Read El enigma de Copérnico Online

Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (19 page)

BOOK: El enigma de Copérnico
2.66Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

De pronto la puerta colocada a espaldas de Copérnico se abrió, y una voz familiar se excusó por su retraso. Nicolás, estupefacto, reconoció al barón Glimski. Este lo miró un instante, y de inmediato exclamó en polaco:

—Monseñores, monseñores, ¿ignoráis delante de quién estáis hablando? ¡Delante del sobrino del obispo de Ermland, delante del espía de ese diablo de Lucas Watzenrode, del que se sospecha que fue el envenenador de su majestad Juan I Alberto de Polonia, y toda cuya vida infame está dedicada a la perdición de la santa orden teutónica!

Nicolás saltó de su escabel y aferró a Glimski por el cuello:

—¡Barón, voy a hacerte tragar tus calumnias!

—¿Qué ocurre, señores? —preguntó Alejandro Farnesio—. Os recuerdo que estáis en presencia del legado del Papa.

El gran maestre de la orden teutónica se levantó a su vez y vociferó:

—Es indigno. ¡Es una traición! ¡Informaré de esto a Su Santidad en persona!

Y salió, seguido por su sobrino y por Glimski, que dio un portazo al marcharse. El incidente produjo un gran revuelo. El rey convocó a los dos partidos, y reprendió al obispo de Ermland con bastante tibieza, porque en el fondo le divertía que se hubiera servido de ese modo de su sobrino como espía. En cambio, al enterarse por Lucas de la petición hecha al Papa por el gran maestre teutónico de ser eximido del vasallaje a Polonia, fue mucho más severo con él y exigió que su delegación regresara a su encomienda de Königsberg, después de obligarles a renovar ante los cuerpos representativos su juramento de fidelidad, presentar excusas al legado del Papa y reconciliarse sinceramente con el obispo de Ermland. En cuanto al barón Glimski, Segismundo I no esperó mejor ocasión para arrojar a la prisión al favorito de su difunto hermano y librarse así de un intrigante que lo había traicionado ya en dos ocasiones.

Los últimos días de la ceremonia de la coronación fueron una cadena de banquetes y bailes. Polonia se alzaba al nivel de las naciones más grandes, de Francia, Castilla, Aragón y Portugal. El delegado del Papa, Alejandro Farnesio, dio muestras ostensibles de amistad hacia el obispo de Ermland y su sobrino. Se les vio con frecuencia pasear bajo los peristilos del palacio real, el cardenal entre ambos hombres, dándoles familiarmente el brazo.

—Su Santidad —decía Farnesio— piensa cada vez con más seriedad en una reforma del calendario para ajustar el año a las apariencias. Me parece, querido Nicolás, que su formidable hipótesis podría contribuir a ese fin. Vuelva a Italia conmigo, para trabajar en el tema en compañía con los mayores sabios de esta época. Después de todo, su compatriota Bernard Sculteti acompaña a Giovanni de Médicis. ¿Por qué no podría estar Nicolás Copérnico junto a Alejandro Farnesio?

Copérnico se dio cuenta de que, al otro lado de Farnesio, su tío se había puesto rígido. Tenía que rehusar aquella oferta inesperada. Así pues, contestó:

—En otras circunstancias, me habría arrojado a los pies de vuestra eminencia para probarle mi gratitud. Pero, como ha podido comprobar, abandonar en estos momentos al obispo de Ermland sería para mí una traición que nunca podría perdonarme. La orden teutónica no va a conformarse, y mi país necesita de todas sus fuerzas, incluso las más modestas.

Al decir estas palabras, esperaba vagamente que su tío le diera su bendición y el permiso para marcharse; pero no fue así, y Lucas siguió callado. Todo había acabado. Al día siguiente tendría que volver a encerrarse en Heilsberg, tal vez para siempre.

A lo largo de los seis años siguientes la Liga prusiana, dirigida con mano de hierro por el obispo de Ermland, se enfrentó a los caballeros teutónicos, cuyo nuevo gran maestre era un joven que aún no había cumplido los veinte años, Alberto de Brandenburgo, el antiguo canónigo de Colonia. Hubo pocos incidentes, algunas escaramuzas en las fronteras, que de inmediato el rey de Polonia procuraba calmar con el envío de emisarios. Porque el litigio se había cargado ahora de un odio inextinguible: ya no se enfrentaban los cuatro obispados y las cinco encomiendas, sino dos familias, los Watzenrode-Copérnico de un lado, y los Brandenburgo-Hohenzollern de otro.

Hubo simulaciones de reconciliación para la galería. Durante una de las reuniones de arbitraje, que en esta ocasión se celebró en Danzig, Nicolás supo que el consejero favorito del joven gran maestre teutónico estaba muy enfermo. El médico y secretario del obispo Lucas ofreció entonces sus servicios. Era una iniciativa peligrosa, porque si por desgracia la persona a la que Alberto de Brandenburgo quería como a un padre no sobrevivía a sus cuidados, de inmediato se sospecharía que Copérnico había acelerado su muerte.

Por fortuna, se trataba sólo de un feo absceso en el oído, y el antiguo estudiante de Padua libró de él a su paciente en un santiamén. Alberto de Brandenburgo le dio las gracias con tanto reconocimiento fingido como celo auténtico había puesto Copérnico en su cura. Intercambiaron algunas banalidades sobre Italia, que Alberto había visitado en compañía del emperador Maximiliano, que intentaba recuperar el Milanesado de manos de Francia. Luego el joven elogió la traducción de las
Epístolas
, impresa un año antes en Cracovia, y afirmó haber encontrado la obra «curiosa y divertida». Finalmente, quiso saber si el sobrino de su enemigo trabajaba en alguna otra obra erudita. Copérnico le contestó que había acabado un pequeño fascículo sobre el movimiento de los planetas, pero que no lo había editado porque no podía ser comprendido cabalmente sino por matemáticos y geómetras muy expertos. Brandenburgo aseguró entre protestas que se apasionaba por los fenómenos celestes y que le gustaría poseer una copia. Nicolás prometió enviársela, y se despidió aliviado: una palabra torpe habría podido provocar una catástrofe.

Después de las ceremonias de la coronación, hacía ya cuatro años, Nicolás había ido a instalarse en el palacio episcopal de Heilsberg, y su trabajo de secretario particular del obispo le había dejado muy pocos respiros. Tío y sobrino, con la experiencia de sus respectivas largas permanencias en Italia a treinta años de distancia, compartían la misma ambición: convertir Ermland en una Venecia del norte. Y mientras el obispo multiplicaba los viajes diplomáticos a ducados y principados, para reunir el máximo de partidarios y obligar al rey de Polonia a enviar a la «peste teutónica» contra el Turco, Copérnico, por su parte, estaba enfrascado en el gran proyecto de abrir una universidad en Elbing, una próspera ciudad de Ermland que podría muy bien convertirse en la Padua de Frauenburg. No faltaban fondos para ello, porque la Hansa y las guildas de mercaderes estaban dispuestas a proveerlos. Pero la autorización papal no acababa de llegar.

Es cierto que por esa época Julio II, camino ya de la setentena, guerreaba como un joven
condottiero
contra César Borgia, luego contra Venecia y después contra Bolonia, antes de volverse contra el rey de Francia. Habría que tener paciencia hasta que su sucesor —fuera Médicis o Farnesio— diera el consentimiento preciso. Lo más difícil sería atraer a profesores a los que no asustaran los rigores del clima ni la amenaza teutónica latente. Copérnico había conservado la relación con muchas personas de la Universidad de Cracovia. Allí, el estudio de las artes liberales seguía siendo mal visto. Cualquiera que se aventurara a enseñar el griego era señalado como sospechoso de herejía. Se trataba, por consiguiente, de seducirles, además de con algunas ventajas financieras, con la perspectiva de una mayor libertad de enseñanza, como lo había hecho antes Padua para arrancar a las aulas de Bolonia a sus mejores profesores. Pero, por el momento, mientras no se materializara la bula papal que autorizaría la nueva universidad, era inútil divulgar el proyecto.

Comprendió entonces que tendría que comprometerse en persona, correr riesgos y, en lugar de ofrecer una universidad fantasma, convocar a su lado, en Ermland, a una academia de sabios según el modelo que había conocido en Italia. La academia serviría de base al gran proyecto de la universidad. Pero no sería su traducción de las
Epístolas
lo que le granjearía prestigio, ni el recuerdo ya lejano de sus conferencias romanas. Necesitaba golpear fuerte, impresionar, seducir, escandalizar. Sabía cómo hacerlo.

Un resumen. Bastaría con un resumen. Era inútil, en una primera etapa, entregarles sus cálculos, de los que, por lo demás, aún no estaba del todo seguro. Ya habían aparecido algunas complicaciones en un sistema que él quería de una sencillez cristalina. Después de todo, se dijo, si llegaba a conseguirlo sería con la ayuda de sus futuros lectores.

Puso manos a la obra. Había temido antes de comenzar que se vería obligado a sudar sangre, a arrancar cada palabra como si fuera una astilla clavada en la carne, pero todo fluía de su pluma con facilidad, en un éxtasis del alma que le recordaba en ocasiones la plenitud del goce corporal que sólo había conocido junto a Julia Farnesio.

Empezó por declarar que la manera como concebían los antiguos el curso de los astros no era satisfactoria, porque cada planeta tenía que moverse trazando círculos perfectos y a la misma velocidad. Planteaba después las siguientes hipótesis, en siete breves capítulos: en el primero, afirmaba que no todos los cuerpos celestes se desplazan alrededor del mismo centro. En el segundo, que la Tierra no es el centro del Universo, sino únicamente de la órbita de la Luna. En el tercero, que el Sol es el centro del Universo. En el cuarto, y al escribirlo se sintió dominado por el vértigo, que la esfera inmóvil de las estrellas fijas, la última esfera, está mucho más lejana de nosotros de lo que pensaba Tolomeo. Escribió la palabra «infinito», y la tachó. En el quinto, que la Tierra gira sobre sí misma, sobre su eje, lo que produce la ilusión de una carrera diurna del Sol, de los planetas y de las estrellas fijas. Así pues, no gira el cielo, sino que al moverse la Tierra, todos los astros parecen huir en la dirección contraria. En el sexto, que la Tierra gira, durante un año, alrededor del Sol, manteniendo fijo su eje, lo que explica el desplazamiento anual del astro del día siguiendo el zodíaco. Finalmente, en el séptimo, que si los planetas parecen en ocasiones detenerse o cambiar de dirección, es porque también ellos corren a la misma velocidad que la Tierra en torno al tabernáculo solar.

Releyó lo escrito dos veces, tres veces, más veces aún, tachando una palabra, añadiendo otra, como un pintor que se distancia de su cuadro y luego se aproxima de nuevo para añadir un ligero retoque que sólo él verá. Por supuesto, no demostraba nada, se limitaba a afirmar. ¿Pero tiene que demostrar su obra un artista? Al concluir su pequeño tratado, no pudo impedir extasiarse: «Contempla, lector: treinta y cuatro círculos bastan para albergar toda la danza de los planetas». Por escrúpulo, afirmó como conclusión que dejaba para más tarde las pruebas matemáticas de sus siete hipótesis. Para más tarde, es decir, para su «gran obra».
Magnum opus
… En latín, la fórmula resultaba banal. Pero quien lo tradujera al árabe leería «Almagesto».

Estableció después una lista de corresponsales a los que enviaría su
Breve comentario sobre las hipótesis de Nicolás Copérnico sobre los movimientos celestes
. Luego consultó a su tío sobre otros nombres.

—Ingrato —exclamó su tío, con una carcajada—. Te has olvidado de tu antiguo preceptor.

—Cómo, Sculteti, ese gordo…

Nicolás se mordió los labios: había estado a punto de decir «ese gordo canónigo».

—Te equivocas respecto a él. Posee una gran competencia en esas materias. Fue él quien te inyectó el demonio de las matemáticas, ¿no es cierto? Y además, está muy cerca de los Médicis. Tal vez no tanto como lo estabas tú de una cierta Farnesio, pero cerca en cualquier caso.

—Pienso también enviarlo a uno de mis condiscípulos de Ferrara, Nicolás Schönberg, que sigue allí al servicio del duque Alfonso d'Esté.

—¿Y de su esposa, Lucrecia Borgia? ¡Diablos! ¡La nación de los estudiantes alemanes en Italia hace muchos más estragos que en mi época! Además, el año que viene, si prosperan las negociaciones, su majestad Segismundo de Polonia se casará con una Sforza. Envía también tu
opus
a la prometida, como futuro y leal súbdito. Pero… cuidado, ¿eh?

—Veamos, tío, ya no tengo veinte años. ¿Podrá prestarme a uno de sus copistas? Mi muñeca no soportaría la escritura de esa veintena de ejemplares.

—Un monje no, sobre todo nada de monjes. Sería capaz de ponerse a gritar a los cuatro vientos que son herejías. Puedes recurrir a mi hija Ana. Tiene una letra muy bonita. Sabe el latín suficiente para no hacer faltas, pero no lo bastante para entender el significado de tu texto. Pero… cuidado, ¿eh?

—Respecto a eso, tío, no puedo prometerle nada.

—¿Te he pedido que me lo prometas? Un canónigo digno de ese nombre tiene que tener un ama para atenderlo, ¿no es cierto?

Durante ocho días, Nicolás y Ana trabajaron hombro con hombro. La joven no se contentaba con copiar, sino que a veces pedía explicaciones, desmintiendo así el pronóstico un tanto misógino del obispo. Nicolás, entusiasmado, se convirtió en el más pedagógico de los maestros, y para ello utilizó su talento como dibujante. Cuando ella le preguntó lo que significaban las estaciones y retrogradaciones de los planetas, el astrónomo dibujó rápidamente el pequeño bucle que trazaba el trayecto aparente de Marte sobre el fondo fijo de las estrellas de la eclíptica:

—Ya ves, Ana: el planeta, que normalmente acompaña al Sol en su desplazamiento, se mueve a veces en sentido contrario. Primero se estaciona, es decir que se detiene, luego retrocede y finalmente vuelve a avanzar, como un perro vagabundo al seguir a su amo. Es necesario explicar eso.

BOOK: El enigma de Copérnico
2.66Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Crippled Angel by Sara Douglass
Spice & Wolf I by Hasekura Isuna
Little Girl Lost by Tristan J. Tarwater
The Double Eagle by James Twining
The Scar Boys by Len Vlahos
Day Shift (Midnight, Texas #2) by Charlaine Harris
Beneath The Texas Sky by Jodi Thomas