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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

El estanque de fuego (13 page)

BOOK: El estanque de fuego
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—¡No, hermanos! No están muertos. Están dormidos. Pronto se despertarán y necesitarán de nuestros cuidados.

Estaban indecisos. El que se dirigiera a ellos anteriormente, dijo:

—¿Cómo lo sabes?

—Porque me lo dijo mi Amo antes de que sucediera.

Era un argumento definitivo. Los esclavos podían mentirse unos a otros, pero jamás cuando se trataba de algo relacionado con los Amos. Era una idea inconcebible. Desconcertados pero algo menos apesadumbrados, se dispersaron.

En cuanto quedó claro que el plan había tenido éxito emprendimos la segunda parte de nuestra labor, tan importante como la primera. Sabíamos que la parálisis era temporal. Supongo que habría sido posible matar a los Amos uno a uno mientras estaban indefensos, pero seguramente no los habríamos encontrado a todos a tiempo… aparte de que era sumamente improbable que los esclavos nos lo permitieran. En tanto los Amos no estuvieran muertos, sino tan sólo inconscientes, las Placas seguirían funcionando.

La solución era atacar el corazón de la Ciudad y destruirlo. Sabíamos (fue una de las primeras cosas que descubrió Fritz) dónde estaban las máquinas que regulaban la energía de la Ciudad: la luz, el calor y la fuerza que generaba aquel peso gigantesco bajo cuya presión trabajábamos. Nos dirigimos hacia allí. Estaba un poco lejos y Carlos propuso que utilizáramos los vehículos sin caballos que usaban los Amos para desplazarse. Fritz puso el veto. Los esclavos conducían aquellos vehículos para transportar a sus Amos pero, no siendo así, no los usaban. Los Amos no estaban en condiciones de advertir la infracción, pero los esclavos sí y no sabíamos cuál sería su reacción.

Así que empezamos a andar, pesadamente, camino de la calle II y de la rampa 914. Había que pasar por una de las plazas más grandes de la Ciudad, flanqueada por numerosos jardines de agua, muy adornados. La rampa misma era muy ancha y se hundía bajo tierra delante de una pirámide mucho más alta que las que la rodeaban. De debajo llegaba un ruido de maquinaria que hacía vibrar ligeramente el suelo que pisábamos. Al descender a las profundidades tuve una sensación de temor. Era un lugar al que jamás se acercaban los esclavos, razón por la que nosotros no habíamos podido hacerlo. Éste era el corazón palpitante de la Ciudad y nosotros un puñado de pigmeos que osábamos acercarnos.

La rampa llevaba a una cavidad dos o tres veces mayor que cualquiera que yo hubiera visto; constaba de tres semicírculos dispuestos en torno a un círculo central. En cada semicírculo había incontables máquinas que tenían centenares de indicadores incomprensibles en su cara anterior. Dispersos por el suelo se encontraban los cuerpos de los Amos encargados de manejarlas. Se veía que algunos habían caído en sus puestos. Vi que uno aún asía con el tentáculo una palanca.

La cantidad de las máquinas y su complejidad nos confundían. Busqué interruptores que pudieran desconectarlas, pero no encontré ninguno. El metal, de brillo levemente broncíneo, era durísimo y no tenía soldaduras; los indicadores esféricos estaban protegidos por cristal endurecido. Íbamos de una a otra buscando un punto débil, sin encontrar nada. ¿Sería posible que aun encontrándose los Amos en una situación de impotencia nos siguieran desafiando sus máquinas, que no dejaban de hacer ruido?

Fritz dijo:

—A lo mejor esa pirámide que está en medio…

Ocupaba el punto central del círculo interior. Los lados tenían unos treinta y cinco pies de base y formaban triángulos equiláteros, de modo que el vértice tenía más de treinta pies de altura. No le habíamos prestado mucha atención porque era lisa, y su único distintivo era una entrada triangular que tenía la altura justa para que entrara un Amo. Pero cerca de ella no había cuerpos caídos. Era del mismo metal broncíneo que las máquinas, pero al acercarnos no oímos el zumbido característico. En su lugar se oía un suave silbido que variaba de tono y de volumen. Desde la puerta sólo se divisaba una desnudez metálica. Dentro de la pirámide había otra pirámide y, entre las dos, un espacio vacío. Recorrimos el pasadizo que se formaba y descubrimos que la pirámide interior también tenía una entrada, aunque en otra cara. ¡Y al atravesarla nos encontramos con que dentro de la segunda pirámide había una tercera!

También tenía una entrada, pero en la cara que en las otras dos pirámides no había nada. Del interior salía un fulgor. Entramos y nos quedamos mirando, atemorizados.

Un agujero circular ocupaba casi todo el suelo; de allí procedía el fulgor. Era dorado, se parecía a las bolas que aparecían en la Persecución de la Esfera, pero tenía un brillo y una intensidad mayores. Era fuego, pero un fuego líquido que crepitaba con un ritmo lento, acompasado con las modulaciones que experimentaba el siseo. Daba la impresión de ser una fuerza que, incesantemente y sin esfuerzo, tenía suficiente potencia como para proporcionar energía a toda la Ciudad.

Fritz dijo:

—Creo que es esto. ¿Pero cómo se para?

Mario dijo:

—Al otro lado… ¿lo ves?

Estaba al otro lado del resplandor; una sola columna de bronce, fina, como de la altura de un hombre. De la parte superior salía algo. ¿Una palanca? Mario, sin aguardar respuesta, rodeó el fulgurante agujero y se dirigió hacia aquello. Le vi levantar la mano, tocar la palanca… y morir.

No hizo ningún ruido. Tal vez no supo qué le sucedía. Un fuego pálido le recorrió el brazo con el que sujetaba la palanca; después se dividió y multiplicó formando una docena de oleadas que recorrieron su cuerpo. Se quedó así un instante antes de desplomarse. Vi que la palanca caía junto con su peso muerto antes de que abriera los dedos y cayera al suelo.

Entre los demás se elevó un murmullo de sorpresa. Carlos hizo ademán de acercarse a él. Fritz dijo:

—No. No serviría de nada y tal vez tú también murieras. Pero ¡mirad! Dentro del agujero.

El fulgor se estaba extinguiendo. Se apagaba lentamente, como de mala gana; el fondo seguía igual, pero la superficie, primero, adquirió un tono plateado y después se oscureció del todo. El siseo se fue desvaneciendo lentísimamente; primero se convirtió en un susurro y después se ahogó en el silencio. El brillo del fondo adquirió una coloración carmesí oscuro. Aparecieron manchas oscuras que aumentaban de tamaño y se fusionaban entre sí. Hasta que al final nos quedamos en silencio, completamente a oscuras.

Fritz dijo en voz baja:

—Tenemos que salir. Apoyaos unos en otros.

En aquel momento se estremeció la tierra bajo nuestros pies; parecía casi un terremoto en pequeña escala. Y de pronto nos vimos libres de aquel peso tremendo y opresivo que tiraba de nosotros sin cesar. Mi cuerpo recobró la liviandad. Tuve la sensación de tener atados a los nervios y a los músculos globos minúsculos que tiraban de mí hacia arriba. Era algo muy raro. Pese a la sensación de extraordinaria ligereza me sentía atrozmente cansado.

A tientas, arrastrando los pies, salimos del laberinto de pirámides: unos ciegos guiaban a otros ciegos. En la gran cueva estaba igual de oscuro, pues se había ido la luz. Oscuro y en silencio, ya que había dejado de oírse el ruido de las máquinas. Fritz nos guiaba hacia donde creía que estaba la entrada, sin embargo, llegamos a una hilera de máquinas. Seguimos avanzando, tanteando con las manos el metal. Por dos veces se detuvo al tropezarse con el cuerpo de un Amo y yo, que iba el último de la fila, pisé sin querer un tentáculo. Se enroscó debajo del pie y me dio tanto asco que me entraron ganas de vomitar.

Por fin encontramos la entrada y, tras abrirnos paso por la rampa curva, vimos arriba el resplandor verde de la luz diurna. Nos dimos más prisa y en seguida pudimos soltarnos. Salimos a la gran plaza donde estaban los jardines de agua. En uno vi un par de Amos flotando y me pregunté si se habrían ahogado. En realidad ya no importaba.

En el siguiente cruce nos encontramos con tres personajes. Esclavos. Fritz dijo:

—Me pregunto si…

Parecían aturdidos, como si supieran que estaban soñando, a punto de despertarse, pero incapaces de recuperar plenamente la conciencia. Fritz dijo:

—Se os saluda, amigos.

Uno de ellos respondió:

—¿Cómo se sale de este… lugar? ¿Vosotros sabéis dónde hay una salida?

Era un comentario sencillo, normal, pero nos lo decía todo. Era imposible que ningún esclavo buscara el modo de salir de aquel paraíso infernal en el que podían servir a los Amos. Esto significaba que se había cortado el control, que las Placas que llevaban en el cráneo eran tan ineficaces como las nuestras, que eran postizas. Eran hombres libres. Y si esto pasaba dentro de la Ciudad, otro tanto debía de ocurrir en el mundo exterior. Ya no éramos una minoría de fugitivos.

—Encontraremos una, —dijo Fritz—. Vosotros podéis ayudarnos.

Camino de la Sala de los Trípodes, la entrada de la Ciudad, fuimos charlando con ellos. Estaban sumamente confusos, como es natural. Se acordaban de lo que había sucedido desde que les insertaron la Placa, pero no le encontraban ningún sentido. Su identidad anterior, que les había hecho servir a los Trípodes con devoción y alegría, les resultaba extraña. Tardaron en comprender el horror de lo que habían experimentado, pero cuando sucedió así se sintieron heridos en lo más vivo. Al llegar junto a dos Amos que estaban tirados en el suelo, uno junto a otro, se detuvieron los tres; pensé que tal vez fueran a ensañarse con él. Pero tras mirarlo largamente, volvieron la vista, experimentaron un escalofrío y siguieron andando.

Nos encontramos a muchos esclavos. Algunos se unían a nuestro grupo; otros vagaban sin rumbo o estaban sentados, mirando al vacío. Había dos que daban voces sin sentido; tal vez se hubieran convertido en Vagabundos al desaparecer la influencia de los Amos, al igual que les ocurría a otros cuando les era impuesta. Un tercero, al que probablemente le habría ocurrido lo mismo, estaba caído al borde de una rampa. Se había quitado la mascarilla y su rostro exhibía una espantosa mueca de muerte: se había asfixiado en medio de aquel venenoso aire verde.

Cuando llegamos a la rampa espiral que sube hasta la plataforma que da a la Zona de Entrada, en los confines de la Ciudad, nuestra banda se componía de unos treinta miembros. Recordé el primer día, cuando bajaba por allí, tratando de mantener derechas las piernas, que se me doblaban. Llegamos a la plataforma; nos encontrábamos en una posición desde la que se dominaban las pirámides menores. Allí estaba la puerta por la que salimos del vestuario. El aire que había al otro lado era apto para respirarlo. Yo iba en cabeza y oprimí el botón que regulaba la entrada a la cámara de aire. No pasó nada. Volví a apretar, varias veces. Fritz se acercó y dijo:

—Deberíamos haber caído en la cuenta. Toda la energía de la Ciudad procedía del estanque de fuego. La que alimentaba los vehículos y también la que abría y cerraba las puertas. Ahora ya no funcionará.

Nos turnamos para intentar abatir la puerta a golpes, pero fracasamos estrepitosamente. Alguien encontró un objeto metálico y probó suerte; se abolló la superficie, pero la puerta no cedió. Uno de los recién llegados dijo con voz que revelaba claramente miedo:

—¡Entonces estamos atrapados aquí dentro!

¿Sería posible? El cielo iba perdiendo luminosidad con el declinar de la tarde. Dentro de unas horas se haría de noche y la Ciudad se quedaría a oscuras, sin luz artificial. Ya no hacía tanto calor, pues las máquinas no lo mantenían. Me pregunté si el frío podría acabar con los Amos o bien si se recuperarían antes de alcanzar tal extremo y, una vez recuperados, volverían a poner en marcha el estanque de fuego… Eso no; no podían derrotarnos ahora.

Además comprendí otra cosa. Si esta cámara de aire no se abría, tampoco se abrirían las que se encontraban en los lugares comunales del interior de las pirámides. No disponíamos de medios para obtener comida ni agua. Más importante aún, no disponíamos de medios para renovar los filtros de las mascarillas. Moriríamos asfixiados, como le ocurrió al que estaba tirado en la rampa. Al ver la expresión de Fritz supe que estaba pensando lo mismo.

El que daba golpes con el objeto metálico dijo:

—Creo que si insistimos lo suficiente cederá. Si los demás también encontrarais objetos con los que golpear.

Fritz dijo:

—No serviría de mucho. Al otro lado hay otra puerta. Después está la Zona de Entrada. Tampoco funcionará la habitación que sube y baja. Jamás podríamos salir de allí. Dentro no habrá luz…

Se hizo el silencio, revelando que todos pensábamos como él. El que tenía el objeto de metal dejó de dar golpes. De pie, inmóviles, constituíamos un grupo sin ánimos. Carlos alzó la vista hacia la gran burbuja de cristal, la cúpula verde y translúcida que cubría el laberinto de rampas y pirámides.

—Si pudiéramos subir hasta allí —dijo—, y abrir un agujero…

Jan se sentó para que descansara su pierna herida. Dijo:

—Si quieres, puedes subirte a mis hombros.

Era un chiste malo y no se rió nadie. Nadie estaba de humor para reírse. Respiré hondo y el dolor que sentí en las costillas vendadas me hizo dar un respingo. Estaba intentando pensar en algo, pero todo lo que mi cerebro decía era: «Atrapados… atrapados».

Entonces, uno de los que tenían Placa dijo:

—Hay una subida.

—¿Cómo es posible?

—Mi… —dudó—. Uno de… ellos… me la enseñó. Estaba inspeccionando la cúpula y tuve que subir sus cosas. Hay una subida y después una cornisa circular, en lo alto de la Muralla, que recorre la cúpula por dentro.

Dije yo:

—Jamás lograríamos perforar la cúpula. Debe de ser más resistente que el cristal que cubría los indicadores de las máquinas. Dudo que tan siquiera le hiciéramos un rasguño.

—No obstante, vamos a intentarlo, —dijo Fritz—. No veo ningún otro modo de salir, exceptuando el río.

¡Se me había olvidado el río! Le miré, muy contento:

—¡Claro! Bueno, ¿por qué no hacemos eso?

¿Huimos por el río?

—No estoy seguro de que tú pudieras lograrlo, estando tan maltrecho. Pero de todos modos tampoco podemos hacer eso. Tenemos que asegurarnos de que no vuelvan a controlar la situación cuando se recobren. Tenemos que destruir la Ciudad mientras aún sigamos teniendo la oportunidad.

Asentí; mi satisfacción se esfumó tan rápidamente como había aparecido. El río no era una solución.

Volvimos a bajar la rampa; esta vez nos indicaba el camino nuestro nuevo guía. En un jardín de agua nos hicimos con unos barrotes metálicos: los empleaban para guiar un tipo de enredadera que discurrí por los bordes de los estanques; los extrajimos sin grandes dificultades. Cuando nos íbamos me pareció ver que un Amo se movía. Apenas fue nada, solamente un tentáculo que tembló, pero fue una visión ominosa. Se lo dije a Fritz, que asintió, y le dijo al guía que se diese más prisa.

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