Read El enigma de Copérnico Online

Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (34 page)

BOOK: El enigma de Copérnico
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El hombre que apareció ante él, sentado negligentemente en un rincón de una larga mesa en el centro de una amplia biblioteca, con las piernas cruzadas, no se parecía en nada al que había imaginado apenas hacía unos instantes. De gran estatura, con una nariz grande y abultada, barba y cabellos entrecanos, ojos hundidos bajo unas cejas enmarañadas y profundas arrugas marcadas en su amplia frente, Nicolás Copérnico tenía más el aspecto de un viejo soldado de vuelta de mil y una batallas que de un sabio tímido, más o menos hombre de Iglesia, encerrado de por vida en la penumbra de su gabinete.

Rheticus sabía muy bien, y se valía de ello con habilidad, que su gracia y su aparente espontaneidad trastornaban más de una cabeza e iluminaban con más de una sonrisa el rostro de aquellos ante quienes se presentaba por primera vez. Ya desde que entró, Tiedemann Giese, hundido en una cómoda poltrona, empezó a babear. En cambio, no se movió ni un rasgo del rostro áspero de Copérnico. Su mirada dura y penetrante examinó de arriba abajo a su visitante, como el chalán calibra de un solo vistazo las cualidades de una caballería. Y Rheticus se estremeció. Aquel hombre era su padre, o por lo menos la reencarnación del médico judío quemado vivo en la gran plaza de Feldkirch en presencia del pequeño Joachim, hacía ya once años. Se le parecía de una manera turbadora. Incluso su voz grave y ligeramente velada por una extraña ironía le recordó al desaparecido:

—Aquí tenemos, pues, al protegido de Melanchthon que desea mi muerte, de Dantiscus que no cesa de atormentarme, y de ese energúmeno de Paracelso, que sin embargo no parece darse la menor prisa en reanudar su correspondencia conmigo. Sólo por consideración a este último, joven, he cedido a la insistencia de monseñor Giese y he consentido en recibirle, a pesar de que el tiempo no me sobra. Pero en primer lugar, le ruego que me aclare qué es lo que oculta detrás de ese apodo de Rheticus. Y hable fuerte, se lo ruego, soy un poco duro de oído.

—El reverendo Copérnico sólo es sordo para lo que no quiere oír —bromeó Giese, que se sentía de un humor juguetón.

Y mientras el canónigo lanzaba una mirada furiosa al obispo de Kulm, Rheticus contó su infancia errante entre Italia, Baviera y Austria, la instalación en Fcldkirch, el martirio de su padre…

—Yo conocí, en Padua, a un estudiante de medicina llamado Georg Iserin —le interrumpió Copérnico, probando así que su sordera era muy relativa—. Una persona muy brillante, pero que, a mi entender, se dedicaba con excesiva imprudencia, en la academia que ambos frecuentábamos, a especulaciones peligrosas para su seguridad. Mis maestros y yo mismo le recomendábamos con frecuencia que fuera más reservado. Pero prosiga su relato, joven.

El joven en cuestión sintió que las piernas ya no lo sostenían. ¡Copérnico había conocido a Georg Iserin! Se prometió trazar algún día la carta astral del canónigo y compararla con la de su padre. El resultado, con toda seguridad, sería asombroso. Tragó saliva y reanudó su relato, aunque con algo menos de facundia que al principio: sus estudios en Zurich y luego en Wittenberg, sus diplomas, su acceso a la nobleza con el título de caballero, y sus visitas a todos los matemáticos y astrónomos notables de Alemania, aunque calló las cosas que ellos habían dicho de su interlocutor…

A cada nombre que pronunciaba, Copérnico inclinaba ligeramente la cabeza para indicar que conocía a todos aquellos eminentes profesores, pero Rheticus no podía saber si la mueca oculta a medias detrás de su espeso bigote era de aprobación o de desdén. Rheticus explicó después que el objeto de su búsqueda era encontrar, junto a todos aquellos sabios ilustres, un sistema del mundo más satisfactorio para la mente que el propuesto hacía tantos siglos. El visitante acabó con la mención de las audiencias que le habían concedido Dantiscus y Alberto de Prusia, sin ocultar lo que habían exigido de él, pero insistiendo en que se había visto obligado a obedecer a pesar suyo, porque era el único camino posible para llegar a Frauenburg.

—¡Pues claro! —dijo entonces un Copérnico sarcástico y furioso—. ¡El gran duque y su famoso mapa! Después de todo ¿qué me importan a mí Prusia, Polonia, Roma y la Reforma, y todas esas fieras que se despedazan entre ellas? Yo había preparado un esbozo, para darle alguna garantía a cambio de mi tranquilidad.

Debe de estar por algún lado…, mi secretario me lo buscará. Así me librará usted de esas cosas inútiles que vamos acumulando a medida que pasa el tiempo por no querer echarlas al fuego. Por otra parte, no estoy seguro de que ese bárbaro de Alberto sea capaz de descifrar una latitud.

Giese intervino entonces, no como amigo sino como obispo de Kulm:

—Nicolás, te prohíbo comunicar el menor dato topográfico sobre nuestros obispados a la persona que, te lo recuerdo, es el jefe de los reformados prusianos.

—¿Por quién me tomas, monseñor? No se trata más que de algunas mediciones tomadas en sus tierras. Algunas de ellas son intencionadamente falsas, por otra parte —añadió el astrónomo, con un guiño malicioso—. Pero yo creía que tenías una confianza absoluta en la rectitud del caballero Rheticus. ¿Es que ahora piensas que este muchacho es un espía de su alteza?

Mientras Giese farfullaba una protesta confusa, el joven visitante pensó que tendría que encontrar alguna brecha en la fortaleza de desconfianza que venía a ser el canónigo de Frauenburg. El bastón, por supuesto, que hacía girar maquinalmente entre sus manos. Y sobre todo su contenido. ¡La emoción que sentía le había hecho olvidarlo! Cuando los dos eclesiásticos acabaron de intercambiarse reproches agridulces, Rheticus intervino:

—El doctor Paracelso me ha encargado que os entregue esto en testimonio de su amistad y de su admiración por el gran filósofo que es usted.

—¿Paracelso, amistad y admiración por alguien que no sea él mismo? ¡Bah, nos lo han cambiado! Enséñeme eso. ¡Bonito bastón, a fe!

Entonces el viajero contó cómo había conseguido el médico vagabundo el grueso bastón de madera de olivo con puño de marfil, y su secreto.

—¡El bastón de Euclides! —ironizó entonces un Copérnico burlón—. ¿Y por qué no el orinal de Arquímedes, ya puestos?

Examinó la pequeña talla de marfil que representaba una esfinge, extrajo el estuche de seda roja y sacó de él un gran rollo de papiros que dispuso y alisó sobre la larga mesa de roble, ya abarrotada de papeles manuscritos, libros abiertos con puntos para señalar algunas páginas, una escribanía y una pequeña esfera armilar muy antigua y probablemente obsoleta. Con el corazón disparado, Rheticus observó el menor gesto, la menor expresión de su anfitrión. Copérnico dejó escapar un suspiro de cansancio y se puso unas gafas gruesas que agigantaron sus ojos de un negro profundo y lo envejecieron de golpe. Sus labios empezaron a moverse, pero de ellos no salió ningún sonido. Rheticus sabía que pronunciaba, en griego, el título y el autor del manuscrito: «
Hipótesis, Aristarco de Samos
». La lectura prosiguió durante mucho tiempo, puntuada tan sólo por algunos gruñidos, tal vez de satisfacción o tal vez de duda o de asombro. Giese, cada vez más hundido en su sillón, ahogó algunos bostezos. Pestañeaba y, en ocasiones, su cabeza se vencía, para de inmediato volver a alzarse con un sobresalto. La digestión del almuerzo, que había tomado allí mientras Rheticus esperaba en la taberna del puerto, le resultaba ardua. Por fin Copérnico, con una especie de pudor, se quitó las gafas antes de levantar la cabeza, con el rostro siempre impasible:

—Bah. Si la memoria no me falla, he leído algo sobre este Aristarco…, en Plutarco tal vez, o en una compilación dudosa del inencontrable
Arenario
de Arquímedes. Es usted muy joven para saberlo, señor caballero, pero en Italia, en mi época, era imposible llevar la cuenta de los pretendidos escritos inéditos de autores antiguos encontrados milagrosamente en los escondites más inverosímiles, y que no eran más que falsificaciones groseras, torpes apócrifos, nuevas cartas del Preste Juan… Alejandro Farnesio, que hoy es Su Santidad Paulo III, me enseñó un día un seudo diálogo de Platón, en el que Sócrates conversaba, en un latín aproximado, con Pablo de Tarso. ¡Cuánto nos divertimos, aquel día!

Y el canónigo soltó una enorme carcajada que hizo vibrar las paredes de su torre. Luego recuperó su expresión sombría y siguió diciendo:

—Así pues, tengo motivos para mirar con escepticismo este Aristarco que pretende haber descubierto Paracelso. No sería la primera superchería del buen doctor. Toma, Giese, lee esto y dime qué te parece, si aún guardas en la memoria alguna noción de la lengua de Homero. En cuanto a usted, joven, supongo que su visita no tenía como único objetivo el traerme este regalo dudoso.

Desconcertado e intimidado por aquel hombre extraordinario, Rheticus había perdido toda su ufanía y su soberbia. Balbuceó entonces que le habría gustado consultar las
Revoluciones de los cuerpos celestes
, porque la única persona que poseía una copia, Erasmus Reinhold, que la había recibido de Melanchthon, se había negado a prestársela.

—¡Ah, caramba! —replicó Copérnico, cada vez más cáustico—. Será que Johann Schöner de Nuremberg, Petrus Apianus de Ingolstadt y todos los eminentes doctores a los que ha visitado han perdido el ejemplar que les envié. Se dice que los astrónomos somos distraídos, pero hasta ese punto… Bien. Voy a prestarle…, antes, sin embargo, y sin que lo tome a ofensa el profesor de matemáticas que dice usted ser, me gustaría calibrar un poco su competencia y sus aptitudes en ese terreno. Comprenda, caballero, que no deseo que, una vez más, mi obra sea desfigurada por los sicofantes.

De haber venido de cualquier otra persona, la afrenta habría sido lavada con sangre de inmediato; pero viniendo de un hombre como aquél, ni siquiera fue tenida en cuenta. Rheticus, ya rendido, se prestó con entusiasmo a lo que tenía todas las características de un examen. Mientras Giese descifraba el manuscrito de Aristarco, el canónigo se convirtió en inquisidor. Álgebra, geometría, astronomía, filosofía, Platón, Tolomeo, Euclides, Pitágoras… Todo salió a relucir. Progresivamente, las preguntas se fueron haciendo más difíciles, y las respuestas menos y menos rápidas. Hasta el momento en que Rheticus se confesó vencido y dijo con una voz temblorosa:

—No lo sé.

Copérnico se arrellanó entonces en su sillón y pareció finalmente mirar a su interlocutor con cierta benevolencia.

—¡Mi enhorabuena, caballero! Las demás respuestas han sido exactas y muy bien presentadas, salvo algún detalle menor. Esta última ha sido la mejor. Si me hubiese dicho algo así como: «Lo he olvidado», le habría plantado en la calle de inmediato. Confesar la ignorancia es revelar la sabiduría. Está decidido, le voy a confiar mis
Revoluciones
, pero…

—¡Por fin, Nicolás, no eres el único!

Giese había saltado de su asiento y agitaba los papiros cubiertos de caracteres griegos con una tinta que el tiempo había hecho palidecer.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que Aristarco de Samos, ese astrónomo de la gran escuela antigua de Alejandría, dice lo mismo que tú… ¡Y que va a ser para ti lo que fue Platón para Ficino! ¿Qué podrán decir tus detractores, si en adelante puedes apoyarte en la sabiduría de un antiguo, más antiguo incluso que Tolomeo, del mismo modo que Aristarco se apoyó tal vez en el bastón de Euclides?

—Salvo que sea una falsificación, destinada a perjudicarme y cubrirme de ridículo. De Paracelso se puede esperar todo. Y además, Aristarco parece un santo patrón de mal augurio. Fue discípulo de Estratón de Lámpsaco, el autor de la excelente
Sobre las dimensiones del Sol y de la Luna
, y fue duramente criticado por Arquímedes y acusado de impiedad por Cleanto el Estoico. El famoso cabalista Zeitún de Olisipo contó, en su poema
El canto de Linceo
, que todos sus escritos habían desaparecido en el gran incendio de la biblioteca de Alejandría. Pero yo no lo creo. Más bien me parece que se convirtieron en humo bajo la antorcha de los jueces.

«Para ser una persona que hace un instante pretendía no saber apenas nada de Aristarco de Samos…», se dijo Rheticus. La estatua marmórea de Copérnico que había empezado a erigir se agrietó un poco. El canónigo se puso en pie para indicar que la entrevista había terminado; sacó de un estante de la biblioteca un pesado volumen encuadernado y cerrado con una lengüeta de cobre, y lo tendió a Rheticus.

—Se lo confío. Léalo, redacte sus comentarios y devuélvamelo dentro de tres semanas. ¿Dónde va a alojarse?

A decir verdad, el viajero no lo sabía. Había esperado vagamente que el astrónomo le propusiera alguna de las numerosas habitaciones de aquella amplia torre, para tenerlo a su lado. Giese se dio cuenta de su desconcierto mudo, y dijo:

—Acompáñeme a mi residencia de verano de Loebau, querido amigo; es un viejo castillo siniestro, pero ideal para el estudio. Además, allí me rodeo de gente de una conversación tan amena como erudita.

Rheticus se sobresaltó y se volvió a Copérnico. Como en sueños, había creído oír estallar de nuevo aquella risa estentórea. Pero no era así. El canónigo, que había permanecido impasible, se contentó con añadir:

—Las viejas piedras de Loebau tienen otra ventaja: es una fortaleza con centinelas muy vigilantes. Le costará mucho salir de allí. De modo que seré yo quien pase a visitarlo, dentro de tres semanas. La región es muy rica en especies animales, y una partida de caza servirá para desentumecerme las piernas.

A lo largo del trayecto, mientras el obispo de Kulm charlaba volublemente con Heinrich Zell, Rheticus, profundamente conmocionado por aquella extraña entrevista, empezaba a comprender el miedo sagrado que parecía invadir a todos los enemigos de Copérnico. Aquel hombre era un monstruo que irradiaba en ocasiones una deslumbrante luz solar, para luego sumirse en una opacidad mayor que la de una noche sin luna ni estrellas.

Rheticus se sumergió en las
Revoluciones de los cuerpos celestes
, y para él ya no contó nada más, a excepción de su Tolomeo, abierto a un lado y que consultaba de vez en cuando. Si aquella flamante edición impresa, en griego, del
Almagesto
se hubiese evaporado de pronto ante su vista por un efecto de magia, él no se habría extrañado lo más mínimo. En efecto, lo que hacía Copérnico era modificar de arriba abajo el orden del mundo tal como estaba establecido desde hacía catorce siglos. Para Tolomeo, en el centro del Universo estaba la Tierra, inmóvil; luego venía la Luna, que daba la vuelta a la Tierra en un mes; después, Mercurio, Venus y el Sol, que completaban sus revoluciones sobre el deferente en un año; luego Marte en dos años, Júpiter en doce años y Saturno en treinta años; y finalmente las estrellas fijas, que completaban sus revoluciones en un día. Copérnico, a partir del principio de que los orbes aumentan en tamaño cuanto más largas son las revoluciones, redefinía el orden de los planetas empezando desde arriba: «La más lejana de todas las esferas, la que contiene a todas las demás, es la de las estrellas fijas. Con ella se relacionan los movimientos y las posiciones de los demás astros, los planetas. Los antiguos astrónomos le atribuían un movimiento de rotación alrededor de la Tierra, pero yo demostraré que ese movimiento no es sino aparente, y que el movimiento de rotación pertenece a la propia Tierra. Por debajo está la esfera de Saturno, cuya revolución dura 30 años. Debajo de ella, la de Júpiter, que da la vuelta al cielo en 12 años; Marte, que da la suya en dos años, y después la Tierra, que completa su órbita en un año; Venus, que da la vuelta en nueve meses, y finalmente Mercurio, cuya revolución es de tan sólo 88 días. En el centro se sitúa el Sol, inmóvil, para poder iluminarlo todo».

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