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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

El estanque de fuego (12 page)

BOOK: El estanque de fuego
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Pero el tiempo pasaba y poco a poco fuimos reuniendo los materiales. Trabajábamos con arreglo a un programa y un calendario, y cubrimos nuestros objetivos casi con una semana de antelación. Seguimos elaborando alcohol. Era mejor que limitarse a contar el tiempo y esperar; y cuanto más elevada fuera la concentración de alcohol en el suministro de agua de los Amos, tanto más efectiva cabía esperar que fuese. Ya habíamos averiguado cuál de los conductos que salían del estanque interior era el que alimentaba el sistema de suministro de agua potable. Estábamos preparados para cuando llegaran el día y la hora señalados. Y por fin llegaron.

Para los que nos encontrábamos allí había una pega. No teníamos ni idea de cuánto tiempo tardarían en manifestarse los efectos entre los Amos. Tampoco sabíamos cuándo empezarían a darse cuenta de que algo iba mal. Sabíamos que las tres Ciudades se mantenían en contacto y no podíamos dejar que una de ellas alertara a las otras dos sobre un posible peligro. De modo que era preciso adulterar el agua potable más o menos simultáneamente.

Y entonces, naturalmente, nos enfrentábamos con el problema que planteaba el hecho de que nuestro mundo sea un globo que gira alrededor del sol. En las plantas purificadoras de agua había durante el día un plantel de Amos que se ocupaban de las máquinas en tres turnos consecutivos; pero por la noche no había nadie. Se había caído en la cuenta de que durante dicho intervalo podían efectuarse dos de los tres intentos; uno inmediatamente después de que concluyera el trabajo del día y otro no mucho antes de que se iniciara. De modo que en la tercera Ciudad había que intentar el sabotaje rondando el mediodía.

Se acordó, sin que nadie lo cuestionara, que nuestra expedición era la que debía afrontar este problema. Teníamos la ventaja de estar más cerca del cuartel general, y además dos de nosotros conocíamos por experiencia propia el interior de la Ciudad. Era cuestión nuestra el ultimar de algún modo aquella labor mientras los Amos trabajaban en la planta. La alternativa consistía en correr el riesgo de encontrarnos al enemigo alerta, dispuesto a contraatacar.

Pensamos mucho en esto. Aunque habíamos cogido materiales y los habíamos estado transportando en carretillas, y pese a que los cuatro nuevos se habían acostumbrado a la presencia de los Amos hasta el punto de sentirse casi desdeñosos para con ellos (no era éste el caso de Fritz y mío; nuestros amargos recuerdos seguían vivos), era sumamente improbable que no nos interrogaran si nos vieran salir del túnel con recipientes y vaciarlos en un conducto. Después de todo aquél era su departamento y si había humanos trabajando allí tenían que estar a sus órdenes.

Alguien propuso hacerse pasar por un esclavo portador de un mensaje que reclamase su presencia en otra parte de la Ciudad. Como jamás desconfiaban de los esclavos, no dudarían de su autenticidad.

Fritz rechazó la idea.

—El mensaje sonaría raro y podrían pensar que el esclavo estaba equivocado. Probablemente llamarían a otros Amos para comprobarlo, puede que al lugar donde se les dijera que debían ir. Acuérdate de que pueden comunicarse a distancia. De todos modos, estoy seguro de que no irían todos. Por lo menos se quedaría uno con las máquinas.

—¿Entonces qué?

—En realidad sólo existe una posibilidad, —lo miramos; yo hice un gesto afirmativo con la cabeza—. Debemos recurrir a la fuerza.

El número máximo de Amos que estaban de servicio a la vez era de cuatro, pero uno sólo aparecía de vez en cuando; creo que era una especie de supervisor. Normalmente había tres, pero muchas veces se ausentaba uno de ellos para ir a darse un chapuzón en un jardín de agua que había por allí cerca. Aunque contábamos con el arma de conocer la existencia de aquel punto vulnerable situado entre la boca y la nariz, y aun siendo seis, no podíamos pensar en enfrentarnos a más de dos. En igualdad de condiciones ellos eran muchísimo más grandes y más fuertes; aquí, con aquella gravedad, no teníamos ninguna posibilidad en la lucha. Carecíamos de armas y de medios para fabricarlas.

El momento escogido fue hacia la mitad del segundo turno del día. Era preciso estar preparado para actuar en cuanto el tercer Amo subiera la rampa para irse al jardín de agua, lo cual significaba que teníamos que tener un escondrijo cerca de la entrada de la planta, desde donde fuera posible vigilar. Fritz resolvió el problema llevándonos a cortar ramas de los árboles del jardín acuático por la noche; después hicimos un montón. Las podas eran frecuentes y se dejaban las ramas amontonadas hasta que venía a retirarlas una cuadrilla de esclavos. Podíamos contar con que no repararían en ellas al menos durante un día. De modo que, después de haber estado por turnos en la zona comunal nos ocultamos subrepticiamente bajo el montón. Me recordaba la textura de las algas; era un tacto repugnante, pegajoso, como de goma. Casi parecía que tenía vida. Fritz se hallaba en una posición que le permitía vigilar. Los demás estábamos muy hundidos y a mí me parecía que corríamos peligro de asfixiarnos si las cosas se retrasaban demasiado.

La espera se me hizo verdaderamente larga. Estaba tumbado en aquel escondrijo y lo único que veía eran las ramas que tenía delante de la cara; me moría por saber qué ocurría fuera, pero no me atrevía ni a susurrar una pregunta. Aquello se ponía cada vez más pegajoso, seguramente porque ya se estaría pudriendo, lo cual no hacía las cosas más atractivas. Me dio un calambre en una pierna, pero no podía moverme para buscar alivio. El dolor iba en aumento y yo no sabía cómo iba a arreglármelas para soportarlo mucho más tiempo. Tendría que levantarme, darme masaje…

—Ahora, —dijo Fritz.

No había nadie cerca. Salimos corriendo hacia la rampa o, por lo menos, caminamos a paso más rápido de lo normal. Al llegar al fondo aminoramos la marcha. Había un Amo a la vista, el otro quedaba oculto tras una máquina. Cuando nos acercamos, dijo:

—¿Qué hay? ¿Traéis algún encargo?

—Un mensaje, Amo. Se trata…

Tres de nosotros lo cogimos de los tentáculos a la vez. Fritz dio un salto y los otros dos se abrazaron a las piernas lo más arriba que pudieron. Ocurrió casi instantáneamente. Fritz le dio un golpe contundente en el punto débil; el Amo profirió un solo aullido, que casi nos revienta los oídos, y se desplomó, lanzándonos despedidos.

Creíamos que el segundo nos causaría más problemas, pero en realidad nos las arreglamos mejor con él. Salió de detrás de la máquina, vio que estábamos de pie junto a su colega caído y preguntó:

—¿Qué ha pasado aquí?

Hicimos la reverencia ritual. Fritz dijo:

—El Amo se ha herido, Amo. No sabemos cómo.

Una vez más su confianza ciega en la devoción de sus esclavos nos brindó la oportunidad que necesitábamos. Sin dudarlo, ni sospechar, se acercó y se inclinó un poco, palpando al otro con los tentáculos. De tal modo, las aberturas de la boca y de la nariz quedaron a tiro del puño de Fritz sin que éste tuviera que saltar. Se derrumbó sin tan siquiera gritar.

—Lleváoslos a rastras y escondedlos detrás de la máquina, —ordenó Fritz—. Después proseguid con vuestro trabajo.

No había necesidad de apresurarse. Disponíamos de una media hora hasta que regresara el tercer Amo. Dos trabajaban en el túnel, sacando los recipientes por la estrecha cornisa; los demás los transportábamos de dos en dos desde allí hasta el conducto del agua potable y los vaciábamos. Había unos cien recipientes en total. Con doce viajes llegaría. El líquido incoloro caía en el agua, se mezclaba con ella y desaparecía. Yo iba contando mis viajes. Nueve… diez… once…

El tentáculo me atrapó sin que yo lo hubiese visto siquiera. El Amo debió llegar a la parte más alta de la rampa y por alguna razón se detuvo y miró hacia abajo en lugar de seguir avanzando, palmoteando con los pies, en cuyo caso le habríamos oído. Más tarde nos dimos cuenta de que era el supervisor que efectuaba una de sus visitas periódicas. Evidentemente, vio la procesión de esclavos que transportaban recipientes, vio que vertían el contenido en el tubo de conducción y sintió curiosidad. Bajó girando (lo cual en ellos equivalía a correr y era casi inaudible, pues sólo tocaban el suelo intermitentemente con la punta de un pie) y me rodeó firmemente la cintura con un tentáculo.

—Chico, —preguntó—, ¿qué es esto? ¿Dónde están los Amos?

Mario, que se encontraba justamente detrás de mí, dejó caer un recipiente y saltó. Un segundo tentáculo lo atrapó por el aire. Apretó más el que me tenía sujeto haciéndome expulsar aire. Vi que venían los otros dos, pero no pude hacer nada. Me oí a mí mismo gritar cuando la presión se hizo insoportable. Lanzó el tercer tentáculo hacia el muchacho holandés, Jan, y lo arrojó como si fuera un muñeco contra la máquina más próxima. Después lo utilizó para coger a Carlos. Los tres estábamos tan inutilizados como si fuéramos pollos ensartados.

El Amo no sabía que había dos más en el túnel, pero esto no era un gran consuelo. Se verían obligados a examinar el agua. Habíamos estado tan cerca de conseguirlo y ahora…

Jan se levantó dolorido. Yo estaba boca abajo, mi mascarilla rozaba contra la parte inferior del cuerpo del Amo. Vi que Jan cogía algo con la mano, un perno metálico, de unas seis pulgadas de largo y un par de pulgadas de grosor; se utilizaba para hacer ajustes en una de las máquinas. Y recordé… antes de que lo destinaran a esta expedición se había estado preparando por si tomaba parte en los Juegos… en lanzamiento de disco. Pero si lo veía el Amo… extendí las manos hacia abajo y de aquellas piernas gruesas agarré la que me caía más cerca, intentando clavar las uñas.

Tuvo tan poco efecto como si un mosquito le picara a un percherón. Sin embargo debió de darse cuenta, porque volvió a apretar el tentáculo. Proferí un alarido de dolor. Mi agonía iba en aumento. Estaba a punto de perder la conciencia. Vi que Jan se doblaba y ponía el cuerpo en tensión para efectuar el lanzamiento. Después me quedé sumido en la inconsciencia.

Cuando me recobré estaba apoyado en una máquina. Obrando acertadamente, en lugar de intentar reanimarme prosiguieron con el trabajo. Me encontraba magullado y cuando respiraba era como si inhalara fuego. El Amo estaba tirado en el suelo, no muy lejos de mí; de un corte que tenía justamente debajo de la boca le manaba un líquido verdoso. Observé, aturdido, cómo vertían el último recipiente. Fritz se acercó, y dijo:

—Volved a llevar todos los recipientes vacíos al túnel por si viniera otro de los suyos, —vio que yo estaba consciente—. ¿Qué tal te sientes, Will?

—No demasiado mal. ¿De verdad que lo hemos conseguido?

Me miró, y en su rostro grave y solemne se dibujó una insólita sonrisa.

—Creo que sí. Sinceramente creo que sí.

Subimos penosamente la rampa y nos alejamos. Ya en el exterior nos vio un Amo, pero no prestó atención. Jan y yo caminábamos con dificultad, él tenía un fuerte golpe en la pierna y yo aquel dolor punzante que sentía cada vez que respiraba o me movía. Sin embargo, esto no era raro; había una serie de esclavos aquejados de diversos impedimentos. Al tercer Amo lo habíamos llevado a rastras y lo habíamos dejado detrás de la máquina junto con los otros dos. Ya era casi la hora de que volviera el otro del jardín de agua. Los encontraría y tal vez diera la voz de alarma, pero las máquinas seguirían funcionando y seguiría saliendo agua pura. El agua contaminada ya circulaba por las tuberías, camino de todos los grifos de la Ciudad.

Pusimos bastante distancia de por medio entre la planta purificadora y nosotros. Fuimos a una zona comunal a reponernos. Bebí agua, pero no sabía diferente. Basándose en las pruebas efectuadas con Ruki, los científicos llegaron a la conclusión de que una proporción minúscula de alcohol tenía sobre ellos un efecto paralizante, pero ahora yo me preguntaba si bastaría con lo que habíamos puesto. Una vez nos quitamos las mascarillas, Fritz me palpó el torso con los dedos. Hice una mueca de dolor y estuve a punto de gritar.

—Una costilla rota, —dijo—. Lo que yo pensaba. Intentaremos ponerte más cómodo.

En la zona comunal había mascarillas disponibles. Rajó una y con el material confeccionó dos vendas que me ató por encima y por debajo del lugar donde más me dolía. Me dijo que soltara todo el aire que pudiese. Después apretó las vendas y las anudó. Mientras lo hacía me dolió más, pero después me sentí mejor.

Esperamos media hora antes de salir. Los Amos consumían ingentes cantidades de agua y nunca dejaban pasar más de una hora sin beber. Estuvimos paseando y vigilando, pero no parecía que hubiera cambiado nada. Pasaban junto a nosotros con su acostumbrada arrogancia, con su indiferencia desdeñosa. Nuevamente me sentía abatido.

Entonces, al pasar junto a una pirámide, vi salir a uno. Mario me cogió del brazo sin pensarlo y yo hice una mueca de dolor. Pero el dolor no importaba. Se tambaleó sobre sus tres pies, movió los tentáculos con incertidumbre; un momento después cayó al suelo y se quedó inmóvil.

CAPÍTULO 6
EL ESTANQUE DE FUEGO

No sé qué pensaban que les sucedía, pero era evidente que no lo comprendían. Tal vez creyeran que se trataba de la Enfermedad, la Maldición de Skloodzi, que había adoptado una modalidad nueva y más virulenta. Me imagino que el envenenamiento era una idea que eran incapaces de entender. Según descubrimos con Ruki, disponían de un medio aparentemente infalible de detectar cualquier sustancia dañina incorporada a su comida o a su bebida. Aparentemente infalible, pero no del todo. Es difícil defenderse de un peligro de cuya existencia jamás se ha sospechado.

Así que bebían, empezaban a tambalearse y se caían; primero unos cuantos y después cada vez más hasta dejar las calles plagadas de sus cuerpos grotescos y monstruosos. Los esclavos se movían entre ellos, apesadumbrados, desorientados; de cuando en cuando intentaban levantarlos, tímidos e implorantes a un tiempo. En una plaza donde había más de veinte Amos caídos, un esclavo que estaba junto a uno de ellos se levantó y, con el rostro bañado en lágrimas, dijo:

—Los Amos ya no existen. Por tanto, nuestras vidas ya no tienen sentido. Hermanos, vayamos juntos al Lugar de la Liberación Feliz.

Otros avanzaron contentos hacia él. Fritz dijo:

—Creo que son muy capaces de hacerlo. Tenemos que impedírselo.

Mario dijo:

—¿Cómo? Además, ¿qué importa?

Sin responder, Fritz se encaramó de un salto en una pequeña plataforma de piedra que a veces empleaban los Amos para efectuar una especie de meditación. Gritó:

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