Read El enigma de Copérnico Online

Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (18 page)

BOOK: El enigma de Copérnico
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Las ceremonias de la coronación del quinto hijo Jagellon, Segismundo I, iban a tener lugar diez días más tarde. Al advertir la degeneración física y moral en la que había caído el mayor de sus sobrinos, Lucas decidió celebrar un consejo de familia. Estaba descartado llevar a Cracovia al «leproso». Pero ¿qué hacer con él? En presencia de un Andreas lloroso, el obispo decretó que su sobrino sería encerrado en un monasterio cisterciense de los alrededores. Apiadado, Nicolás rogó que al menos devolviesen al paria a la ciudad de Padua, donde sus profesores de medicina buscaban nuevos métodos para curar aquella nueva enfermedad «que la gente confunde, equivocadamente, con la lepra», añadió, con pedantería. Andreas salió entonces de su apatía y, gesticulando y espurreando saliva, empezó a insultar a su hermano y a acusarle de buscar su muerte al ponerlo en manos de charlatanes.

El tío Lucas, tan firme de ordinario, no ocultaba su desazón: habría querido apoyarse en sus dos sobrinos, teniendo al mayor de secretario y al menor de médico. Fue Philip, el buen Philip, su bastardo preferido, magnífico y marcial en su uniforme de comandante en jefe de la Liga prusiana, quien calmó los ánimos y encontró una solución. Desde hacía ya diez años, el capítulo de la catedral de Frauenburg se veía privado de tres de sus dieciséis canónigos: Sculteti, representante del obispado ante el Papa, y los dos hermanos Copérnico. Por entonces, más arriba de las bocas del Vístula empezaba ya a murmurarse sobre las tres dispensas renovadas una y otra vez ante la insistencia de Lucas, que iba adquiriendo un singular parecido con un abuso de poder. ¡Si les enviaban a Andreas, se calmarían! Entonces estarían mejor dispuestos a conceder una nueva dispensa a Nicolás para que éste pudiera ejercer junto a su tío las funciones de médico y secretario.

Lucas aprobó la prudente sugerencia; Nicolás se encogió de hombros para mostrar que se desinteresaba de la cuestión, y Andreas enseñó al reír los escasos dientes ennegrecidos que conservaba en la boca:

—Bonito regalo, en verdad, hacéis a los canónigos de Frauenburg. Estoy seguro de que lo apreciarán.

Se bajó entonces el cuello de la capa y se quitó el bonete, mostrando así su rostro pustuloso y el cráneo en el que sólo subsistían algunas mechas de pelo gris. Lucas anunció que Philip, Nicolás y él saldrían el día siguiente para Cracovia. Luego se retiró a sus apartamentos. Algunas personas afirmaron más tarde que estuvo llorando largo tiempo.

En cuanto a Nicolás, subió a las murallas de la fortaleza lleno de amargura: había perdido a su hermano. En la escalera, se apartó para dejar paso a una joven, que le hizo una corta reverencia. Maquinalmente, se quitó el sombrero para saludarla, y luego siguió su ascenso. Al llegar al muro, se recostó en la piedra húmeda de una almena. Ante él, llanuras, bosques y marismas se extendían hasta el infinito bajo un cielo gris, al que el crepúsculo prestaba apenas un ligero matiz rojizo. ¿Dónde estaban las colinas verdes y ocres de la Toscana, el alegre despliegue de viñas y olivares, con, en ocasiones, un leve toque de alabastro, el de la columna rota de algún templo antiguo dedicado a Venus o a Mercurio?

—Y bien, primo, ¿estás enfadado conmigo?

La joven con la que acababa de cruzarse se enfrentaba a él con una ligera mueca de insolencia.

—¿No me reconoces? —siguió diciendo, en un tonillo impertinente—. Es verdad que he cambiado un poco, en diez años. Tú también, por cierto, con esa preciosa barba… Soy Ana, la hija de la señora Schillings.

Nicolás se acordó entonces… El barco que descendía por el Vístula… Ana, la bastarda del obispo. Su prima, por tanto… Se parecía a su madre, pero sus rasgos eran mucho más finos, bajo la cabellera rubia. Sus ojos vivos y azules chispeaban de malicia e inteligencia. Confuso y sin saber cómo comportarse, refunfuñó como si estuviera delante de una niña:

—¡La pequeña Ana! ¿Cuántos años tienes, ahora?

—Veinte años. Pero no es muy galante, señor, preguntar su edad a una mujer. ¿Qué te han enseñado en Italia?

El toque de una campana llamó a la cena. Desaparecidas su tristeza y su nostalgia, Nicolás tomó a la joven de la mano y la condujo a la escalera. Juntos aparecieron en el comedor. Si el sitio de Andreas no hubiera estado vacío, la familia de monseñor Lucas habría estado al completo, porque a su lado se sentó la madre de Ana, y frente a ella, Philip.

—Eh, capellán —gritó Lucas al anciano sacerdote sentado en el otro extremo de la mesa—, no estaría mal casar a esta bonita pareja, ¿no es cierto?

—Sin duda —respondió el clérigo—, pero traería un montón de problemas más tarde, cuando el señor Copérnico vista la púrpura cardenalicia.

—Peores cosas se han visto en el trono de san Pedro —replicó Nicolás, que sostuvo la silla de Ana primero, y luego tomó asiento a su lado.

Toda la mesa soltó una alegre carcajada, que se apagó de golpe cuando entró Andreas.

El día siguiente, el obispo de Ermland y su séquito, incluido su nuevo médico y secretario Nicolás Copérnico, partieron hacia Cracovia para asistir a la coronación de Segismundo I. El médico no tenía demasiadas preocupaciones. A sus cincuenta y tres años, Lucas tenía una salud de hierro y el tiempo parecía no pasar para el. En los lugares donde pernoctaban, desafiaba a su sobrino a cruzar las espadas. Lo desarmaba sistemáticamente, de modo que Nicolás acabó por negarse a esgrimir, él que había recibido lecciones de los mejores maestros italianos. Entonces, para regocijo de los soldados, el obispo luchaba sin armas con su sobrino Philip, que mandaba la escolta, y acababa siempre por tumbarlo de espaldas en tierra. Sin embargo, Copérnico sospechaba que su primo no ponía demasiado ardor en la pelea.

Si como médico estaba cruzado de brazos, en cambio el trabajo como secretario no iba a faltarle. El advenimiento de Segismundo I iba a cambiar muchas cosas en Polonia y en las regiones sometidas a vasallaje.

—Es necesario que sepas —explicó Lucas a Nicolás mientras cabalgaban juntos— que nuestro nuevo rey es un partidario apasionado de Italia y de las ideas nuevas. Sueña con hacer de su reino una nueva Francia, una tierra de arte y filosofía, que atraiga a los más grandes artistas y filósofos. Le gustarás, sobrino. Le encantará colgar en su palacio como primer trofeo de caza a un polaco de la misma altura que Pico della Mirandola.

—¡Exagera usted, tío! Ni siquiera soy doctor en medicina, y no he publicado nada.

—Puedes guardarte para ti esa humildad de cura de aldea, muchacho. Sé lo que vales, y tú lo sabes también. ¿No tienes en reserva algún bonito libro de filosofía que dedicarle, alguna cosa nueva y preciosa?

Nicolás conocía lo bastante a su tío para saber que aquellos fingidos aires pueblerinos ocultaban notables conocimientos en muchos campos. De modo que decidió entrar en el juego y jugar al erudito ante un inculto.

—Ha leído usted alguna vez el
Almagesto
, supongo —dijo en un tono cómicamente pedante—. Pues bien, por mi parte pronto hará quince años que lo analizo, le doy la vuelta de un lado y de otro, en griego, en latín e incluso en alemán, y me abruma la extrema complicación de la mecánica celeste con que Tolomeo y sus sucesores nos vienen castigando desde hace tantos siglos.

—No eres el primero en quejarte, sobrino, por lo que yo sé. Destruir es a veces una buena cosa. ¿Pero qué construirás en su lugar?

—La simplicidad, tío, la simplicidad. La naturaleza no hace nada superfluo, nada inútil, y sabe extraer numerosos efectos de una causa única. En cambio ¿qué han hecho los astrónomos desde el
Almagesto
, con sus adaptaciones, sus paráfrasis, sus comentarios?

¡Recetas de cocina! Un armatoste complicado, compuesto por decenas de esferas de cristal conectadas entre ellas por engranajes absurdos. Yo compararía su obra a la de un hombre que, después de haber reunido en diferentes lugares manos, pies, una cabeza y otros miembros, muy bellos en sí mismos, pero no pertenecientes a un mismo cuerpo y sin la menor correspondencia entre ellos, los juntara para formar un monstruo en lugar de un hombre. ¡Pues bien, no! En lugar de esa construcción deforme que no se tiene en pie más que gracias a mil y un contrafuertes y arbotantes, yo voy a erigir un templo antiguo, un techo, un simple techo sostenido por delgadas columnas. Y en el centro, el tabernáculo. Si Dios es, como yo pienso, el mayor de los arquitectos, no ha construido su casa como un obrero anónimo de las épocas oscuras, sino como Brunelleschi.

—Abrevia, muchacho, y deja de marear la perdiz. Se diría que te da miedo lo que quieres decirme. Yo no soy tu profesor, y menos aún uno de tus alumnos, soy tu tío. ¿Entonces?

—Entonces, sujétese bien al pomo de la silla, y compruebe que tiene los pies bien colocados en los estribos. Porque incluso un buen jinete como usted corre el riesgo de caer al suelo, después de oír lo que voy a decirle. Sí, tengo miedo. En Roma, delante de grandes personajes y de los mejores sabios del siglo, entre ellos mi maestro Domenico Novara, no me atreví a llegar hasta el final de mi razonamiento ni pude formular las conclusiones que se imponían. Y tampoco mi auditorio, como si nos encontráramos frente a un muro invisible que nos impidiera ir más lejos en la dirección de la verdad.

Lucas miraba a su sobrino como si lo descubriera por primera vez. En efecto, Nicolás había abandonado su tono ligero y pedante, y una extraña exaltación hacía vibrar su voz, por lo común tan grave y reposada. Entonces, también el obispo tuvo miedo de lo que estaba a punto de oír, y que creía adivinar como un fantasma entre la niebla.

—Durante largos años —prosiguió Nicolás—, he coleccionado todas las observaciones astronómicas hechas a lo largo de los siglos. He leído y releído a todos los filósofos que trataban el tema. Y hoy, aunque mi alma sigue atormentada por la duda, mi razón, en cambio, se siente segura de haber alcanzado la verdad. Parecerá difícil e incluso increíble; pero, con la ayuda de Dios, haré que resulte más claro que el Sol, por lo menos para quienes no son extraños a las matemáticas.

Hizo una pausa para recuperar el aliento, y aspiró una gran bocanada de aire. Lejos, en el horizonte, se perfilaban sobre su colina las torres y los campanarios del castillo Wawel. Apenas les quedaba una hora de viaje para entrar en Cracovia.

—Mi razón me dice que el Sol está en el centro de todo, en el centro del Universo. Que la Tierra gira a su alrededor, como Mercurio y Venus delante de ella, y como Marte, Júpiter y Saturno detrás. Que la Tierra gira también sobre sí misma, sobre su eje, lo que nos da la impresión falsa de un Sol móvil y de la rotación de las estrellas fijas. Tío, nunca le agradeceré bastante el haberme enviado a Italia. Porque allá abajo he comprendido que la Tierra representa en el mundo el papel de la
tavoletta
utilizada por Brunelleschi cuando descubrió las leyes de la perspectiva. Pero es una ventana móvil. La movilidad del punto de vista es lo que explica los movimientos aparentes de los planetas. Sin embargo, mi alma responde: «¿Quién eres tú, pequeño Copérnico, para revolver de ese modo el Universo y situarte frente a todas las apariencias, a todos los sabios, e incluso frente a las Sagradas Escrituras?». —Luego, al advertir que se había puesto demasiado solemne, soltó una risa breve y añadió—: ¡Uf! Ya me siento mejor. ¡Tengo la impresión de salir de su confesionario, monseñor!

—¡Por la sangre de Cristo, muchacho, no te andas con chiquitas! ¿Has escrito ya algo sobre ese tema?

—Me disponía a hacerlo en Padua, para llevarlo después a imprimir a Venecia, con una hermosa dedicatoria al cardenal Farnesio, cuando…

—¡Eh, Nico! Me parece notar cierto reproche en el tono de tu voz. Si te he pedido que vuelvas, es porque te necesito en la dura partida que vamos a tener que jugar. Pero, por Belcebú, no esperaba encontrarme con un malabarista de planetas ¡un anti-Tolomeo, un nuevo Atlas! Es demasiado gordo, es enorme, es prematuro. Escribe eso, pero no se lo enseñes más que a personas de las que estés seguro. No me parece que el nuevo rey de Polonia pueda echarse una cosa así a la espalda en este momento. ¿No tienes nada más inocente, menos…, en lo que pueda figurar tu nombre?

—Tengo exactamente lo que necesita usted —respondió un Nicolás risueño, al tiempo que extraía de sus alforjas un rollo de papeles atados con una cinta roja.

Era el manuscrito de su traducción al latín de las
Epístolas
de Teofilacto Simocatta. Lucas dejó la brida sobre el cuello de su montura y empezó a hojearlo, aprobando en ocasiones con una mueca, riendo en otras al leer algún pasaje.

—Es perfecto —exclamó al fin—. Hay que publicarlo. Dedícalo a nuestro rey Segismundo.

—No, tío. Por primera vez en mi vida, voy a desobedecerle. Porque es a usted, y sólo a usted, a quien quiero ofrecer este libro.

—Diantre, ¿por qué no? A fin de cuentas, será un acto de buena política. ¿Y qué hacemos con tu historia de que la Tierra gira alrededor del Sol?

—Pensaré en ello, tío, pensaré en ello. Déjeme tiempo. Porque el tiempo, tío, corre a favor nuestro.

Las ceremonias de la coronación dieron a Copérnico ocasión para encontrarse de nuevo con algunas de sus amistades italianas, y no de las menores, porque el cardenal Alejandro Farnesio representaba al papa Julio II ante el rey Segismundo. Nicolás había recibido de su tío la consigna de pasar lo más inadvertido posible, permanecer en la sombra, y escuchar, sobre todo escuchar. El encuentro entre el obispo de Ermland y el cardenal florentino fue muy cordial. Ambos eran tanto hombres de armas como de leyes, y tenían más de un punto en común. Alejandro aceptó complacido la propuesta de Lucas de prestarle a Nicolás durante los quince días de su estancia en Cracovia, para servirle de intérprete al polaco y al alemán. Fue así como el astrónomo asistió a todas las reuniones, a todos los conciliábulos entre los grandes de este mundo o sus embajadores. Nadie prestaba atención a aquel oscuro canónigo que se limitaba a traducir las palabras, a menudo de cumplido, de los interlocutores del legado del Papa; y por lo demás, la mayor parte de las veces se expresaban en latín y no necesitaban sus servicios. Poco importaba, él estaba allí y todas las noches informaba a su tío del tenor de las conversaciones.

Aquel pequeño juego de espionaje estuvo a punto de terminar mal cuando, uno de los últimos días de la embajada de Alejandro Farnesio, éste recibió al gran maestre de la orden de los caballeros teutónicos, envuelto en su gran manto blanco marcado con una cruz negra. Iba acompañado por su hermano, un joven canónigo de Colonia de un parecido estremecedor con el antiguo condiscípulo de Nicolás que años atrás apareciera ahogado en el Vístula, Aquiles Othon. Nicolás se hizo más transparente que nunca, pero disfrutaba en su interior al traducir las súplicas del gran maestre que, en alemán, intentaba obtener del Papa la ruptura de los lazos de vasallaje con Polonia.

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