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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

El estanque de fuego (18 page)

BOOK: El estanque de fuego
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En las raras ocasiones en que mi mente se ocupaba de mirar más allá de nuestro objetivo primario y pensaba en cómo podía ser el mundo cuando se viera enteramente liberado de nuestros opresores, veía una perspectiva nebulosa y me temo que esencialmente centrada en los placeres. Me veía cazando, montando a caballo, pescando… todas las cosas que me gustaban se volvían cien veces más placenteras por el hecho de saber que ningún Trípode volvería a surcar jamás el horizonte, que nosotros éramos los amos de nuestro entorno y de nuestro destino, que todas las ciudades que se construyeran las habitarían los hombres.

Muy distintos eran los pensamientos de Henry. A él le había afectado mucho su primera travesía del océano. Él y sus compañeros desembarcaron muy al norte de la Ciudad del istmo, una tierra donde, como he dicho, la gente hablaba inglés, aunque con un acento extraño. Le sorprendió el que, tras haber recorrido miles de millas por unos mares sin rutas, pudiera hablar y le entendieran, mientras que cuando cruzó conmigo simplemente veinte millas para llegar a Francia, nos encontramos con que no podíamos comunicarnos con los que vivían allí.

A raíz de esto empezó a pensar más detenidamente en las divisiones existentes entre los hombres, que ya se daban antes de la llegada de los Amos, quienes al ser miembros de una raza única y tener una sola lengua y una sola nación, no las comprendieron jamás, si bien se aprovecharon de ellas. Le parecía monstruoso que se diera semejante situación, que los hombres acudieran a matar a otros hombres a quienes no conocían, simplemente porque vivieran en otro país. En todo caso, esto se había acabado con la llegada de los Amos.

—Trajeron la paz, —convine—; ¡pero menuda paz! Una paz de rebaño.

—Sí —dijo Henry—. Eso es verdad. ¿Pero es que la libertad significa que los hombres tengan que matarse entre sí?

—Los hombres ya no luchan entre sí. Todos luchamos contra el enemigo común. Franceses, como Larguirucho; alemanes, como Fritz; americanos, como tu amigo Walt…

—Ahora luchan juntos. Pero después, cuando hayamos destruido a los Amos… ¿qué sucederá entonces?

—Seguiremos unidos, por supuesto. Hemos aprendido la lección.

—¿Estás seguro?

—¡Estoy convencido! Es impensable que los hombres vayan a entablar guerras entre sí de nuevo.

Guardó silencio unos momentos. Estábamos apoyados en la borda de estribor y me pareció ver un destello muy a lo lejos, pero pensé que sería una ilusión óptica. Allí no podía haber nada.

Henry dijo:

—No es impensable, Will. Yo pienso en ello. No debe suceder, pero puede que tengamos que trabajar mucho para asegurarnos de que así sea.

Le hice más preguntas y él las respondió. Al parecer se trataba del principal objetivo que se había trazado: trabajar por el mantenimiento de la paz entre los pueblos del mundo libre. A mí me infundía respeto pero no me convencía del todo. Sabía que en el pasado había habido guerras, pero fue debido a que los hombres jamás habían tenido nada que los uniera, como lo teníamos nosotros ahora en nuestra lucha contra los Amos. Después de haber alcanzado una unidad tal, era imposible imaginarse que fuéramos a renunciar a ella jamás. Cuando se hubiese acabado esta guerra…

Estaba diciéndome algo, pero le interrumpí, cogiéndole del brazo.

—Allá lejos hay algo. Lo vi antes, pero no estaba seguro. Es un débil destello. ¿Tendrá alguna relación con los Trípodes? Pueden desplazarse por mar.

—Me sorprendería encontrármelos en mitad del océano, —dijo Henry.

Miraba hacia donde señalaba yo. Volvió a parpadear una luz. Dijo:

—¡Además va demasiado rápido para ser un Trípode! No se eleva lo suficiente sobre la superficie del agua. Yo diría que es un pez volador.

—¿Un pez volador?

—En realidad no vuelan. Saltan por encima del agua cuando los persiguen los delfines y se deslizan sobre la superficie, utilizando la aleta a modo de vela. A veces caen sobre cubierta. Creo que son muy sabrosos.

—¿Los has visto alguna vez?

Henry negó con la cabeza.

—No, pero los marineros me han hablado de ellos y de muchas otras cosas. De las ballenas, que son tan grandes como casas y lanzan chorros de agua por la parte superior de la cabeza; y de los calamares gigantes. Y en aguas más templadas hay unas criaturas con aspecto de mujer que dan de mamar a sus retoños. Los mares están llenos de maravillas.

Me lo imaginé escuchando aquellos relatos. Había aprendido a escuchar, se mostraba cortés e interesado, y estaba muy atento a lo que decían. También en esto había cambiado; de niño era insolente e irreflexivo. Me di cuenta de que, si después de la victoria iba a ser preciso esforzarse por mantener la unidad de los hombres, harían falta personas como Henry. Tal y como estaban las cosas, Larguirucho iba adquiriendo importancia entre los científicos y a Fritz se le consideraba uno de nuestros mejores jefes; hasta yo (sobre todo por suerte) había tenido mis momentos de gloria. Henry había tenido menos éxito, pues su única empresa importante había fracasado, si bien él no tuvo la culpa. Pero pudiera ser que en el mundo del futuro él fuera más valioso que todos nosotros. Más incluso que Larguirucho, pues, ¿de qué serviría reconstruir las grandes ciudades de los antiguos si después íbamos a arrasarlas de nuevo?

Aunque era imposible que volviera a darse una locura semejante. Y, en todo caso, aún no habíamos derrotado a los Amos. Ni muchísimo menos.

La última fase del viaje discurrió por mares más templados. Nos dirigíamos más hacia el sur que en el primer viaje de Henry. Desembarcaríamos en un lugar próximo a una base auxiliar que habíamos establecido en las montañas, a varios centenares de millas de la Ciudad. (Resulta curioso que, pese a hallarse un continente americano al norte del otro, el estrecho istmo que los une vaya en dirección este-oeste). La base central, de la cual partieron las máquinas voladoras fue abandonada después de que fracasara el ataque. Nos impulsaban fuertes vientos procedentes del nordeste; me contaron que soplaban durante todo el año, casi sin variaciones. Cuando quedamos bajo su influencia nos ayudaron mucho a avanzar.

Aquel mar estaba plagado de islas de todas las formas y tamaños; algunas eran diminutas y otras tan enormes que, de no habérmelo dicho los marineros, hubiera creído que se trataba del mismísimo continente. Pasábamos bastante cerca de muchas, vislumbrando escenarios seductores: montañas de lujurioso verdor, arenas doradas, árboles de ramajes que el viento agitaba como si fueran plumas… Según parecía sólo estaban habitadas las de mayor tamaño; los Amos habían convertido las demás en tabú, sirviéndose de las Placas de los habitantes de la zona. Sería maravilloso desembarcar en ellas y explorarlas. A lo mejor, cuando todo esto hubiera acabado… Llegué a la conclusión de que Henry podría predicar sus ideas por su cuenta. De todos modos yo no le iba a ser de gran utilidad.

Por fin atracamos; cuando bajamos nos resultó extraña la sensación de pisar tierra firme. Y nos hicimos a la idea de que nuevamente nos encontrábamos bajo la sombra del enemigo. Llegamos al atardecer y por la noche desembarcamos la impedimenta y la cargamos en carretas. Al día siguiente nos ocultamos al abrigo de un bosque. Fue un trabajo difícil y no nos lo alivió el tener que soportar varios aguaceros torrenciales. Jamás había visto llover así, casi parecía que de los cielos se desprendía agua sólida. En unos segundos se calaba uno hasta los huesos.

Sin embargo, por la mañana por entre las hojas de aquellos árboles nunca vistos, se filtraba un tórrido sol. Me aventuré a exponerme al mismo, secándome las ropas en un claro cercano. Ya habíamos subido un tanto y parecía que aquella meseta se hallaba muy hacia el este. Podía ver el litoral y las minúsculas islas costeras. Y además otra cosa. Estaba a muchas millas de distancia, pero se veía con toda nitidez y precisión en medio de la luminosidad del trópico.

Era un Trípode.

Tardamos varios días en llegar a la base y una semana más en ultimar los preparativos. Después sólo teníamos que esperar.

No era la primera vez que me tocaba esperar y creí que había aprendido a tener paciencia. Había pasado largos meses entrenándome para los Juegos, interminables semanas de ociosidad forzosa en el interior de las cuevas, días junto al río preparando la invasión de la Ciudad. Pensé que todo aquello me había hecho aprender; mas no era así. Era ésta una espera de una índole enteramente distinta, una espera sin término fijo, en permanente alerta. Dependíamos no de decisiones humanas, ni siquiera de los Amos, sino de los caprichos de una fuerza superior a aquellas dos: de la naturaleza.

El grupo logístico, al cual pertenecía Larguirucho, había consultado a las personas, reclutadas en expediciones anteriores, que habían pasado allí toda su vida y conocían el país y el clima. Necesitábamos un viento que llevara los globos hacia la Ciudad, es decir, un viento del nordeste. De hecho, aquél era el viento más frecuente; se trataba del mismo que nos impulsó en la última fase del viaje marítimo y en aquella época del año era un viento constante. Desgraciadamente, por lo regular, su fuerza se extinguía precisamente al llegar al brazo de tierra que ocupábamos, ahogándose en la calma ecuatorial predominante en el sur y en el oeste. Teníamos que aguardar un momento en el que el viento tuviera mayor fuerza si no queríamos quedar suspendidos en el aire o incluso vernos arrastrados lejos de nuestro objetivo.

De modo que establecimos posiciones de avanzada lo más cerca posible de la Ciudad; su misión consistía en dar el aviso, —por medio de una paloma—, cuando el viento se mantuviera soplando en aquella dirección con la fuerza suficiente. Hasta entonces todo cuanto podíamos hacer era irritarnos por tener que esperar.

Y la mayoría sí que nos irritábamos. Nuestro grupo llegó en penúltimo lugar, el resto al día siguiente; pero aunque había mucha gente que llevaba más tiempo esperando, comprobé que yo era uno de los que peor llevaba la situación. Mi humor iba empeorando y empecé a saltar a la menor provocación. Por fin un día alguien hizo un comentario jocoso (dijo que yo estaba tan caldeado por dentro que no me hacía falta ningún globo para volar) y me abalancé contra él; nos enzarzamos en una furiosa pelea, hasta que nos separaron. Por la noche Fritz habló conmigo.

Estábamos en una tienda de campaña, pero como solía suceder, se calaba el agua por varios sitios. La lona no bastaba para detener las lluvias de aquellos parajes. Mientras él me recriminaba, afuera caía una cortina de agua. Dije que lo lamentaba, pero eso no pareció impresionarle mucho.

—Ya te has lamentado en otras ocasiones, —me dijo—, y, sin embargo, sigues comportándote irreflexivamente… te sales de tus casillas. No podemos permitir que haya disensiones aquí. Tenemos que vivir juntos y trabajar juntos.

—Ya lo sé —dije—. Mejoraré de actitud.

Me miraba fijamente. Sabía que me tenía cariño, como yo se lo tenía a él. Habíamos pasado mucho tiempo juntos; habíamos compartido penalidades y peligros. Sin embargo, tenía una expresión severa. Dijo:

—Como sabes, estoy al frente del ataque. Julius y yo hablamos de muchas cosas antes de nuestra partida. Me dijo que si tenía dudas con algún hombre debía excluirlo del asalto. En particular me habló de ti, Will.

Yo le caía bien, pero primero estaba el deber; con Fritz siempre era así. Le supliqué una última oportunidad. Al final dijo que sí, meneando la cabeza… pero era de verdad la última oportunidad. Si me veía envuelto en algún problema no iba a molestarse en averiguar quién era el responsable. Me excluiría.

A la mañana siguiente, durante la instrucción habitual con los globos, el tipo con el que me peleé me hizo tropezar, —tal vez sin querer, tal vez no—, y caí de bruces. No sólo me di un golpe en el codo con una piedra; además me caí en un charco de barro. Cerré los ojos y aguanté al menos cinco segundos antes de levantarme. Lo hice con una sonrisa, mientras me rechinaban los dientes.

Dos mañanas después, durante uno de tantos chaparrones, una paloma salpicada de lodo se posó en el palo de su caseta. En una pata llevaba un papel enrollado.

Nuestra fuerza se componía de un total de doce globos, tripulados por un solo hombre a fin de poder transportar el mayor peso de explosivo posible. Éste iba dentro de unos estuches de metal que se parecían un poco a los huevos metálicos estriados que encontramos en las ruinas de la gran ciudad, sólo que mucho mayores. No era nada fácil levantarlos por encima del borde de la cesta. Llevaban unas espoletas que los hacían estallar a los cuatro segundos de retirar el seguro.

Larguirucho nos había explicado que teníamos que dejarlos caer desde una altura levemente inferior a ciento cincuenta pies. El cálculo se basaba en un descubrimiento hecho por un famoso científico de la antigüedad llamado Newton. Nos lo intentó explicar pero no estábamos capacitados para entenderlo (por lo menos yo no lo estaba). Lo que venía a decir era que la distancia recorrida por un objeto en caída libre es de dieciséis pies multiplicado dos veces por el número de segundos transcurridos. Así, durante el primer segundo recorrería dieciséis pies (dieciséis multiplicado por uno multiplicado por uno); en dos segundos sesenta y cuatro pies, y en tres ciento cuarenta y cuatro. El cuarto segundo era el tiempo calculado para situar la bomba, como la llamaba él, y prepararla para dejarla caer.

Esto lo habíamos practicado con bombas falsas infinidad de veces, procurando calcular la distancia con respecto al suelo, el transcurso del tiempo, etcétera. También había que contar con que el globo se iba desplazando hacia delante, lo cual, naturalmente, afectaba al punto de caída de la bomba. Habíamos adquirido gran destreza en este arte. Ahora teníamos que aplicarla.

Los globos fueron despegando a intervalos de dos segundos hacia un cielo lluvioso y gris, empujados por un viento procedente del océano. El orden lo estableció Fritz, que iba en primer lugar. Yo era el sexto y Henry el décimo. Cuando solté la amarra y salí disparado hacia el cielo, miré los rostros, que empequeñecían velozmente allá abajo. Vi a Larguirucho mirando hacia arriba; casi seguro que la lluvia le empañaba las gafas, pero de todos modos él seguía mirando. Pensé que Larguirucho no tenía suerte, pero fue un pensamiento efímero. Tenía más fuerza la idea de que yo sí iba, libre de todas las demoras y enfados. La fuerte lluvia ya me había empapado, pero aquello no tenía importancia.

Nos remontamos aún más, formando una larga hilera, todavía un tanto irregular. El paisaje que veía era extraño, formado por lomas de escasa altura, redondeadas pero de mil formas diferentes, cubiertas por un espeso bosque que se extendía hasta casi alcanzar la línea gris que describía el océano. El viento nos arrastraba en medio de una lluvia incesante. De nuevo iba dejando atrás una extensión de valles. Poco a poco las lomas fueron perdiendo altura y, en lugar de bosques, aparecieron campos cultivados. De vez en cuando se veían aldeas de casas enjalbegadas. Vimos un río y seguimos su curso durante algún tiempo.

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