—¿De qué robo me hablas? —Stump deja de lado su numerito de tía dura un instante—. ¿Te refieres a tu apartamento?
—No, al maldito Watergate.
—¿Qué te robaron?
—Ciertos artículos personales.
—Como, ¿por ejemplo?
—Como, por ejemplo, los detalles que no pienso darte porque ahora mismo no confío en nadie, ni siquiera en ti.
Silencio. Entran en Arlington, luego enfilan Elm y después se desvían hacia un aparcamiento remoto en el centro comercial de Watertown, donde aparca marcha atrás entre dos todoterrenos.
—Robos de coches —dice Stump, como si su conversación previa no hubiera tenido lugar—. Unos capullos atan imanes a cuerdas y las arrastran por la puerta para levantar el seguro, o hacen un agujero en una pelota de tenis y la golpean contra el cierre para que el aire expulsado la abra. Naturalmente, lo que está de moda ahora son estos sistemas de navegación portátiles.
Abre la guantera y saca un Magellan Maestro 4040 con el disco adhesivo roto. Conecta el cargador al mechero y enrolla el cable en torno al espejo retrovisor. El GPS averiado cuelga igual que unos dados afelpados.
—La gente es lo bastante estúpida como para dejarlos en sus vehículos a plena vista. En mi caso, fui lo bastante estúpida como para dejar éste en mi coche, que otros polis utilizan cuando estoy fuera de servicio. Seguro que estás acostumbrado a algo muy distinto, ¿eh? Crown Vics con sistema GPS incorporado, teléfonos móviles sin límite de minutos. ¿Sabes qué ocurre cuando llego a mi límite de minutos? Tengo que pagar la factura de mi propio bolsillo. Y ya te puedes ir olvidando de lo de llevarte el coche a casa.
—Si yo pudiera llevarme el coche a casa, ¿crees que estaría conduciendo esa tartana, como la has descrito tú, tan diplomáticamente?
—¿De quién es, por cierto? No va con tus trajes de marca y tu reloj de oro.
Win guarda silencio.
—¿Ves a esa anciana que abre su miniván? —continúa Stump—. Podría tirarla al suelo y largarme con su bolso antes de que te dieras cuenta. Para ella, sería probablemente lo peor que le ha pasado en la vida. Los peces gordos como tú ni siquiera se molestan en denunciarlo.
—Está claro que no me conoces.
—Ah, te conozco muy bien, porque sé lo que acabas de hacer. —Lo miran sus gafas de sol—. Eres peor de lo que creía. ¿Qué has hecho? ¿Pasearte por los refugios de indigentes hasta dar con ella para darle un susto de muerte?
—Te lo he dicho. Fue ella la que dio el primer…
—Igual lo dio. Después de que la siguieras y la aterraras sacando partido de su precaria salud mental. —La hostilidad de Stump resulta cada vez menos convincente.
Win no sabe a ciencia cierta por qué, pero tiene la sensación de que lo suyo es un numerito y no es una actriz especialmente diestra.
—¿Quién es? —indaga Win—. ¿Y a qué viene esa payasada de Raggedy Ann?
—Es quien tiene que ser. Tal vez lo cree, tal vez no. ¿Quién sabe? No importa.
—Sí que importa. Hay diferencia entre ser psicótica y excéntrica. —Ve más compradores que regresan a sus coches, pero ningún ladrón de GPS.
—Asegura que la amenazaste —insiste Stump—. Asegura que le dijiste que, si no se reunía contigo en el parque esta mañana, te ocuparías de que la encerraran cada vez que saliera por la puerta.
—¿Te dio alguna explicación verosímil para que la amenazara?
—Querías acostarte con ella.
—Si te has tragado eso, igual eres tú la psicótica —responde él.
—¿Por qué? ¿Porque un tipo como tú puede acostarse con quien quiera, así que para qué iba a querer a una cualquiera tan poco atractiva como ella?
—Venga, Stump. Si me has investigado tan a fondo como dices, sabes perfectamente que no tengo esa clase de reputación.
—Me da la impresión de que no sabes lo que cuenta de ti la gente, no estás al tanto de las especulaciones.
—La gente dice muchas cosas sobre mí, pero ¿a qué te refieres, exactamente?
—A lo que ocurrió en realidad aquella noche en el dormitorio de Lamont.
Win se ha quedado sin habla, no puede creer lo que ha dicho.
—¿Cómo puedo saber la verdad? —dice Stump.
—No me aprietes más de la cuenta. —Lo dice en voz queda.
—Sólo te advierto que circulan especulaciones; por todas partes. Hay gente, sobre todo polis, convencidos de que ya estabas en casa de Lamont cuando entró aquel tipo. Concretamente, en su dormitorio. Concretamente, podrías haberla protegido sin matarlo, pero eso quizás habría dado pie a que la gente se enterara de vuestro sucio secretillo.
—Llévame de regreso a mi coche.
—Tengo derecho a saber si vosotros dos habéis tenido alguna vez…
—Tú no tienes derecho a nada —le recrimina.
—Si voy a tenerte el menor respeto…
—Igual deberías empezar a preocuparte por que yo te tenga el menor respeto a ti —replica él.
—Tengo que saber la verdad.
—Y si la hemos tenido, ¿qué? ¿Qué pasa? Es soltera. Yo también. Los dos somos adultos que damos nuestro consentimiento.
—Una confesión. Gracias. —El tono es frío.
—¿Por qué es tan importante para ti? —pregunta él.
—Significa que estás viviendo una mentira, que no eres más que un embaucador, un embustero. Que duermes con la jefa, y que eso nos conduce directamente a por qué te ha enviado a Watertown. Tú debes de sacar algo del asunto. Sobre todo si te acuestas con ella. Y probablemente lo haces. La gente como tú me sobra.
—No, me parece que en realidad estás intentando por todos los medios que te sobre —replica Win—. ¿Qué pasa? ¿Reafirma tu idea del universo el que yo sea una basura?
—Con lo narcisista que eres, no me extraña que lo creas así.
—No nos hemos ido a la cama —dice—. Ahí lo tienes. ¿Estás contenta?
Silencio mientras pone en marcha el coche, reacia a mirarle.
—Y podría habérmela llevado a la cama, si tanto te interesa —añade—. No lo digo para alardear, pero después de lo que ocurrió, estaba… ¿cómo diría yo? Muy vulnerable.
—¿Y ahora? —Stump empieza a introducir una dirección en el GPS montado de cualquier manera.
—¿Después de lo que le ocurrió? Siempre será vulnerable —dice Win—. El problema es que no llegará a enterarse nunca, porque no hace más que cometer un grave error tras otro. A pesar de toda su presunción, Lamont huye de sí misma como alma que lleva el diablo. Pese a lo lista que es, no tiene la menor perspicacia.
—No me refería a eso. ¿Qué ocurre ahora?
—No estamos ni remotamente cerca de algo así. ¿Adónde vamos, por cierto?
—Tengo que enseñarte una cosa —dice Stump.
El Hotel Dorchester es para jefes de Estado y personajes famosos, no para gente como Killien, que apenas puede permitirse una taza de té allí.
Los aparcacoches se están ocupando de un Ferrari y un Aston Martin cuando un taxi lo deposita sin la menor cortesía en medio de un racimo de árabes tocados con turbantes que no tienen el menor interés en apartarse de su camino. «Probablemente parientes del sultán de Brunei, que es el dueño de este maldito lugar», piensa Killien al entrar a un vestíbulo de columnas de mármol y cornisas doradas, con suficientes flores frescas para varios funerales. Una ventaja de ser inspector es que sabe cómo entrar en un lugar o una situación y comportarse como si estuviera en el lugar que le corresponde.
Se abrocha la chaqueta de traje arrugada, dobla a la izquierda, entra en el bar y pone empeño en mostrarse indiferente a las vidrieras rojas, la caoba, la seda púrpura y dorada, los asiáticos, más árabes, algún que otro italiano, un par de americanos. No parece que haya ni un solo británico salvo por el inspector jefe, sentado solo a una mesita redonda en un rincón, la espalda contra la pared, de cara a la puerta. A fin de cuentas, en el fondo el inspector jefe sigue siendo un poli, aunque un poli muy bien situado gracias a que ha tomado buenas decisiones en la vida, entre ellas la de casarse con una baronesa.
Bebe whisky, solo, probablemente Macallan con un regusto a jerez. Las bandejitas de plata con patatas fritas y frutos secos que hay cerca están sin tocar. Tiene un aspecto impecable con traje gris de raya diplomática, camisa blanca, corbata de seda rojo oscuro, el bigote pulcramente recortado, los ojos azules típicamente ausentes, como si estuviera preocupado, cuando en realidad no se le escapa nada. Apenas ha tomado asiento Killien cuando aparece un camarero. Una pinta de cerveza negra le vendrá bien: no puede perder la cabeza.
—Tengo que ponerle al tanto de los detalles de este caso americano —comienza el inspector jefe, a quien no le va la charla intrascendente—. Sé que se pregunta por qué es una prioridad.
—Desde luego que me lo pregunto —dice Killien—. No tengo ni idea de qué va todo esto, aunque lo que he visto hasta el momento es más bien curioso. Por ejemplo, Monique Lamont…
—Poderosa y controvertida. Y despampanante, cabría añadir.
Killien piensa en las fotografías. El inspector jefe también debe de haberlas visto, y se pregunta si su jefe comparte su misma reacción, más bien perturbadora. No es correcto mirar fotografías vinculadas con un crimen violento y dejar que la atención de uno vaya más allá de las heridas de la mujer y se adentre en áreas que nada tienen que ver con un buen trabajo policial. Y Killien no puede dejar de pensar en las fotografías, de imaginar su suave…
—¿Me sigue, Jeremy? —pregunta el inspector jefe.
—Desde luego.
—Se le ve un tanto distraído.
—En absoluto.
—Pues bien —continúa el inspector jefe—, hace unas semanas, me llamó y me preguntó si estaba al tanto de que una posible víctima del Estrangulador de Boston era ciudadana británica. Dijo que el caso se había reabierto y sugirió que se implicara Scotland Yard.
—A decir verdad, no veo por qué deberíamos ir más allá de hacer un par de pesquisas con discreción. Me parece que es un asunto político.
—Claro. Lamont ya tiene prevista una campaña de publicidad extravagante, incluido un especial de la BBC que garantiza que se emitirá si participamos, y tal y cual. Una actitud bastante presuntuosa, como si necesitáramos su apoyo para que la BBC nos preste atención. Es de lo más descarada.
—No veo cómo podemos ayudarle a demostrar semejante teoría, puesto que no hay certeza de la identidad del Estrangulador de Boston, y probablemente nunca la habrá —señala Killien.
El inspector jefe toma un sorbo de whisky.
—Su agenda política no tiene mayor trascendencia. Ya conozco a los de su ralea. Por lo general, su intento de involucrarnos en un asunto semejante sería ignorado desde el punto de vista político. Pero parece ser que hay un detalle del que Lamont no está al tanto, y por eso estamos manteniendo esta conversación usted y yo.
Aparece el camarero con la pinta de cerveza negra y Killien toma un buen trago.
—Cuando acudió a Scotland Yard con su antiquísimo caso, por amabilidad, cuando menos, hice que indagaran en el asunto, lo que incluyó llevar a cabo averiguaciones sobre ella. Sólo las comprobaciones de rutina —continúa el inspector jefe—. Y nos hemos topado con una información inquietante, no sobre el caso, que, a decir verdad, me importa muy poco, sino acerca de la propia Monique Lamont, y las transacciones y donaciones de dinero en las que ha reparado la Secretaría de Hacienda de Estados Unidos. Resulta que su nombre aparece en la base de datos de la Agencia de Inteligencia y Defensa.
Killien posa bruscamente la pinta de cerveza negra.
—¿Es sospechosa de canalizar fondos a terroristas?
—Eso es.
—A primera vista, lo que me viene a la cabeza es un error burocrático. Tal vez realizó de pronto transferencias de sumas importantes por razones legítimas —sugiere Killien.
Ocurre más a menudo de lo que la gente se piensa. Sobre la base de lo que ha leído en su informe, al igual que el inspector jefe, Lamont posee millones de dólares que no adquirió por sus propios medios, probablemente mueve cantidad de dinero, paga en metálico grandes compras tanto en Norteamérica como en el extranjero y hace generosas donaciones a organizaciones diversas. Entonces recuerda otra cosa que acaba de revisar. El otoño pasado cambió de repente de partido político. Eso podría ser motivo suficiente para que quienquiera que se hubiera sentido traicionado u ofendido buscase venganza.
—Lo más preocupante —dice el inspector jefe—, parece ser una contribución notable que ha hecho recientemente a un fondo de ayuda a la infancia en Rumania. Algunos de esos grupos, como bien sabe, son fachadas para recaudar dinero destinado al terrorismo. El fondo al que ha hecho esa donación, en concreto, es sospechoso de traficar con huérfanos y suministrárselos a Al-Qaeda con el fin de utilizarlos como terroristas suicidas y demás.
Le cuenta a Killien que se armó un revuelo considerable en la prensa acerca de la donación, la súbita compasión de Lamont por los huérfanos, lo que lleva a Killien a sospechar que, si el fondo de ayuda es en realidad una tapadera para terroristas, es dudoso que Lamont lo sepa. De saberlo, ¿por qué iba a dar una conferencia de prensa al respecto? Da igual. Actuar con premeditación y ser consciente de ello no son condiciones imprescindibles para ser culpable de un delito.
Y el inspector jefe dice:
—Está en una lista de personas que tienen prohibido volar, aunque probablemente no lo sabe porque no ha intentando reservar billete para vuelos comerciales estos últimos meses. Cuando lo haga, empezará a darse cuenta de que la vigilan, razón por la que tenemos que abordar el asunto sin pérdida de tiempo.
—Si hubieran inmovilizado sus bienes, sin duda se habría dado cuenta.
—La CIA, el FBI y la DIA dejan sin inmovilizar numerosas cuentas para poder seguir la pista a fondos de financiación de presuntos terroristas. Lo más probable es que Lamont no tenga ni idea.
Eso despierta los miedos íntimos del propio Killien. Uno nunca sabe quién está hurgando en tu cuenta bancaria, tu correo, informes médicos o páginas preferidas en la Red, hasta que un día descubres que tienes los bienes inmovilizados o no puedes embarcar en un avión, o se presentan unos agentes en tu trabajo o tu casa y te llevan a comisaría para interrogarte, tal vez para deportarte a una prisión secreta en un país que niega recurrir a la tortura.
—¿Qué tiene todo esto que ver con el asesinato de Janie Brolin y nuestra repentina urgencia por investigarlo? —pregunta.