Le dice algo a Raggedy Ann y ella vuelve a salir del taller. El tipo le hace un gesto a Stump y saluda:
—Bueno, ¿qué tal va?
—Quiero presentarte a un amigo mío —dice.
—¿Ah, sí? Bueno, ya lo he visto en alguna parte, igual en la prensa —responde Bimbo.
—Eso es porque es de la policía del estado, y ha salido en la prensa, en la tele, porque tuvo que cargarse a un tipo el año pasado.
—Me parece que ya lo recuerdo. El tipo que se cepilló a la fiscal de distrito.
—Es un tipo legal, o no estaría aquí —dice Stump acerca de Win.
Bimbo se le queda mirando fijamente, y luego decide:
—Si tú dices que es legal, te creo.
—Parece ser que tuvo un problemilla en Lincoln, hace un par de noches. Otro robo, y ya sabes a qué me refiero —dice Stump.
—Está entrando mucha mercancía —asiente Bimbo—. ¿Dónde robaron?
—En una casa enorme, de cuatro millones de dólares. Justo antes de que revistieran los tabiques, alguien entró y se llevó todo el cableado. Ahora el constructor tiene que contratar seguridad las veinticuatro horas del día para que no vuelva a ocurrir.
—¿Qué quieres? —Bimbo se encoge de hombros en toda su corpulencia—. El cobre no me habla. Estos dos últimos días he recibido cantidad de cable, que ya está en el horno de fundición.
Raggedy Ann viene empujando otro carrito cargado con cobre de desecho y lo aparca en la balanza. No presta atención a Stump, ni a Win, como si no existieran.
Bimbo le dice a Stump:
—Me mantendré alerta. Lo último que me hace falta es algo así. Yo llevo un negocio limpio.
—Claro, un negocio limpio —repite Stump, mientras ella y Win se alejan—. Lo único que no es robado por aquí es la maldita acera.
—Acabas de dejarme en evidencia delante de esa escoria —dice Win, furioso, cuando vuelven a montarse en el coche.
—Aquí a nadie le importa quién eres, siempre y cuando no le importe a Bimbo, y ése no tiene ningún problema contigo, gracias a mí.
—Gracias por nada. No puedes revelar mi identidad a nadie sin mi permiso.
—Ahora estás en la cancha del Frente. Eres un invitado, y las normas las decidimos nosotros, no tú.
—¿Tu cancha? ¿Ha cambiado la canción? Me parece que esta misma mañana no me querías en tu cancha. De hecho, me has dicho en más de una ocasión que me pierda.
—El que te haya presentado a Bimbo forma parte del juego. Así sabe que estás conmigo, de manera que si vuelve a verte, o te ve cualquier otro, no hay mayor problema.
—¿Por qué tendría que volver a verme?
—Hay muchas posibilidades de que alguien acabe por ser asesinado aquí, así que es tu jurisdicción. Acabo de conseguirte un pasaporte. No tienes que agradecérmelo. Y por si no has pillado lo que quería decir sobre Raggedy Ann, ahora ya sabes que voy en serio. Esquívala.
—Entonces, dile que deje de enviarme notas.
—Ya se lo he dicho.
—Has dicho que es una criminal. ¿Así ha conseguido el cobre?
—El cobre que le acabas de ver descargar no era robado. Tengo un amigo contratista que me hace un favor. Le facilito suficiente chatarra para que se pase por el taller de Bimbo un par de veces a la semana.
—¿Sabe ése que es una confidente?
—Eso invalidaría su labor.
—Lo que te pregunto es si lo sospecha, él o alguien más.
—No hay razón para ello. Anda metida en todo, lleva años así. Es una pena. Viene de una familia muy acomodada, pero como muchos chavales, se enganchó: heroína, oxicodona. Con el tiempo, empezó a prostituirse, a robar, para seguir metiéndose. Cumplió dos años de condena por acuchillar a un tipo que la chuleaba: su error fue no matar al hijo de puta. Salió de la cárcel y volvió a las andadas de inmediato. La metí en un programa de desintoxicación con metadona, en un centro de acogida. En resumidas cuentas, me resulta valiosa y no quiero que acabe muerta.
Mientras pasan por delante de cobertizos herrumbrosos y los neumáticos rebotan al cruzar las vías del tren, su teléfono móvil suena varias veces. Stump no contesta.
—Perdí un confidente hace un par de Navidades —continúa—. La quemó un poli del destacamento especial que se acostó con ella y decidió mencionarla en un informe para que nadie la creyera si lo delataba. Así que él la delató primero. Antes de que nadie se diera cuenta, la chica acabó con un tiro en la cabeza.
Vuelve a sonarle el móvil y pulsa una tecla para silenciarlo. Ya van cuatro veces desde que han salido de la chatarrería, y ni siquiera mira la pantalla para ver de quién se trata.
El laboratorio forense de la policía del estado tiene un protocolo sencillo pero fundamental: las pruebas presentadas tienen que estar vinculadas de manera incontrovertible con un crimen.
Lo que tiene Win en varias bolsas de papel marrón no está vinculado de manera incontrovertible con nada salvo sus propios temores, su propia sensación de urgencia. Si Lamont anda implicada en algo siniestro y lo está involucrando a él, tiene la intención de averiguarlo por su cuenta antes de hacer nada al respecto. Como el tipo tan imaginativo que es, lo que le desconcierta y perturba es la parte del «por qué» de la ecuación. ¿Por qué iba alguien a colarse en casa de Nana para, por lo visto, no robar más que su bolsa del gimnasio? ¿Por qué iba a estar al tanto esa persona de la existencia de Nana, ya para empezar, o de que Win pasa por su casa casi a diario para ver qué tal está, o de que deja por costumbre su bolsa del gimnasio para su colada mágica, o de que ella olvida por rutina cerrar las puertas y activar la alarma, lo que facilita que alguien entre, la coja y se largue?
En el interior del edificio de los laboratorios, un agente llamado Johnny está a cargo de la recepción, absorto en lo que sea que está consultando en su pantalla de ordenador.
—¿Qué tal va? —saluda Win.
—¿Habéis visto esto? —Al tiempo que señala la pantalla—. Joder, es increíble.
Pone el vídeo de Lamont en el servicio de señoras colgado en YouTube. Es la primera vez que Win oye hablar del asunto, y lo analiza con detenimiento. Traje verde Escada, bolso de piel de avestruz Gucci y zapatos de tacón alto a juego, evidentemente filmado en la Facultad de Ciencias Políticas John F. Kennedy. Recuerda que, minutos después de su conferencia, lo envió a por un café
latte
, y Win la perdió de vista más o menos durante una hora. «No tiene mayor importancia», razona. No habría sido nada del otro mundo que alguien se ocultara en el servicio de señoras siempre y cuando esa persona lo hubiera planeado todo, y es evidente que alguien lo planificó con detenimiento. Planificación previa: un reconocimiento para ver cuándo iba a ir al servicio, asegurándose de que estuviera vacío antes de esconderse en un cubículo. Una mujer, o alguien vestido como tal. Es posible que fuera un hombre, si no había nadie mirando.
—Qué cosa tan rastrera —dice Johnny—. Si alguien le hace algo así a mi mujer, me lo cargo. Pero me da la impresión de que tenéis un buen lío entre manos. Mick estaba en el despacho del director hace apenas una hora, algo relacionado con el caso… ¿Cómo se llama? La mujer asesinada de la escuela para ciegos que no deja de salir en las noticias.
—Janie Brolin.
—Ésa.
—Probablemente Lamont ha hecho venir a Mick porque le preocupa la existencia de cualquier supuesta prueba, aunque no creo que siga habiendo nada relacionado con el caso. Aun así, seguro que quiere cerciorarse de que ninguno de los científicos habla con los periodistas —añade Win—. Al menos eso creo.
—Yo tampoco. —Ésa es la extraña manera que tienen los nativos de Massachusetts de decir «Yo también»—. ¿Para otorgarle el mérito a ella? Vaya. —Mick menea la cabeza rasurada mientras ve de nuevo el vídeo de Lamont—. Es tan fría que a uno se le olvida que es una tía caliente, ¿sabes a qué me refiero? Vaya par de…
—¿Está Tracy por aquí? —pregunta Win.
—Voy a llamarla. —No puede apartar la mirada de Lamont en el servicio de señoras.
Tracy está, y Win sigue un largo pasillo, evita la sala de recepción de pruebas, entra en Servicios del Escenario del Crimen, donde está sentada delante de su ordenador, escudriñando dos huellas dactilares ampliadas en una pantalla dividida, con flechitas que señalan los detalles que está comparando visualmente.
—Tenemos una pequeña discusión —dice, sin levantar la vista.
Win deja las bolsas de papel.
Ella señala la mitad izquierda de la pantalla y luego la derecha.
—El ordenador cuenta tres estrías entre estos dos puntos. Yo cuento cuatro. Como siempre, el ordenador no ve lo que veo yo. Es culpa mía, iba con prisas y no lo he limpiado antes, he tomado un atajo y lo he pasado por autocodificación. Bueno, ¿en qué te puedo ayudar? Porque, siempre que pasas por aquí con bolsitas de papel marrón, se trata de una pista.
—Una especie de caso oficial, y otro caso que no es oficial en absoluto. Así que en realidad te estoy pidiendo un favor.
—¿Quién, tú?
—No puedo contarte los detalles.
—No quiero saberlos. Da al traste con mi objetividad y confirma mi convencimiento esencial de que todo el mundo es culpable.
—Vale. Una lata de Fresca que saqué de la basura el otro día. Una nota de Raggedy Ann con su sobre, no te rías. Huellas en el sobre. Podrían ser de mi condenado casero, cuyas huellas dactilares tienes en la base de datos para poder excluirlas, porque ha tocado otras cosas en el pasado. No he manoseado la nota, y no está en duda quién la envió, pero me gustaría analizar estos objetos, incluido el ADN bajo la solapa del sobre y en la lata de Fresca, si puedes pedírselo prestado, suplicárselo o robárselo a tus colegas de ADN. También tenemos una vela y una botella de vino, un pinot muy rico, es posible que haya huellas. Igual de la señora de la bodega, cuyas huellas también estarán en la base de datos para poder excluirlas, porque también es poli. Tengo fotografías de huellas de zapatos, y el proyectil de nueve milímetros que he utilizado a modo de escala. No tenía una regla a mano, lo siento.
—¿Y qué quieres que haga yo con estas huellas de zapatos?
—Quédate con ellas de momento, por si recuperamos algo con lo que compararlas. —Como sus zapatos Prada robados, si volvieran a aparecer.
—Por último —dice Win—, está el envoltorio de una cámara desechable.
—Hemos recibido una serie de envoltorios de ésos últimamente de distintas comisarías, todas ellas en el condado de Middlesex.
—Lo sé, y los polis están convencidos de que no os molestáis siquiera en mirarlos.
—No puedo molestarme siquiera en mirarlos —replica ella—. Sus chicos de la científica no han encontrado nada en ellos, y nos los envían de todas maneras, con la esperanza de que tengamos una varita mágica, supongo. Igual ven la tele demasiado.
—¿Estás hablando de los chicos de la científica del Frente?
—Es probable —responde ella.
—Bueno, se trata de un solo chico, que además es una mujer, y no cree en varitas mágicas —le aclara Win—. Y puesto que mi envoltorio de cámara desechable es de la misma clase que los que ya has recibido, ¿por qué no les das un trato prioritario, en plan «ahora mismo lo hago»? Y tengo una idea.
—Siempre que vienes por aquí con tus bolsas de golosinas es en plan «ahora mismo lo hago», y siempre tienes ideas.
—¿Qué cabe esperar que tenga por todas partes un ladrón de cobre, incluidas las manos? —pregunta Win.
—Mugre, porque probablemente está tocando viejas tuberías sucias y oxidadas, materiales de techado, toda clase de porquería en las obras…
—Olvida la mugre. Estoy hablando de algo que quizá no sea visible —puntualiza Win—. Me refiero a algo microscópico.
—¿Quieres que examine estas condenadas cajitas de cámara con el microscopio?
—No —responde él—. Con Luminol. Quiero que las analices como si buscaras sangre.
* * *
Está pidiendo un granizado de café en Starbucks cuando nota que hay alguien a su espalda. Vuelve la vista. Cal Tradd.
Por lo menos tiene la decencia de no iniciar una conversación en un lugar público. Win paga, coge unas servilletas, una pajita, se dirige a la salida y aguarda en su coche, a la espera de una confrontación que ya se veía venir desde hace tiempo. En unos minutos, aparece Cal, que toma sorbos de café de uno de esos recipientes que más parecen tarrinas de helado, lleno a rebosar de nata montada y chocolate con una cereza encima.
—¿Me estás siguiendo? —pregunta Win—. Porque tengo la sensación de que me siguen.
—Se me nota, ¿eh? —Se lame la nata de los labios. Lleva unas bonitas gafas de sol, Maui Jim's, de unos trescientos pavos—. En realidad, iba camino de la comisaría. Probablemente igual que tú. De otra manera, no creo que estuvieras destrozándote los nervios ya alterados con varias dosis de café exprés en un Starbucks de la vieja Watertown. Sea como sea, me he fijado en tu coche.
—¿De veras? ¿Cómo has sabido que era mío?
—Sé dónde vives. En realidad, estuve a punto de alquilar un apartamento allí en mi primer año de universidad. En el segundo piso, en el extremo sur, con vistas a un diminuto pedazo de asfalto en la parte de atrás donde Farouk te deja aparcar la Ducati, la Harley, el Hummer, eso —señala el Buick—, lo que sea que montes o conduzcas.
Win se queda mirándolo, sus gafas de sol frente a las de él.
—Pregúntale a Farouk. Seguro que me recuerda —dice Cal—. Un chavalillo rubio y delgaducho cuya madre sobreprotectora decidió que su frágil y precioso niño no podía vivir en una antigua escuela. No es que la ubicación sea peligrosa, en realidad, pero ya sabes que la gente juzga sobre la base del aspecto, el comportamiento y el estatus socioeconómico de una persona. Y aquí estoy, rico, músico, escritor, un currículo impecable y con pinta de maricón. La víctima perfecta para uno de esos delitos que se cometen por odio a quien es distinto. —Vuelve a meter la lengua en la nata montada—. Te vi aquel aciago día, por cierto. No hay razón para que lo recuerdes, pero salíamos y tú pasaste al trote, te montaste de un salto en el Crown Vic sin distintivo policial y te largaste a toda velocidad. Y mi madre dijo: «Dios santo, ¿quién es ese hombre tan atractivo?» El mundo es un pañuelo, ¿eh?
—Guárdate esa chorrada de los seis grados de separación para algún otro. No pienso hablar contigo —dice Win.
—No te he pedido que hables. Te conviene más escuchar. —Mira el tráfico que pasa por la calle Mt. Auburn, una arteria principal que conecta Watertown con Cambridge.