Raggedy Ann envía mensajes de texto con el móvil. Vaya tía grillada. Harvard Square está llena de gente así. El otro día, Win vio a un tipo lamiendo la acera delante del Coop.
—Evidentemente, ni una palabra a la prensa hasta que el caso esté resuelto. Luego, claro, me encargaré yo. Hace mucho calor para ser mayo —se queja, al tiempo que se levanta de la mesa—. Mañana por la mañana, Watertown, a las diez en punto, en el despacho del inspector jefe.
Deja el café
latte
, que apenas ha probado, para que él lo tire a la basura obedientemente.
Una hora después, Win está acabando su tercera serie de repeticiones en el banco de ejercicios cuando su iPhone vibra como un gran insecto. Lo coge, se enjuga la cara con una toalla y pone el manos libres.
—Lo siento. Es cosa tuya —dice Stump, en respuesta al mensaje de voz que le ha dejado antes.
—Ya hablaremos luego. —No tiene la menor intención de hablar del asunto en medio del gimnasio
spa
del Hotel Charles, que no puede permitirse pero tiene permitido utilizar a cambio de su experiencia y contactos en asuntos de seguridad.
En el vestuario, se da una ducha rápida y vuelve a ponerse el mismo atuendo salvo el calzado, que se cambia por botas de moto. Coge el casco, la cazadora de malla reforzada y los guantes. Tiene la moto aparcada delante del hotel, una Ducati Monster roja, protegida por conos de tráfico, en su plaza reservada en la acera. Está metiendo la bolsa del gimnasio en el pequeño portaequipajes para después cerrarlo cuando se le acerca Cal Tradd.
—Ya imaginaba que un tipo como tú tenía que montar una Superbike —comenta Cal.
—¿De verdad? Y eso, ¿por qué? —dice Win, antes de poder evitarlo.
Lo último que le apetece es entablar batalla con ese cabroncete consentido, pero lo ha pillado con la guardia baja: nunca se le habría pasado por la cabeza que Cal supiera nada de motos, y mucho menos de una Ducati 1098 S Superbike.
—Siempre he querido tener una —confiesa Cal—. Ducati, Moto Guzzi, Ghezzi-Brian. Pero empiezas a dar clases de piano a los cinco años y ya puedes despedirte hasta del monopatín.
Win está harto de que se lo recuerde. El mini Mozart, que ya daba recitales a los cinco.
—Bueno, ¿cuándo vamos a salir a dar una vuelta en moto juntos? —continúa Cal.
—¿Qué problema tienes con las palabras «no» o «nunca»? No salgo a andar en moto acompañado y detesto la publicidad. Y te lo he dicho… a ver, ¿unas cincuenta veces a estas alturas?
Cal hurga en un bolsillo de los pantalones holgados, saca un papel doblado y se lo entrega.
—Son mis números, los mismos que probablemente tiraste la última vez que te los di. Igual me llamas y me das una oportunidad. Tal como dijo Monique en su conferencia, los polis y la comunidad tienen que trabajar juntos. Están pasando muchas cosas desagradables por ahí.
Win se larga sin un «nos vemos» siquiera y se dirige hacia el Mercado del Gourmet Pittinelli's, otro lugar que no puede permitirse. Tuvo que armarse de valor hace un par de meses para entrar a ver si conseguía llegar a un acuerdo con Stump, de quien había oído hablar aunque no la conocía aún. No son amigos, probablemente ni siquiera se llevan bien, pero tienen un acuerdo mutuamente beneficioso. Ella le hace descuento porque Win es policía del estado y tiene su base de operaciones en Cambridge, donde está el mercado. El asunto es el siguiente: resulta que los polis de Cambridge ya no multan a las camionetas de reparto de Pittinelli's cuando superan el tiempo de aparcamiento reglamentario de diez minutos.
Abre la puerta de entrada y se topa con Raggedy Ann, que se dirige hacia la salida al tiempo que lanza una lata vacía de Fresca en un cubo de basura. La tía rara hace como que no le ve, tal como ha hecho hace un rato en la Facultad de Ciencias Políticas. Ahora que lo piensa, la semana pasada también se comportó como si Win fuera invisible, cuando estaba a las puertas del palacio de justicia, y pasó a escasos centímetros de ella, e incluso musitó «perdón». De cerca, huele a polvos de talco para niños. Igual es por todo el maquillaje que lleva.
—¿Qué pasa? —dice Win, que se cruza en su camino—. Por lo visto, no hacemos más que encontrarnos una y otra vez.
Ella se abre paso y sale apresuradamente a la acera transitada, se cuela por una calle lateral y desaparece.
Stump está llenando estantes de aceite de oliva, en el aire un olor acre a quesos importados,
prosciutto
, salami. Un universitario está sentado detrás del mostrador, absorto en una edición de bolsillo; por lo demás el comercio está vacío.
—¿De qué va esa Raggedy Ann? —le pregunta Win.
Stump, acuclillada en el pasillo, levanta la mirada y le pasa una botella con corcho que tiene forma de petaca.
—Frantoio Gaziello. Sin depurar, un poco grasiento, con una pizca de aguacate. Seguro que te encanta.
—¿Sabes la chica que acaba de salir de tu tienda? Pues hace un rato estaba rondándonos a Lamont y a mí en la Facultad de Ciencias Políticas. También la he visto a la entrada del palacio de justicia. Vaya coincidencia, ¿eh? —Se queda mirando la botella de aceite de oliva en busca del precio—. Igual me está siguiendo los pasos.
—Yo lo haría, si fuera una sin techo tarada y lastimosa que se cree una muñeca repollo. Probablemente de uno de los refugios de la zona —añade Stump—. Entra y sale, nunca compra nada salvo Fresca.
—Pues se la ha bebido en un abrir y cerrar de ojos, a menos que no la haya acabado. La ha tirado al cubo cuando salía del comercio.
—Es su
modus operandi
. Mira, se toma la Fresca y se marcha. Es inofensiva.
—Bueno, pues empieza a darme mal rollo. ¿Cómo se llama, y en qué refugio se aloja? Creo que sería buena idea ver si tiene antecedentes.
—No sé nada de ella salvo que no anda bien —responde al tiempo que hace girar el índice a la altura de la sien.
—Bueno, ¿cuánto hace que sabes que Lamont me destina a Watertown?
—Vamos a ver. —Mira el reloj—. ¿Me has dejado el mensaje hace hora y media? Déjame que lo calcule. Hace una hora y media que lo sé.
—Eso creía yo. Nadie te lo ha dicho, de manera que Lamont se asegura desde el primer momento de que no nos llevemos bien.
—Ahora mismo no me hace falta ningún nuevo pasatiempo disparatado. Si te envía a Watertown con alguna misión secreta, no vengas a llorarme a mí.
Se pone en cuclillas a su lado.
—¿Te suena el caso de Janie Brolin?
—Es imposible haber crecido en Watertown sin haber oído hablar de ese caso, que tuvo lugar hace medio siglo, maldita sea. Esa fiscal tuya no es más que una consumada política desalmada.
—También es tu fiscal de distrito, a menos que la policía de Watertown se haya escindido del condado de Middlesex.
—Mira —replica ella—, no es problema mío. Me importa un carajo lo que hayan tramado ella y el inspector jefe. No pienso hacerlo.
—Puesto que se produjo en Watertown, y teniendo en cuenta que los homicidios no prescriben, técnicamente es problema tuyo si el caso se reabre, y en este preciso momento, parece ser que se ha reabierto.
—Técnicamente, los homicidios cometidos en Massachusetts, con raras excepciones, como es el caso de Boston, son jurisdicción de la policía del estado. Vosotros mismos os encargáis de recordárnoslo asiduamente cuando os presentáis en el escenario del crimen para adueñaros de la investigación, aunque no tengáis ni remota idea de nada. Lo siento, es cosa tuya.
—Venga, Stump, no seas así.
—Acaba de producirse otro atraco a un banco esta mañana. —Sigue colocando botellas en los estantes—. Cuatro en tres semanas. Además de robos en peluquerías, en coches, en domicilios, robos por parte de la pasma, crímenes sexuales o raciales. Es incesante. Estoy un poco ocupada para casos que ocurrieron antes de que yo naciera.
—¿El mismo atracador de bancos?
—Exactamente el mismo. Le entrega una nota al cajero, vacía el cajón de pasta, la emergencia se emite por la RREPAE.
La Red Radiofónica de Emergencia de Policía del Área de Boston, para que los polis de la zona puedan hablar entre sí y echarse una mano.
—Lo que supone que se presenta hasta el último coche de policía del planeta, con las luces puestas y las sirenas a toda caña. El centro de la ciudad parece un desfile navideño, lo que garantiza que nuestro Bonnie y Clyde en una sola persona sepa con exactitud dónde estamos, de manera que pueda permanecer oculto hasta que hayamos desaparecido —dice ella en el momento en que entra un cliente.
—¿Cuánto? —Win se refiere a la botella de aceite de oliva que tiene en la mano.
Más clientes. Son casi las cinco de la tarde y la gente sale del trabajo. Dentro de poco, apenas quedará espacio en la tienda. Desde luego, Stump no es poli por dinero, y Win nunca ha entendido por qué no se retira de la policía y disfruta de la vida.
—Es tuyo a precio de coste. —Se levanta y va a otro pasillo, coge una botella de vino y se la da—. Acaba de llegarme. Ya me dirás qué te parece.
Un pinot noir Wolf Hill de 2002.
—Claro —dice Win—. Gracias, pero ¿a qué viene el numerito de agasajarme con semejante amabilidad?
—Te estoy dando el pésame. Debe de ser horrible trabajar para ella.
—Bueno, ya que me compadeces, ¿qué tal si me pones unos kilos de queso suizo, cheddar, Asiago, rosbif, pavo, ensalada de arroz silvestre y unas
baguettes
? Y sal
kosher
, dos kilos y medio me vendrían de maravilla.
—Dios santo. ¿Qué demonios haces con ella? ¿Celebras fiestas en las que sirves margaritas para medio Boston? —Y se levanta, tan cómoda con su prótesis que Win apenas recuerda que la lleva—. Venga. Ya que me das pena, voy a invitarte a un trago —le dice—. De un poli a otro, voy a darte un consejillo.
Recogen unas cajas vacías y las llevan al almacén del fondo, y ella abre la nevera, coge dos gaseosas de vainilla
light
y dice:
—Tienes que centrarte en el móvil.
—¿El del asesino? —pregunta Win, mientras se sientan a una mesa plegable, rodeados de cajas de vino, aceites de oliva, vinagres, mostazas, chocolates.
—El de Lamont.
—Debes de haber trabajado en un montón de casos con ella a lo largo de los años, pero se comporta como si no os conocierais —dice Win.
—No me extraña. Supongo que no te ha hablado de la noche que nos cogimos tal cogorza que tuvo que dormir en mi sofá.
—Ni de coña. Ni siquiera alterna con polis, y mucho menos se emborracha con ellos.
—Antes de que tú llegaras —le explica Stump, que le lleva a Win al menos cinco años—. En los buenos tiempos antes de que un alienígena se adueñara de su cuerpo, era una fiscal de armas tomar que se presentaba en el escenario del crimen y se venía de juerga con nosotros. Una noche, tras un caso de asesinato y suicidio, las dos acabamos en Sacco's, nos pusimos a beber vino, nos emborrachamos tanto que dejamos los coches y nos fuimos andando a mi casa. Como decía, acabó por pasar la noche allí. Al día siguiente teníamos tal resaca que las dos llamamos al trabajo para decir que estábamos enfermas.
—Debes de estar hablando de otra persona. —Win no consigue imaginárselo siquiera, le produce una sensación extraña en la boca del estómago—. ¿Seguro que no era otra fiscal adjunta, y tal vez con el paso de los años las confundes?
Stump ríe y dice:
—¿Qué pasa? ¿Tengo Alzheimer? Por desgracia, la Lamont que tú conoces no va nunca al escenario del crimen a menos que haya furgonetas de televisión por todas partes, rara vez pisa una sala de justicia y no tiene nada que ver con polis a menos que les esté dando órdenes; le resulta indiferente la justicia criminal, lo único que le importa es el poder. Es posible que la Lamont que conocía yo fuera egocéntrica, pero ¿por qué no iba a serlo?
Licenciada en derecho por Harvard, preciosa, lista de narices. Pero decente.
—Esa y la palabra «decente» no se conocen ni de vista. —Win no entiende por qué de pronto se muestra tan furioso, como si defendiera su territorio, y antes de poder evitarlo, añade con saña—: Me da la impresión de que tienes síntomas del síndrome Walter Mitty. Igual has sido muchas personas distintas a lo largo de tu vida, porque la persona con la que estoy bebiendo gaseosa de vainilla ahora mismo es baja y gorda, según Lamont.
Stump, con su corto cabello moreno, no tiene nada de baja, y desde luego no está gorda. En realidad, ahora que se fija, tiene que reconocer que está bastante cachas, debe de hacer mucho ejercicio, tiene un cuerpo estupendo, de hecho. No es nada fea. Bueno, tal vez un tanto masculina.
—Preferiría que no me miraras el pecho —le advierte—. No es nada personal. Se lo digo a todos los hombres cuando estoy a solas con ellos en el almacén.
—No imagines que te estoy tirando los tejos —responde él—. No es nada personal. Se lo digo a todas las mujeres cuando estoy a solas con ellas. A los hombres también, si se tercia. Por así decirlo.
—No tenía ni idea de que fueras tan engreído. Por así decirlo. Arrogante, desde luego, pero vaya… —Lo mira atentamente y toma un sorbo de gaseosa.
Ojos verdes con motas doradas. Bonita dentadura. Labios sensuales. Bueno, alguna arruguilla que otra.
—Y en esta casa tenemos otra norma —dice ella—. Tengo dos piernas.
—Maldita sea. No he dicho nada de tu pierna.
—A eso me refiero. No tengo una pierna. Tengo dos. Y te he visto mirar.
—Si no quieres que tu prótesis llame la atención, ¿por qué te haces llamar Stump? Y ya que estamos, ¿por qué permites que nadie te llame Stump?
—Supongo que no se te ha pasado por la cabeza que ya me llamaban Stump antes de que tuviera un mal día con la moto, ¿verdad?
Win guarda silencio.
—Puesto que eres motorista, voy a darte un consejo —añade—. Procura que ningún paleto al volante de una camioneta te haga empotrarte contra un quitamiedos.
De pronto Win recuerda la gaseosa y echa un trago.
—¿Y otro consejo? —Lanza la lata vacía a un cubo de basura que está al menos a media docena de metros—. Prescinde de las alusiones literarias. Fui profesora de literatura inglesa antes de meterme a poli. Walter Mitty no fue muchas personas distintas, sino que se dedicaba a soñar despierto.
—¿A qué viene el apodo, si no es por la pierna? Me ha picado la curiosidad.
—¿Por qué Watertown? Eso es lo que debería despertar tu curiosidad.