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Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (40 page)

BOOK: El enigma de Copérnico
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—Y además —añadió entre gemidos—, las locuras heliocéntricas de tu Copérnico me obligarán a revisar toda mi obra, todas mis predicciones, todas mis revelaciones astrológicas sobre el pasado y el porvenir del mundo.

—¡Sí! ¡Pero eso, vieja buscona, es tu problema, no el mío! —contestó Rheticus, y añadió—: Quiero veros mañana, en cuanto salga el sol, a Osiander y a ti, en el taller del maestro Petreius. Discutiremos algunas cuestiones de detalle.

Las mencionadas cuestiones de detalle quedaron zanjadas rápidamente. Osiander no escribiría la menor nota a Copérnico, y en cambio dirigiría todas sus críticas, si las había, al «Orfeo de la astronomía», que eventualmente haría el papel de intermediario con el maestro de Frauenburg. Si era preciso modificar la más mínima coma del texto, Osiander se lo diría en primer lugar a Petreius, que en adelante tenía carta blanca para resolver cualquier dificultad. Osiander aprobó con una vehemencia devota las decisiones del joven profesor. Algún día conseguiría convertirle también a él.

Rheticus salió de allí más tranquilo. Ya nada detendría la aparición de las
Revoluciones
. En adelante podía dedicarse a pensar en sí mismo y en sus intereses. La universidad reformada de Leipzig acababa de hacerle una oferta prometedora para ocupar allí el cargo de profesor de matemáticas. Decidió aceptar: Leipzig era mucho más prestigiosa que Wittenberg, y él formaría parte de la dirección colegial, que tenía una reputación de gran tolerancia; ganaría mucho más dinero, y también fama. Pero sobre todo, también se libraría de la engorrosa tutela de Melanchthon y le haría pagar con su deserción todos sus tejemanejes.

De todos aquellos proyectos, Osiander nunca llegó a saber nada. Petreius había descrito muy bien al personaje: era un reptil, frío y viscoso. Al despedirse de él, Rheticus había evitado estrechar su mano. Es bien sabido que las serpientes no tienen manos.

El recadero dejó sobre la mesa el enorme paquete, y retrocedió un paso para verlo mejor, como si él mismo hubiera compuesto aquel gran cubo de cartón repleto de sellos y de firmas diversas, prueba de que las aduanas habían aceptado su paso a través de diferentes fronteras. Para librarse de él, Radom puso en su mano abierta un puñado de calderilla no demasiado escueta. El recadero desapareció, después de mil y una reverencias, y no sin haber vaciado de un trago la jarra de cerveza que le había ofrecido el coloso.

—Amiga mía, el honor es tuyo, abre eso —dijo Nicolás, al tiempo que tendía a Ana un par de tijeras de plata.

—Rehúso, cariño. No me corresponde a mí, sino a monseñor de Kulm.

Ana puso una rodilla en tierra, y con una graciosa reverencia pasó las tijeras a Giese, como se ofrecen las llaves de una ciudad a un rey vencedor, y le dijo con un murmullo cantarín:

—A usted le corresponde el honor, mi muy querido Tiedemann.

—Oh amigos de la ciencia, fervientes sostenedores de la filosofía natural y de la Verdad —clamó entonces el obispo, como si le escuchara una asamblea de mil personas, y no un auditorio que se reducía, además de Nicolás y Ana, a Alejandro Soltysi, Radom y el joven coadjutor del amo de la mansión—. Oh amigos de la Verdad absoluta, he aquí por fin el Libro.

Con gestos solemnes, desgarró el papel de embalaje y aparecieron cuatro pilas de cinco volúmenes cada una. Copérnico tomó uno de ellos, acarició la cubierta de cuero fresco, lo abrió por el centro, lo olfateó como se hace con un buen vino, y dijo con un vago pesar en la voz:

—A pesar de todo, qué hermoso es un libro impreso. —Luego buscó la primera página—. Toma; ¿qué es esto? «Al lector, sobre las hipótesis de esta obra». Habrían podido informarme, por lo menos…

Entonces, empezó en pie la lectura de aquel prefacio. Cuanto más leía, más se enrojecía su frente y mayor era su ceño, síntomas de que iba a estallar una de sus grandes cóleras. Al final, rugió:

—¡Ah, Rheticus, Judas, me has traicionado!

Su rostro se congestionó, los ojos quedaron en blanco y cayó cuan largo era. Su cráneo resonó al chocar con el suelo.

No recuperó la conciencia hasta dos horas más tarde, en su cama. ¿Pero podía llamársele conciencia? Toda la parte derecha de su rostro estaba paralizada en un rictus horrible que dejaba al descubierto los dientes hasta los molares, y el ojo cerrado. Tampoco podía mover la pierna y el brazo derecho. Cuando por fin pudo hablar, fue para emitir unos gruñidos inarticulados, en los que Giese creyó interpretar una de sus palabras favoritas para señalar a sus enemigos: «¡Los zánganos, los zánganos!». El obispo le tendió papel y pluma para que escribiera con la mano izquierda; el enfermo se negó, con un ladrido. Luego se encerró en su silencio.

Cuando Giese leyó a su vez la advertencia al lector, también él señaló a Rheticus como el responsable de aquel texto infame pero hábil, que destruía toda la credibilidad de las
Revoluciones
: «No es necesario que estas hipótesis sean verdaderas, ni siquiera verosímiles; una sola cosa basta: que ofrezcan cálculos conformes con la observación. El filósofo exigirá tal vez una mayor verosimilitud; pero nadie podría alcanzar, ni enseñar nada que sea enteramente cierto, a menos que le haya sido revelado por Dios. Dejemos, pues, que estas nuevas hipótesis sean conocidas junto a las antiguas, que no son más verosímiles, por cuanto éstas son a la vez admirables y sencillas, y llevan consigo el inmenso tesoro de las observaciones más eruditas».

Tan pronto como regresó a Kulm, el obispo escribió con su estilo más virulento una carta incendiaria al presunto culpable de aquella
Advertencia al lector
, acusándolo nada menos que de haber matado a Copérnico. Le reprochó también el no haber publicado, en lugar de aquella vileza, la
Vida de Copérnico
, tal como habían quedado ambos de acuerdo, para dar con ella una feliz sorpresa al principal interesado. Declaró también que, para que nadie ignorara lo sucedido, repetiría las mismas acusaciones ante Dantiscus, el gran duque Alberto de Prusia, Nicolás Schönberg, cardenal de Capua, cuya carta de 1536 aparecía reproducida en las primeras páginas de la obra, y ante el mismo papa Paulo III. Giese añadía finalmente que su corresponsal era en adelante
persona non grata
en todos los obispados prusianos, y que cuidara de no aparecer por ellos, porque podría ocurrirle una desgracia.

Fue esa razón por la que Rheticus no asistió a los funerales de Copérnico, que se celebraron a finales de mayo de 1543, después de más de siete meses de espantosa agonía. Una vez que se hubo apagado aquel sol, quienes gravitaban a su alrededor se apartaron de su órbita y se convirtieron en astros errantes, estrellas fugaces, cometas cuya trayectoria ningún Copérnico habría podido predecir ni calcular. El más extraviado de todos fue Rheticus. Cuando recibió su ejemplar impreso de las
Revoluciones
, corrió furioso de Leipzig a Nuremberg, firmemente decidido a estrangular a Osiander con sus propias manos. Pero, por supuesto, después de perpetrar su hazaña, el devoto pastor había desaparecido de la ciudad y había marchado a Basilea, donde tenía lugar una importante reunión de los reformados. Schöner, por su parte, se había atrincherado en su casa, y su hijo había contratado a algunos mercenarios fuertemente armados.
Querens quem devoret
, Rheticus quiso entonces emprenderla con Petreius. El impresor lo recibió con gestos de desconsuelo y le explicó que Osiander le había impuesto en el último momento la sustitución de la
Vida de Copérnico
por su desastroso prefacio, amenazándolo con cerrar su taller si no obedecía. Tenía influencia suficiente sobre el consejo de la ciudad para cumplir su amenaza. La serpiente sonriente había escupido ya su veneno sobre las
Revoluciones
. Y le había tomado el gusto: Petreius aconsejó a Rheticus que huyera a toda prisa de Nuremberg, porque Osiander había sugerido al hijo de Schöner que interpusiera una demanda contra él, por sodomía.

De regreso en Leipzig, Rheticus leyó la terrible carta de Giese y sintió por un momento la tentación de poner fin a su vida. Luego se recuperó, escribió al obispo un largo alegato en su defensa, y le explicó las circunstancias en las que se había producido la publicación de la advertencia. Juró que sería en adelante el defensor más ardiente de la causa de su maestro, y para terminar dijo estar decidido a abrazar la fe católica.

No tuvo respuesta hasta varios meses más tarde. Giese le anunció la muerte de Copérnico, ocurrida el 24 de mayo de 1547, sin escatimar detalles sórdidos sobre la agonía de su amigo y la pérdida de su inteligencia, como si aún deseara culpabilizar a su corresponsal. Rheticus se hundió entonces en una profunda depresión. Sus cursos se hicieron aburridos, y ya nadie reconocía en él al «Orfeo de la astronomía».

Fue su antiguo amante y secretario Heinrich Zell, que se había convertido en un geógrafo reconocido y estimado por todos, quien acabó por convencerlo de que pidiera una excedencia ilimitada. Zell había movilizado para ello a toda la joven guardia de la nueva astronomía, empezando por su antiguo rival Erasmus Reinhold, que profesaba ahora la teoría de Copérnico en Tubinga; Caspar Peucer, un antiguo alumno de Rheticus que había ocupado su plaza en Wittenberg; o Aquiles Gasser, que había iniciado al joven Joachim en Zurich y que, por un feliz capricho del destino, ejercía la medicina en Feldkirch, que había sido la residencia del padre de Rheticus antes de morir en la hoguera. No faltó a la llamada más que el atrabiliario Paracelso: había muerto dos años antes que Copérnico, en circunstancias que siguen hoy rodeadas de misterio.

Era en verdad una extraña coalición la que intentaba reanimar la llama vacilante del Orfeo de la astronomía. Todos eran partidarios fervientes del heliocentrismo, y todos también, a excepción tal vez de Reinhold, practicaban en secreto los amores socráticos. ¿Hay alguna relación entre los dos fenómenos, opuestos ambos, a primera vista, a las apariencias?

Rheticus cedió ante la presión conjunta de sus amigos y, a falta del bastón de Euclides, tomó el de peregrino y fue de ciudad en ciudad a predicar la palabra copernicana. Estuvo en París junto a Ramus, y en Milán al lado de Cardano. Creía buscar discípulos, y en realidad no buscaba sino nuevos maestros. Sus huellas se perdieron al cabo de año y medio, y más tarde lo encontraron extraviado y medio loco en una isla del lago de Constanza, minado por graves problemas de salud. Se repuso lo bastante para enseñar durante tres meses en Constanza, y luego marchó a estudiar medicina en Zurich.

Cuando, después de cuatro años de errancia, regresó por fin a Leipzig, se había metamorfoseado. Volvió a ser el «Orfeo de la astronomía». Pero sus enemigos no lo habían olvidado. El padre de uno de sus alumnos entabló un proceso contra él. ¡Siempre lo mismo! Lo habían sorprendido en maniobras contra natura con el muchacho, un primo del hijo de Schöner, al que había emborrachado para mejor pervertirlo. No faltó durante el proceso la mención de que, ya en 1528, el padre del culpable había sido juzgado y ejecutado por brujería. Eran detalles significativos: el Maligno se había instalado en aquella familia.

Rheticus se vio obligado a huir. El proceso tuvo lugar en su ausencia, y concluyó con una sentencia de ciento un años de exilio. ¡Ciento un años! Era casi ridículo. Vagó entonces de universidad en universidad, expulsado de unas, reclamado por otras, y acabó por encallar en las murallas de Cracovia.

Fue allí donde yo, Michael Maestlin, entonces muy joven, asistí a sus lecciones. El mundo había cambiado. Europa ardía y se desgarraba por las cuestiones de religión. El papa Paulo III que, con la apertura del Concilio de Trento, había intentado iniciar una profunda reforma de la Iglesia, se había dado cuenta demasiado tarde de que la teoría de Copérnico era contradictoria con lo que él deseaba: podía llevar a la gente del pueblo a pensar que formaban parte, simplemente, del orden natural, en lugar de ser los amos de la naturaleza, el centro alrededor del cual se ordenan todas las cosas. Y sobre todo, el lugar de la Encarnación de Cristo y de la Redención, la Tierra, se veía banalizado, apartado de su papel único y privilegiado.

Además el Papa, como Pandora cuando abrió su caja, había restablecido el Santo Oficio de la Inquisición. Su tribunal vio de inmediato en la teoría heliocéntrica una antorcha nueva que se elevaba desde el seno de las tinieblas, y, siguiendo su misión, se apresuró a cubrir aquella llama con su apagavelas tradicional. Copérnico ya no tenía un lugar en aquel mundo pasado a sangre y fuego. Era preciso abolirlo, olvidarlo. Los sucesores de Alejandro Farnesio no se quedaron con los brazos cruzados, por más que utilizaron con profusión los cálculos del maestro de maestros para el famoso calendario instaurado por Gregorio y que nosotros, los reformados, rechazamos. ¡Qué estupidez! En Cracovia, antaño un oasis de tolerancia, se mataba en masa a los judíos y se perseguía a los luteranos. Rheticus, a pesar de todo, me enseñó a Copérnico en secreto.

Pero cuando le hice en una ocasión la pregunta de por qué no había gritado al mundo entero la gran verdad descubierta por el canónigo de Frauenburg, y la había reservado únicamente para unos pocos discípulos como yo, Michael Maestlin, el Orfeo de la astronomía me respondió, con una risa que quería imitar la de Copérnico y que habría podido ser la de Dioniso…

EPÍLOGO

Linz, 6 de febrero de 1628

«… la de Dioniso…».

L
a frase estaba inconclusa. El viejo Johannes dio la vuelta al pesado bastón hueco, y dio unos golpecitos con su mano manchada para intentar hacer salir alguna página extraviada o pegada en el interior. Nada. Sondeó aquel hueco estrecho con un alambre de hierro, con el que rascó las paredes de madera de olivo. Sin resultado. El bastón de Euclides estaba vacío. Johannes acababa de encontrar aquel objeto precioso en el fondo de un cofre en el que había pasado muchos años olvidado.

¿Qué había hecho con aquellos últimos folios, recibidos hacía ya treinta años? ¿Algún niño se había apoderado de ellos para cubrirlos de garabatos? ¿O él mismo, Johannes, los había perdido en su huida de este o aquel refugio delante de sus perseguidores, embutiendo a toda prisa las cartas en el bastón para preservarlas del auto de fe?

La historia de aquel bastón, el bastón de Euclides —Johannes lo recordaba ahora con cierto regocijo—, se la había contado su antiguo maestro Michael Maestlin. Le dijo que había estado en su posesión, pero que había tenido que separarse de él muy pronto, cuando, de paso por Augsburgo y con la bolsa vacía por haberse arruinado con la compra de un excelente astrolabio, se había tropezado con Tycho Brahe, que iba a buscar en la misma tienda el inmenso globo celeste que se había hecho fabricar. Habían hablado de Copérnico, Maestlin le había enseñado el bastón al danés, y éste se lo compró a precio de oro. ¡Bien podía permitírselo aquel aristócrata a quien todo le había sido dado desde su nacimiento!

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