Read El enigma de Copérnico Online

Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (37 page)

BOOK: El enigma de Copérnico
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—Ya que se propone usted como apóstol de la nueva teoría, escriba su evangelio, y después vaya por carreteras y caminos, de ciudad en ciudad, de universidad en universidad, a dar a conocer al mundo el heliocentrismo. Sea la vanguardia, antes de que llegue el grueso de los batallones, el gran ejército:
Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes
.

—Ya ves, Tiedemann, que tengo razón —intervino Copérnico—. Los dos habláis de evangelio, cuando se trata de un Apocalipsis. Y ahora, además, te refieres a mi obra en términos militares. Eso es lo que yo no quiero. Cuando hablas de ejército, hablas de guerra, y cuando hablas de guerra, hablas de sangre, de dolor, de muerte. ¿Quién fue el que escribió, hace ya mucho tiempo, «Rehusó el combate», tú o yo?

Copérnico había pronunciado aquellas palabras con una voz serena y grave. El sempiterno debate entre los dos viejos eclesiásticos estaba a punto de recomenzar una vez más. Era necesario cortarlo por lo sano, y sobre todo no dejar que decayera el entusiasmo que había provocado el discurso de Rheticus. Éste sacó de su jubón un rollo de papeles y dijo, en un tono fanfarrón imitado de Paracelso:

—Ese evangelio del heliocentrismo, para expresarlo en los términos de monseñor de Kulm, ya lo he escrito. Aquí está.

—¡Pues bien, léalo, Joachim! —exclamó Giese.

—Lo siento, señora —respondió el ayudante volviéndose a Ana—, lo he redactado en latín y…

—La señora Schillings comprende a la perfección la lengua de Cicerón —le interrumpió con sequedad Copérnico—. ¡Lea, caballero!

El burgomaestre Philip Teschner se puso entonces en pie, y dijo:

—Por lo que a mí respecta, el latín no es mi fuerte. Y, si monseñor me da su venia, el viejo soldado que soy prefiere los brazos de Morfeo a los de Urania.

Cuando hubo salido el burgomaestre, seguido de cerca por el burgrave de Danzig, Rheticus, después de excusarse por no haber encontrado aún título a su obra, se acodó con gracia a la mesilla situada frente a la chimenea, y empezó a leer:

—«Al ilustre Philip Melanchthon, primera exposición de los libros sobre las revoluciones del hombre sapientísimo y muy eminente maestro Nicolás Copérnico de Thorn, canónigo de Ermland, por un joven matemático». —Empiezas mal, caballero —le interrumpió Copérnico—. ¡Dedicas tu libro al peor de mis enemigos, al hombre que me condenó a muerte!

—Déjale leer —se irritó Giese—, esos detalles ya los arreglaremos después. ¡Que nadie interrumpa al caballero hasta el final de la lectura!

Durante una hora, el orador leyó su texto, como un actor su papel, en el silencio más absoluto, porque era el obispo quien lo había ordenado, no el amigo.

—«… Pero que triunfe la verdad, que triunfe el mérito, que todas las artes sean honradas y que todo maestro de su arte saque a la luz del día lo que es de alguna utilidad, y que lo practique de tal forma que aparezca como alguien que busca la verdad». —Rheticus hizo una pausa como para recuperar el aliento, y concluyó—: «Pues es preciso que aquel que desea filosofar tenga libertad de juicio».

—Platón,
Didaskalós
, 1-3 —recitó entonces Copérnico.

Luego, sintiéndose de pronto muy viejo, se puso en pie con la ayuda del bastón de Euclides y sostenido por Ana.

—Se hace tarde. Vamos a dormir. Volveremos a hablar de esto en otra ocasión.

Y encorvado sobre su bastón, doblado, del brazo de su ama de llaves, se marchó sin más despedida.

Sin embargo, al día siguiente apareció fresco, descansado y dispuesto a la batalla. Que fue larga y disputada. Rheticus aparentó resistirse largo tiempo acerca de la dedicatoria a Melanchthon, para ganar con ello alguna ventaja en otros puntos que le parecían más importantes. Como político sutil, Giese propuso sustituir al maestro de Wittenberg por Alberto de Prusia, puesto que lo que iba a llamarse
Narrado prima
, la
Primera exposición
, redactada por un reformado, había de partir a la conquista de los países luteranos, a pesar de la oposición feroz al heliocentrismo de sus fundadores. Melanchthon y Lutero, argumentó al obispo, tendrán que ceder si se lo pide su poderoso correligionario, el gran duque. Copérnico estalló entonces en una de sus terribles cóleras. Para él, estaba totalmente fuera de lugar rendir el menor homenaje a quien trató de bribón, de bárbaro teutónico y de asesino. Sin comprender las razones de aquel odio, Rheticus se dio cuenta de que aquel era un punto de ruptura. Tuvo entonces una idea que él mismo juzgó inspirada.

—Nos equivocamos los tres —dijo—. Como muy sabiamente ha dicho usted, maestro, la
Primera exposición sobre las revoluciones de los cuerpos celestes
no debe ir dirigida sino a quienes son capaces de apreciar la grandeza de su teoría, y con quienes no corremos el riesgo de que tomen a burla su genio. A los discípulos de Pitágoras, que responderán a su obra con razonamientos, incluso si la critican. Para parodiar a Platón, nadie que no sea geómetra leerá ese libro.

Copérnico y Giese buscaron entonces nombres de profesores de matemáticas de todas las universidades de Europa, pero uno había muerto mucho tiempo atrás, el otro chocheaba, y el de más allá había sido siempre un imbécil y seguía siéndolo, según todas las apariencias.

—Johann Schöner, de Nuremberg, me parece la persona adecuada —susurró entonces Rheticus—. Y además ha sido mi segundo maestro de astronomía. Es un profesor muy notable.

—¡El querido Johann, claro que sí! —gritó Giese dándose una palmada en la frente—. ¿Cómo no se me había ocurrido? Lo conocí en Ferrara en 1504…, no, en 1507. O tal vez en Padua en…

—Schöner me parece, en efecto, la persona ideal para la dedicatoria —le cortó Copérnico en tono seco—. Si no me falla la memoria, fue uno de los pocos que contestó de manera más o menos pertinente a mi
Resumen
, y después a mis
Revoluciones
. Además, se da la feliz circunstancia de que no es ni luterano ni papista, sino erasmista, como yo. Sin embargo, creía que estabas peleado con él, caballero.

—Lo cierto es que se negó a enseñarme su obra, y alegó que no tenía el menor interés. Al dedicarle la
Primera exposición
, le obligo a salir de su prudente reserva y a elegir su campo.

—¡Su campo! ¡Siempre la guerra! —gruñó Copérnico—. Pero, estúpido, ¿no comprendes que al negarse a enseñar mis escritos a un cualquiera, Schöner no ha hecho sino seguir mis consignas de discreción?

—Gracias por lo de «un cualquiera», maestro —contestó Rheticus, un poco picado—. Entonces está decidido, Schöner es el elegido. Eso me permitirá utilizar un tono más ameno, menos rígido que con Melanchthon.

—No reniegues de lo que has adorado, hijo mío —sermoneó en tono de broma Giese, encantado de encontrar un terreno de coincidencia en aquel punto.

Porque hubo muchos más puntos controvertidos. Empezando por la IV Parte, titulada
Sobre los cambios de los imperios debidos al movimiento del centro de la excéntrica
. Basándose en las profecías de Elías y en las demostraciones de Copérnico, Rheticus se había atrevido a deducir que los reinos situados bajo la ley de Mahoma serían derribados al cabo de cien años exactamente, en 1639 o 1640.

—¿Quieres que la posteridad se ría de nosotros, caballero, en el caso de que, oh divina sorpresa, tu profecía no se cumpla? —ironizó Copérnico—. ¿No te parece que tenemos ya bastante con nuestros contemporáneos?

—¿Cómo, maestro? ¿No cree que el curso de los planetas y de las estrellas influya en el destino de los hombres y de los imperios? Pero si es en ese tema, maestro —se exaltó Rheticus—, en el que su teoría va a revolucionar el mundo, va a ofrecer a las Sagradas Escrituras, al Apocalipsis de Juan y a la Cábala una lectura límpida que iluminará el futuro, que nos dará la fecha exacta del fin de los tiempos, del retorno del Mesías, de la Parusía.

Copérnico lanzó entonces una de sus enormes carcajadas, que muy pronto se transformó en sarcasmo:

—¡Te lo había dicho, Tiedemann, te lo había dicho! ¡Ya empezamos! ¡Mis propios discípulos están locos! Te presento en la persona del caballero Rheticus al primero de los charlatanes que se van a precipitar como una jauría sobre mis pobres cálculos y que los descuartizarán con sus agudos colmillos para vomitar después sus delirios enfermizos. ¡Época de locos! ¡La razón sumida en la oscuridad! ¿Me preguntas, caballero, si creo en la influencia de los astros sobre el destino de los hombres? Pues lo ignoro, yo no soy más que un pequeño fabricante de logaritmos, un medidor de estrellas. No sé qué sofista ha intentado diferenciar entre el astrólogo, que según él tiene la noble misión del profeta, del sabio, del poeta y yo qué sé cuál más, y el astrónomo, el oscuro obrero que se contenta con medir los ángulos entre Marte y el horizonte, con alinear columnas de cifras hasta quedarse ciego, con levantar y bajar de nuevo las reglas graduadas de su ballestilla, mientras tirita por el viento invernal o es acosado por los mosquitos en las noches de verano. Pues bien, caballero, yo soy uno de estos últimos, soy un obrero de estrellas.

Copérnico discutió mucho tiempo, solo contra los otros dos, o más bien solo contra todos. Porque todos, Rheticus, Giese, Melanchthon, Dantiscus, Lutero, Schöner, los reyes, los príncipes y los papas del pasado, el presente y el futuro, están convencidos de que la finalidad de la astronomía es descubrir las claves de la historia y predecir el futuro. Todos excepto él, Copérnico, a quien le traía sin cuidado. Costó mucho llegar a un compromiso. Cada palabra de aquel pasaje sobre los imperios fue sopesada, discutida y modificada, de modo que el lector comprendiera bien que aquella opinión y aquellas predicciones pertenecían al autor del libro, y no al «excelente maestro» cuyos descubrimientos y trabajos evocaba.

Por fin, al cabo de quince días, la
Primera exposición
satisfizo a las tres partes. Rheticus consideró que aquel era el momento oportuno para presentar a los dos viejos eclesiásticos el homenaje que rendía a su hospitalidad, un «Elogio de Prusia» del que se sentía muy orgulloso.

—En este elogio he abandonado a Urania, musa de la astronomía, para colocarme bajo la égida de la de los himnos, Polimnia, y la de la historia, Clío —explicó con falsa modestia, antes de empezar su lectura.

No había acabado la primera estrofa cuando Copérnico rompió a reír:

—¡Prusia la nueva Rodas, hija de Venus y el mar, amante de Apolo! ¡Ah, caballero, no son ni Polimnia ni Clío las que te inspiran, sino Talía, la musa de la comedia!

—Déjale continuar —protestó Giese—. Además, tú nunca has tenido el menor gusto por la poesía y las bellas letras.

—Ni el menor gusto, te lo concedo, pero sí un gran disgusto.

Rheticus reprimió su cólera y siguió su lectura, evitando mirar el temblor de los hombros de su maestro y las lágrimas que corrían por sus mejillas y su barba canosa, a fuerza de contener la risa. El resto del elogio era del mismo género: un empacho mitológico, en el que los más prominentes católicos de Prusia eran descritos como el Areópago ateniense, y el capítulo de Frauenburg como una nueva Academia cuyo Sócrates era, por supuesto, Copérnico, lo que daba a entender que él mismo, Rheticus, era Platón. Aquel galimatías revelaba, sin embargo, una gran habilidad, una pillería sutil. Al describir a los luteranos los obispados de Prusia como un oasis de paz y prosperidad, un paraíso de las artes y las letras en el seno de una Cristiandad desgarrada, demostraba que el heliocentrismo no era ni papista ni reformado, sino que se situaba en otro lugar, por encima de los conflictos, en un Olimpo no situado en Roma ni en Wittenberg.

Giese lo comprendió muy bien, como comprendió también que el conjunto iba además dirigido a Copérnico para incitarlo a llevar por fin a la imprenta las
Revoluciones
. Porque no iban a provocar la guerra, sino la paz universal en una Tierra que giraría feliz alrededor del gran Sol, tabernáculo de Dios.

Copérnico, por su parte, fingía no haberse dado cuenta de ello. Se empeñaba en discutir cuestiones de detalle y abrumaba a su in feliz discípulo con sus sarcasmos, con el objetivo de ganar algo de tiempo y retrasar puerilmente el momento fatal en el que habría de dar su imprimatur.

—¿Por qué firmas la dedicatoria con el nombre de Antínoo? ¿Es que Schöner es tu emperador Adriano y tú su efebo? Hace tiempo que he comprendido, caballero, que no amas a las mujeres. Peor para ti, no sabes lo que es bueno, y mejor para nosotros, que nos aprovechamos de lo que tú desdeñas. Con todo, respeto tus inclinaciones, sin compartirlas en lo más mínimo. Pero no me gustaría nada que ese «Antínoo» inoportuno me convirtiera en sospechoso de ser, no sólo tu «excelente maestro», como me haces el honor de llamarme, sino además tu amante vieja. La calumnia me ha salpicado en más de una ocasión, a lo largo de mi vida, y empiezo a estar cansado de ella.

Rheticus hubo de morderse los labios hasta hacerse sangre, para retenerse y no saltar al cuello de aquel viejo odioso. Por fin respondió, con voz temblorosa:

—No se alude aquí ni a Adriano ni a su favorito. El Antínoo que evoco era el mejor y más fiel discípulo de Platón. Como yo me enorgullezco de ser el suyo.

Copérnico hizo un gesto con la mano para indicar que el asunto carecía de importancia. Ése fue su único imprimatur, y después se desinteresó de la cuestión. Rheticus quería dar a imprimir su
Primera exposición
en el taller de Wittenberg que había editado antes las
Noventa y cinco tesis
de Lutero. Giese la convenció de que no lo hiciera: aunque Melanchthon diera su aprobación, sería Roma entonces la que sospechara de las simpatías religiosas del canónigo de Frauenburg, que corría el riesgo de perder la amistad y el apoyo del Papa. Así pues, el obispo convenció al caballero de que editara la obra en la imprenta de Danzig. Después de todo, argumentó, mostrar que las imprentas prusianas eran por lo menos tan buenas como las demás ¿no era abundar con un ejemplo en el elogio final de la obra?

Lo que Giese se guardó de comunicar a Rheticus era que él mismo había contribuido generosamente a la fundación de aquel taller, y que ahora percibía los dividendos.

A partir de ese momento, las cosas fueron muy deprisa. Mientras Copérnico volvía a recluirse en su torre y Giese en su palacio episcopal, Rheticus se puso en campaña y recorrió en todas las direcciones los grandes caminos prusianos. Acudió primero a Danzig, donde fue alojado por el burgrave, amigo de Giese y admirador de Copérnico, y allí negoció con el único impresor de aquel gran puerto, que le confesó, en confianza, que seguía profesando a Lutero en secreto, y le ofreció encargarse gratuitamente de la impresión separada de cinco ejemplares de los dos primeros cuadernos. Para obtener más ventajas de él, Rheticus le contó que su padre era judío, seguro de que el del otro lo era también. Lo era. Pero el autor de la
Primera exposición
no se atrevió a buscar con el artesano más puntos en común que los religiosos o los relativos a la adhesión de ambos al heliocentrismo: el impresor era un prudente y virtuoso padre de familia. Cuando salieron de la imprenta los tirajes separados, Rheticus envió dos de ellos a Nuremberg para Schöner, uno a Montpellier para Gasser y uno a Wittenberg para Melanchthon. Luego ordenó a Heinrich Zell que vigilara la buena marcha de la impresión del resto. Al menos en aquello podía confiar en él. Colocó entonces en sus alforjas los restantes escritos, así como el mapa de todas las Prusias admirablemente trazado por su ayudante, y marchó hacia el este para difundir el pensamiento copernicano.

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