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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

El estanque de fuego (14 page)

BOOK: El estanque de fuego
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La subida de la que había hablado se encontraba en una parte de la Ciudad plagada de pirámides altas y afiladas; por allí casi nunca iban los esclavos. Íbamos por una rampa adosada a la Muralla; era estrecha y vertiginosamente empinada. Nos lo había advertido, y dijo que no sabía cómo pudo subir la otra vez, que no habría podido hacerlo si no se lo hubiera ordenado directamente el Amo. La ausencia de la antigua gravedad hacía la labor menos difícil físicamente; pero la sensación de ir subiendo junto a aquel abismo, sin barandilla alguna, era terrorífica. Yo me pegaba todo lo que podía a la brillante superficie de la Muralla y, después de echar un vistazo, me aterré y procuré no volver a mirar hacia abajo.

Por fin llegamos a la cornisa. Tampoco tenía barandilla y su anchura no superaba los cuatro pies. Los Amos debían de ser insensibles a la altura. Discurría a lo largo de la cara interior de la Muralla hasta perderse de vista en ambas direcciones. La burbuja de cristal se unía a la Muralla a una altura de unos ocho pies. Esto le quedaría a los Amos a la altura de los ojos, claro; pero a nosotros…

Lo intentamos. Se subieron unos encima de otros, blandiendo torpemente los barrotes. Yo no podía, por las costillas; pero era bastante angustioso tener que quedarse mirando. La cornisa parecía empequeñecerse; cualquier movimiento incauto me hacía temer que cayeran a un vacío de doscientos o trescientos pies. Golpeaban el cristal, así como el punto de unión con el metal de la Muralla. Pero el punto de unión no ofrecía ni rastro de ensambladura, según decían ellos, y sus golpes distaban de producir ninguna impresión. Más adelante se formó un segundo equipo y luego un tercero, pero no tuvieron mayor fortuna.

Fritz le dijo al que nos guiaba:

—Espera un momento. ¿Te encontraste con tu Amo aquí?

Negó con la cabeza:

—No, no lo vi. Me ordenó traer comida y burbujas de gas y dejarlas aquí. Me quedé sólo el tiempo necesario.

—¿Ni siquiera lo viste en una zona más alejada de la cornisa?

—No; pero podía estar donde no se le viera. El otro lado no se ve.

—Tampoco se ve a través de la Muralla.

—No podría sobrevivir fuera, con aire normal. Y no llevaba máscara.

Fritz dijo:

—Necesitarían poder inspeccionar por fuera, además de por dentro. Vale la pena indagar, —miró hacia la extensión de vidrio; el pálido disco del sol estaba ya muy hacia el oeste—. A menos que a alguien se le ocurra algo mejor.

A nadie se le ocurrió. Echamos a andar por la cornisa, en el sentido de las agujas del reloj. A la derecha teníamos el precipicio que daba a las calles de la Ciudad. Algunas pirámides de menor tamaño parecían agujas dispuestas a empalar los cuerpos que cayeran. La altura me daba vértigo y volvía a dolerme mucho el pecho. Supongo que habría podido abandonar y volverme; en mis condiciones no iba a serle de mucha utilidad a nadie. Pero la idea de volverme dejando a mis compañeros me gustaba aún menos.

Seguimos avanzando lentamente. La parte superior de la rampa se perdió entre la neblina, que dejamos atrás. Tenía la convicción de que no íbamos a encontrar nada. Sencillamente el Amo se habría perdido de vista, como nos pasaba a nosotros ahora. Entonces, desde delante, Fritz dijo:

—¡Sí que hay algo!

Los demás no me dejaban ver, pero después de un momento supe qué quería decir. Justo enfrente terminaba la cornisa, o más bien daba paso a algo que sobresalía de la Muralla, ocupando el espacio de la cornisa y aún más. Era una especie de cámara, y tenía una puerta. Pero no había ningún botón que accionase la puerta. En su lugar había un volante hecho del mismo metal brillante que la propia Muralla.

Cuando Fritz intentó girar el volante nos aglomeramos, olvidando momentáneamente el vértigo. Al principio no consiguió nada, pero luego, cuando probó en dirección contraria, se movió. No mucho; lo suficiente para darnos esperanza. Volvió a girarlo, empleando todas sus fuerzas, y cedió un poco más. Unos minutos más tarde su lugar lo ocupó otro. Siguieron así, por turnos de voluntarios. La puerta se movía con una lentitud penosa, pero seguía moviéndose. Y, por fin, vimos una rendija que se ensanchaba por un lado. Estábamos abriendo la puerta.

En cuanto la abertura tuvo la anchura suficiente, Fritz se coló y los demás le seguimos. En vista de mis costillas vendadas me alegré de ser más pequeño que la media. Llegaba luz a través de la rendija de la puerta y también por unos recuadros de cristal que había en el techo. Veíamos lo que nos rodeaba con bastante claridad.

La cámara estaba encajonada en la Muralla y sobresalía por ambos lados. Dentro no había casi nada, exceptuando unas cajas en cuyo interior seguramente habría equipos, y un anaquel con media docena de trajes con máscara, de los que usaban los Amos cuando tenían que desenvolverse en medio de la atmósfera humana. Fritz los señaló:

—Por eso no traía máscara. Estaban guardadas aquí —echó un vistazo a aquella habitación que tenía aspecto de celda—. La energía no llegaba hasta aquí. No habría valido la pena. De modo que las puertas se abren mecánicamente. Todas las puertas.

Enfrente de la que habíamos utilizado para entrar había otra puerta por la que seguramente se pasaría de nuevo a la cornisa. Al fondo había otras dos puertas parecidas, una frente a otra. Debían de comunicar con una cornisa similar, pero por fuera de la cúpula. Dije:

—Pero si esto es una cámara de aire… haría falta energía para bombear el aire.

—No lo creo. Recuerda que su aire es más denso y tiene más presión que el nuestro. Bastaría con una simple válvula que funcionara a presión. Y la cantidad de aire que hay aquí dentro, comparada con la cantidad que hay bajo la cúpula, es pequeñísima. Daría igual.

Jan dijo:

—Entonces lo único que tenemos que hacer es abrir las puertas del exterior. ¿A qué estamos esperando?

Fritz cogió el volante con las manos, se puso en tensión y tiró hacia la derecha. Sus vigorosos músculos se tensaron por la fuerza que hacía. Se relajó y volvió a tirar. No pasó nada. Se echó hacia atrás, enjugándose la frente.

—Que lo intente otro.

Probaron varios. Carlos dijo:

—Es ridículo. La puerta es igual que la otra. El volante es idéntico.

Fritz dijo:

—Espera un momento. Creo que ya lo entiendo. Cierra la puerta de dentro.

Por dentro había un volante acoplado al de fuera. No obstante, giraba con idéntica dificultad; estaban hechos para la fuerza de los Amos, no para la de los hombres. Por fin se cerró.

—Ahora, —dijo Fritz.

Volvió a accionar la rueda de fuera. Esta vez se movió. Muy, muy despacio, pero al menos se abrió una rendija de luz, que después se ensanchó. Se formó una corriente de aire que pasó silbando entre nosotros, camino del exterior. Diez minutos después contemplábamos la cornisa exterior de la cúpula y el paisaje terrenal que se extendía a nuestros pies, un mosaico de campos y arroyos en el que a lo lejos se veían las ruinas de la gran ciudad. La luminosidad del día nos hizo parpadear.

Fritz dijo:

—También los Amos pueden cometer errores, por eso tienen un dispositivo que impide que eso ocurra aquí. Las puertas exteriores no se abren a menos que las interiores estén cerradas. Y viceversa, diría yo. Intentad abrir la puerta exterior ahora.

Lo intentaron sin conseguirlo. Era evidente que tenía razón.

Carlos dijo:

—¿Entonces podemos abrir una puerta… e intentar horadar la otra?

Fritz estaba examinando la puerta abierta.

—Eso no va a ser fácil. Mira.

La puerta tenía unas cuatro pulgadas de grosor y era del mismo metal duro y reluciente que la Muralla. Le habían dado una lisura satinada y, obviamente, una precisión tal que ni siquiera el aire podría pasar entre las superficies en contacto una vez estuviera cerrada. Fritz cogió el barrote que llevaba y golpeó con él. No causó ninguna impresión que yo pudiera apreciar.

Otro contratiempo, tal vez el último. Podíamos mantener cerrada la puerta de dentro e, inmersos en nuestro propio aire, podíamos quitarnos las mascarillas. Así no nos asfixiaríamos. Pero no disponíamos de comida ni de agua ni, sobre todo, de un medio para bajar por el acantilado abrupto y reluciente que era la Muralla. En todo caso, a menos que pudiéramos perforar de algún modo el caparazón de la Ciudad, nos enfrentábamos a la posibilidad de que los Amos se recuperaran de la parálisis y volvieran a encender el estanque de fuego.

Estábamos todos mirando la puerta. Carlos dijo:

—Hay una diferencia entre las puertas interiores y las exteriores. La primera se abrió hacia dentro, pero ésta hacia fuera.

Fritz se encogió de hombros.

—Por la diferencia de presión. Así les resulta más fácil.

Carlos se agachó y palpó la zona donde la puerta se articulaba con la pared.

—La puerta en sí es demasiado fuerte para romperla. Pero los goznes…

A lo largo de todo el quicio había unos goznes finos que tenían un leve bril o de aceite. Tal vez los hubiera renovado el Amo que sin querer nos había guiado hasta allí.

Fritz dijo:

—Creo que podríamos romperlos. Pero sólo podemos intentarlo estando la puerta abierta, para lo cual tiene que estar cerrada la de dentro. ¿De qué serviría?

—No hay que romperlos del todo, —dijo Carlos—. Pero si los aflojáramos y después cerráramos la puerta y luego, después de abrir la puerta de dentro…

—¿La intentamos abrir a golpes desde dentro? ¡Podría resultar! En todo caso podemos intentarlo.

Pusieron manos a la obra, golpeando dos personas a la vez la juntura de los goznes. Seguía sin ser fácil, pero un grito de triunfo nos reveló que se había roto el primero. Después vinieron más. Los fueron rompiendo sistemáticamente y sólo dejaron intactos el de abajo y el de arriba. Entonces volvieron a cerrar la puerta, abriendo la de dentro.

—Vale, —dijo Fritz—. Ahora a romper el de arriba y el de abajo.

Golpearon sin cesar con las barras de metal. Empezaron Fritz y Carlos; cuando se cansaron otros les relevaron. Éstos, a su vez, se cansaron y fueron sustituidos. Los minutos iban pasando al monótono son del metal que chocaba contra el metal. Los cuadrados de cristal que había en el techo se oscurecían, empezaba a caer el crepúsculo. Me pregunté si abajo, en las calles, estarían empezando a despertarse los Amos, caminando confundidos, pero con una determinación… llegar hasta la sima oscura donde antes danzaba el fuego; todavía era posible que volviera a danzar… Dije:

—¿Puedo intentarlo?

—Me temo que no serías una gran ayuda, —dijo Fritz—. De acuerdo, Carlos. Otra vez tú y yo.

El martilleo prosiguió incesantemente. Entonces mi oído detectó algo distinto, una especie de chirrido. Se repetía una y otra vez.

—Más fuerte, —dijo Fritz.

Se oyó un ruido de metal que se rompía. Debieron ceder los dos goznes casi a la vez. La puerta empezó a ceder y pude divisar el cielo abierto, que iba adquiriendo un tono gris. Aquello fue lo último que percibí con claridad durante cierto tiempo. Porque cuando la puerta cayó hacia fuera un fuerte viento barrió la cámara, entrando por una puerta y saliendo por otra; era un vendaval que lo arrastraba a uno hacia el exterior. Alguien gritó: «¡Al suelo!». Yo me dejé caer y me resultó más fácil así. Noté un fuerte tirón por detrás, pero me quedé donde estaba. Pasaba rugiendo; jamás había oído ningún viento que hiciese un ruido semejante porque sólo tenía una nota, invariable, un mugido ronco e incesante. Me admiré de que me hubiera resultado monótono el golpeteo metálico. Habría sido imposible hacerse oír con aquel estruendo, suponiendo que el aturdimiento le dejara a uno decir nada. Vi a los demás desperdigados por el suelo. Era increíble que pudiera durar tanto tiempo sin cambiar.

Pero al fin cambió. El ruido quedó ahogado por otro ruido más agudo, más fuerte, más terrorífico. Sonó como si el mismo cielo se estuviera desgarrando, haciéndose jirones. Y un momento después el viento cesó. Me levanté tambaleándome; sólo entonces me di cuenta de que las costillas me dolían aún más por haberme caído al suelo.

Nos dirigimos varios hacia la entrada interior. Miramos en silencio, demasiado atemorizados como para hacer comentarios. La cúpula de cristal se había hundido hacia dentro. Aún quedaba una gran parte adherida a la zona superior de la pared, pero había un enorme agujero dentado que ocupaba todo el centro. Se veían enormes fragmentos caídos por la Ciudad; uno parecía cubrir el Campo de la Esfera. Me volví buscando a Fritz. Estaba solo, de pie junto a la puerta exterior.

Dije:

—Ya está. No puede haberse salvado ni uno.

Tenía lágrimas en los ojos; le cayó una rodando por la mejilla. Al principio creí que era de alegría, pero su expresión no indicaba gozo. Pregunté:

—¿Qué pasa, Fritz?

—Carlos…

Señaló hacia la puerta abierta. Dije, horrorizado:

—¡No!

—Lo arrastró el viento. Intenté sujetarlo, pero no pude.

Miramos los dos hacia fuera. La Muralla formaba un precipicio bajo nuestros pies. Muy, muy abajo, un minúsculo cuadrado dorado revelaba la posición de la puerta. Cerca de la misma se veía una pequeña mancha negra.

Nos quitamos las mascarillas y pudimos respirar aire normal. El aire verde de los Amos se había dispersado, perdiéndose en la inmensidad de nuestra atmósfera. Regresamos por la cornisa y después descendimos hacia la Ciudad por la rampa empinada. Me alegré de que no lo hubiéramos dejado para más tarde; la luz se extinguía velozmente y la falta de visibilidad no mejoraba nada mi sensación de vértigo. Pero al fin llegamos abajo.

Las zonas comunales del interior de las pirámides nos seguirían estando vedadas. Sin embargo, encontramos comida en almacenes al aire libre y rompimos los envases para consumirla. Había fuentes de agua potable en lugares diversos, dispuestas a fin de calmar la sed de los Amos que pasaran; nosotros bebimos de ellas. Los cuerpos de los Amos se encontraban desperdigados en medio de la creciente oscuridad. Cada vez se nos unía un número mayor de personas que llevaban Placa. Se encontraban conmocionados y desconcertados, y algunos tenían heridas ocasionadas por fragmentos de la cúpula derrumbada; nos ocupamos de ellos lo mejor que pudimos. Después nos instalamos dispuestos a afrontar una noche fría de primavera. No fue agradable, pero al menos veíamos brillar las estrellas, las estrellas de la tierra, que brillaban como diamantes.

Por la mañana, ateridos, Fritz y yo hablamos sobre lo que convenía hacer. Seguíamos sin poder atravesar la Sala de Entrada, a menos que abordáramos la ardua y lenta tarea de derribar las puertas. E intentarlo con la puerta de la Muralla, por donde entraban los Trípodes, sería una empresa casi imposible. Claro que podíamos escaparnos por el río, pero aquello tampoco sería fácil; en mi caso sería un acto suicida. Dije:

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