, sonriente.

Tesla se dio cuenta de que tenía algo en la mano. Y Tommy-Ray captó su mirada y se lo mostró.

—Sí, aquí lo tienes —dijo.

Era el pomo, justo como Fletcher se lo había descrito a Tesla.

—Tíralo —le aconsejó Tesla, mientras intentaba no perder el dominio de sus nervios.

—¿Era eso lo que pensabas hacer tú con él? —preguntó Tommy-Ray.

—Sí, justo. Te lo juro. Es letal.

Tesla notó que los ojos de Tommy-Ray dejaban de mirarla y se fijaban en Raúl, cuya respiración oía a su lado, un poco detrás de ella. Tommy-Ray no parecía nada inquieto ante su inferioridad numérica. Tesla se preguntó si habría algún peligro en este mundo capaz de borrar de su rostro aquella expresión de satisfacción de sí mismo. ¿El Nuncio, quizá? ¡Santo cielo! ¿Qué podría encontrar el Nuncio en el corazón bárbaro de Tommy-Ray que fuese digno de elogio y ampliación?

Tesla repitió su advertencia:

—Destruyelo, Tommy-Ray, antes de que él te destruya a ti.

—Ni hablar —replicó el chico—. El Jaff tiene planes para el Nuncio.

—¿Y qué será de ti cuando hayas terminado de trabajar para él? Al Jaff le tienes sin cuidado.

—Es mi padre y me quiere —repuso Tommy-Ray, con un aplomo que hubiera resultado conmovedor en un alma cuerda.

Tesla dio un paso hacia él, hablando mientras se le acercaba:

—Mira, haz el favor de escucharme, aunque sólo sea un momento, ¿quieres…?

Tommy-Ray se metió al Nuncio en un bolsillo al tiempo que buscaba en otro con la mano que tenía libre. Sacó una pistola.

—¿Cómo llamas tú al coso éste? —preguntó, mientras la apuntaba con el arma.

—Nuncio —dijo ella, que aminoró el paso, aunque no dejó de acercarse a él.

—No, otra cosa, lo has llamado de otra manera.

—Letal.

Tommy-Ray sonrió.

—Sí, eso: letal —dijo, como si saborease la palabra—. Quiere decir que mata, ¿verdad?

—Exacto.

—Pues me gusta.

—No, Tommy…

—¡No me digas lo que me gusta o me deja de gustar! —exclamó él—. He dicho que letal me gusta, y lo repito.

De pronto, Tesla se dio cuenta de que había calculado mal esa escena. Si ella la hubiese escrito, Tommy-Ray la tendría a raya con su pistola mientras escapaba. Pero él tenía su propio escenario.

—Soy el Chico de la Muerte —dijo, y apretó el gatillo.

VI
1

Desconcertado por el incidente en casa de Ellen, Grillo se había refugiado en la escritura, una disciplina cuya necesidad sentía más y más cuanto más profundo se volvía aquel mar de ambigüedades.

Al principio había resultado fácil. Comenzó lanzándose por el terreno seguro de los datos, y Swift hubiera estado orgulloso de la prosa que escribía. En cuanto terminase, extractaría los trozos que enviaría a Abernethy; pero, por el momento, su deber consistía en dejar constancia por escrito de todo cuanto fuese capaz de recordar.

A mitad del proceso recibió una llamada de Hotchkiss, que le propuso pasar juntos una hora bebiendo y charlando. En Grove sólo había dos bares, le explicó: «Starky's», en Deerdell, era el menos decente, y, por lo tanto, el mejor. Una hora después de la conversación, con el grueso de los sucesos de la noche anterior a buen recaudo en el papel, Grillo salió del hotel y se encontró con Hotchkiss.

El «Starky's» estaba casi desierto. En un rincón, un viejo, sentado a solas, canturreaba consigo mismo, y en la barra había dos muchachos, que parecían demasiado jóvenes para estar bebiendo allí; por lo demás, la barra era suya. Así y todo, Hotchkiss apenas levantó la voz, que mantuvo en un mero susurro durante toda la conversación.

—No sabes mucho acerca de mí —dijo al empezar—, anoche me di cuenta de ello, pero ya es hora de que te enteres.

No necesitó que Grillo lo animase para hablar de sí mismo. Su relato fue hecho sin emoción alguna, como si la carga del sentimiento fuera tan pesada que ya la hubiera derramado en lágrimas hacía mucho tiempo. Grillo se alegró de ello. Si el narrador era capaz de tal desapasionamiento, también él tenía libertad para serlo, buscando entre las líneas del relato de Hotchkiss algo que pudiera habérsele pasado por alto. Hotchkiss habló en primer lugar de la parte que Carolyn había tenido en la historia, por supuesto sin elogiar ni condenar a la joven, limitándose a describir a su hija y a la tragedia, que le había privado de ella. Luego fue ampliando el hilo de su relato, e incluyendo en él un breve retrato de Trudi Katz, Joyce McGuire y Arleen Farrell. A continuación pasó a relatarle la suerte que habían corrido. Grillo estaba muy ocupado añadiendo en su mente los detalles a medida que Hotchkiss hablaba: así creó un árbol genealógico cuyas raíces iban hasta donde Hotchkiss insistía tanto en su relato: bajo tierra.

—Allí es donde se encuentran las respuestas —repitió—. Estoy convencido de que Fletcher y el Jaff, con independencia de
quienes
sean, o de
lo que
sean, tienen la culpa de lo que le ha ocurrido a mi Carolyn. Y a las otras chicas.

—¿Estuvieron todo el tiempo en las cuevas?

—¿No les vimos escapar? —dijo Hotchkiss—. Bueno, sí, creo que esperaron allí todos esos años. —Bebió un buen trago de whisky—. Después de anoche en la Alameda he estado en vela, intentando aclarar las cosas. Tratando de encontrar algún sentido a todo esto.

—¿Y…?

—He decidido bajar a las cuevas.

—¿Para qué diablos?

—Todos estos años, allí encerrados, tienen que haber estado haciendo
algo.
Quizás hayan dejado pistas. A lo mejor encontramos alguna manera de destruirles allí abajo.

—Fletcher ya no está —le recordó Grillo.

—¿De veras? —preguntó Hotchkiss—. No sé, la verdad. Las cosas tienden a permanecer, Grillo. Dan la impresión de desaparecer, pero duran; lo que ocurre es que no las vemos. Perduran en la mente. Por tierra. Desciendes un poco y estás en el pasado. Cada paso que das son mil años.

—Mi memoria no se remonta tan lejos —bromeó Grillo.

—Por supuesto que sí —dijo Hotchkiss, con tremenda seriedad—. Se remonta hasta cuando eras una mota en el mar. Eso es lo que nos obsesiona. —Levantó la mano—. Parece sólida, ¿verdad? Pues es casi agua. —Daba la impresión de que luchaba por conseguir otra idea, mas no conseguía localizarla.

—Las criaturas que el Jaff hizo parecen haber sido sacadas de la tierra —dijo Grillo—. ¿Piensas que es eso lo que vas a encontrar allá abajo?

La respuesta de Hotchkiss fue la idea misma que un momento antes no conseguía localizar:

—Cuando ella murió… —dijo—, me refiero a Carolyn…, cuando Carolyn murió, yo había soñado que se disolvía ante mis ojos. No que se pudría. Se disolvía, como si el mar la recuperase.

—¿Sigues teniendo esos sueños?

—No, ni hablar, ya nunca tengo sueños.

—Todo el mundo los tiene.

—Pues entonces es que yo no me permito ese lujo —replicó Hotchkiss—. Bien…, ¿estás conmigo?

—¿En qué?

—En lo de la bajada.

—¿Pero de verdad quieres hacerlo? Yo pensaba que era prácticamente imposible descender allí.

—Bien, morimos en el intento —dijo Hotchkiss.

—Tengo un artículo que escribir.

—Permíteme que te diga, amigo mío —respondió Hotchkiss—, que ese artículo
está
allí. El verdadero artículo. Justo debajo de nuestros pies.

—Te advierto que… padezco de claustrofobia.

—Pronto se te pasará, a fuerza de sudar —replicó Hotchkiss, con una sonrisa que a Grillo le hubiera gustado que fuese un poco más tranquilizadora.

2

Aunque Howie luchó con tesón para no dejarse vencer por el sueño durante la mayor parte del comienzo del atardecer, lo cierto era que apenas conseguía mantener los ojos abiertos. Cuando le dijo a Jo-Beth que quería regresar al hotel, la madre de la muchacha intervino, diciéndole que ella se sentiría más tranquila si se quedaba en la casa. Tenía ya arreglado el cuarto de los invitados (Howie había tenido que dormir en el sofá la noche anterior). En vista de ello, el muchacho, se retiró a dormir. Su cuerpo había realizado esfuerzos considerables durante aquellos días, y aún tenía la mano muy magullada, y también la espalda, pues, aunque los mordiscos del
terata
no eran profundos, todavía le dolían. Nada de eso, sin embargo, impidió que se quedara dormido en unos pocos minutos.

Jo-Beth preparó algo de comer para su madre —ensalada, como siempre—, y también para ella, llevando a cabo las tareas domésticas diarias, como si nada hubiera cambiado en aquella semana; así, consiguió olvidar aquellos horrores por breves períodos de tiempo, tan absorta se hallaba en su trabajo. Pero le bastaba una ojeada al rostro de su madre, o al cerrojo, reluciente de puro nuevo, que había en la puerta trasera, para que los recuerdos volvieran a ella como una oleada. No conseguía ordenarlos: lo único que sentía era humillación y dolor, y más humillación y más dolor.

Y sobre todo cuando pensaba en el Jaff, con aquella cínica sonrisa burlona; cerca de ella,
demasiado
cerca. E incluso en algún momento, casi llegó a persuadirla de que se uniera a su visión, de la misma manera que había convencido a Tommy-Ray. De todos los temores de Jo-Beth, el que más le angustiaba era el de unirse al enemigo. Cuando el Jaff la explicó que quería razones y no sentimientos, Jo-Beth lo comprendió; incluso se sintió movida por la compasión. Y toda aquella astuta palabrería acerca del Arte, y sobre la isla que quería enseñarle…

—¡Jo-Beth!

—¿Sí, mamá?

—¿Te encuentras bien?

—Sí, claro que sí.

—¿En qué estabas pensando? Por la expresión que tenías…

—Pues… en lo de anoche.

—Lo que debieras hacer es olvidarte de ello.

—Tal vez coja el coche y me vaya a ver a Lois; hablaré un rato con ella, ¿te importa?

—No, estaré bien aquí. Tengo a Howard que me acompaña.

—Entonces me voy.

De todos sus amigos de Grove ninguno representaba tan bien como Lois la normalidad que su vida no tenía ya. A pesar de todas su prédicas morales, Lois tenía una fe sencilla y fuerte en todo lo bueno. En esencia, lo que Lois quería era que el mundo fuese un lugar pacífico, en el que los hijos, educados en el amor, pudieran, a su vez, educar a los suyos de la misma manera. También conocía el mal. Era una fuerza organizada contra esa visión del mundo. El terrorista, el anarquista, el lunático. Ahora, Jo-Beth sabía que esas fuerzas tenían aliados en un plano más enrarecido del ser, y uno de esos aliados era su padre. Por lo tanto se hacía tanto más imperativo el buscar la compañía de personas cuya definición del bien fuese inalterable.

Oyó ruido y risas en la casa de Lois al bajarse del coche, y aquello la colmó de una sensación de bienvenida después de las horas de miedo e inquietud que había pasado. Llamó a la puerta. El ruido, denso y ronco, continuó sin bajar de volumen. Se diría que había mucha gente allí.


¡Lois!
—llamó Jo-Beth.

Pero era tal el estruendo de la hilaridad que resonaba en el interior de la casa que tanto sus llamadas como sus gritos se disolvieron en el aire, de modo que Jo-Beth llamó al cristal de la ventana. Las cortinas se descorrieron y el sorprendido rostro de Lois, apareció en ella formando con los labios el nombre de Jo-Beth. La habitación, a espaldas de Lois, estaba llena de gente. Diez segundos después Lois apareció en el vano de la puerta, y la expresión de su rostro fue tan insólita que Jo-Beth estuvo a punto de no reconocerla: una sonrisa de bienvenida. A sus espaldas, todas las luces de la casa parecían estar encendidas; una inundación de luz se derramaba portal afuera.

—¡Qué sorpresa! —exclamó Lois.

—Sí, se me ha ocurrido venir a verte, pero ya… ya tienes compañía.

—Algo parecido —contestó Lois—, es difícil en este momento.

Volvió la cabeza y miró al interior de la casa. Parecía como si se tratara de una fiesta de disfraces. Un hombre, vestido de cowboy de pies a cabeza, subía la escalera a buen paso, sus espuelas relucientes a la luz de las bombillas, y pasó rozando a otro disfrazado de militar. Cruzando el vestíbulo del brazo de una mujer vestida de negro, Jo-Beth vio a un invitado con bata de cirujano, y, cosa curiosa, enmascarado. Que a Lois se le hubiera ocurrido celebrar una fiesta sin mencionárselo ni siquiera a Jo-Beth era demasiado extraño, porque Dios bien sabía que les sobraba tiempo libre a las dos para charlar de todo. Pero que se le hubiera ocurrido una idea así —a la seria y formal Lois— era más extraño todavía.

—Aunque la verdad es que da igual —añadió Lois—. Después de todo, eres una amiga. Formarás parte de esto, ¿verdad?

¿Parte de
qué?,
era la pregunta que Jo-Beth tenía en los labios, pero Lois no le dio tiempo de formularla, porque la arrastró adentro de la casa, asiéndola del brazo con resolución de propietaria, y cerrando luego la puerta de entrada.

—¿Verdad que es estupendo? —preguntó Lois, radiante de contento—. ¿No ha ido la gente a verte también a ti?

—¿Qué gente?

—Los visitantes.

Jo-Beth se limitó a asentir, y ese gesto fue suficiente para que Lois cambiara de terna:

—A los Kritzler, que viven aquí al lado, fue a visitarles la gente de
Masquerade,
ya sabes, la serie ésa de las hermanas, ¿no te acuerdas?

—¿La de la televisión?

—Sí, exacto, la de la televisión. Y mi Mel…, bueno, ya sabes lo que le gustan las películas del Oeste…

Other books

Zero II by Jonathan Yanez
Being Chased by Bentley, Harper
Sheila's Passion by Lora Leigh
Seduced by Mr. Right by Pamela Yaye
Perception by Nicole Edwards
Joint Task Force #2: America by David E. Meadows
Showdown at Widow Creek by Franklin W. Dixon
Somewhere I Belong by Glenna Jenkins