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Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (16 page)

BOOK: El enigma de Copérnico
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Su mente pasaba sin brusquedades del ensueño más etéreo a la reflexión más minuciosa. Pensaba, por ejemplo, en un grabado de la biblioteca del palacio Farnesio que representaba la ciudad ideal en perspectiva caballera. Era enteramente redonda; todas las calles convergían hacia el centro, una plaza circular en la que se alzaban el templo y el edificio en el que se reunían a deliberar los senadores. Se acordaba también de una iglesia nueva de Roma en la que el altar estaba situado en el centro, y no al fondo de la nave… En medio, en el centro… Y luego Pico della Mirandola, o Ficino, cuyos pasajes se sabía de memoria y los recitaba en el campo desierto, y que repetían una y cien veces que el tabernáculo de Dios estaba en el centro del mundo, y de él emanaba la luz.

—¿Lo entiendes,
Filomena
? —decía a su mula, cuyas largas orejas se alzaban de placer al escuchar la voz tranquilizadora del amo—. Hay una geografía religiosa y una geografía natural. La primera nos dice que Jerusalén está en el centro de la Tierra. Pero ahora se sabe que ni siquiera está en su línea ecuatorial. La otra nos dice que esa Tierra es un globo, y que por consiguiente no puede estar en su centro. De un lado hay una parábola que contiene su propia verdad, y del otro una realidad. ¿Cómo casar las dos?

Un mirlo, desde lo alto de alguna rama de una encina que crecía al borde del camino, pareció parodiar en seis notas melodiosas e irónicas aquel «¿Cómo casar las dos?». Apartándose de sus meditaciones, Copérnico se puso entonces a silbar alegremente. A lo largo del camino el Reno, crecido por el deshielo, parecía acompañarle con un rugido sordo. Y fue un Nicolás de corazón ligero el que entró en Bolonia y marchó directamente a abrazar a Domenico Novara. Su maestro y amigo le dio una buena noticia: Ercole I d'Esté, duque de Ferrara, lo había llamado para hacerle profesor de artes liberales. Novara se disponía a regresar a su ciudad natal, lejos de la sofocante Bolonia, para enseñar griego en aulas semivacías.

—Si puedes esperarme un par de días, haremos juntos el camino.

—Es que…, quiero evitar Ferrara, porque no debo encontrarme con mi hermano Andreas…

—Es absurdo. Eso te obliga a dar un rodeo enorme.

Entonces Nicolás contó cómo se había encontrado en medio de intrigas en las que estaban implicados el Papa, los reyes de Polonia y de Francia, los obispados prusianos, los caballeros teutónicos… Y añadió, ufano, cómo había cedido a las propuestas de la concubina de Alejandro VI, la hermana de su anfitrión. Esperaba ver a Novara alarmado por aquellas revelaciones, pero, muy al contrario, se divirtió mucho al escucharlas, mientras se acariciaba la larga barba que se había dejado crecer desde que Da Vinci la había puesto de moda.

—¡Qué mal conoces Italia, querido Nicolás! A los Borgia, los Médicis, los Sforza, los Farnesio, les importa un bledo Prusia o Polonia, incluso Francia o España. Para ellos no sois otra cosa que bárbaros a los que todos intentan manipular en provecho propio, como Julio César se apoyaba en una tribu gala para someter a otra. Entonces, puedes imaginar la importancia que tendrá para ellos el encuentro de dos hermanos de Thorn o de Cracovia, esos nombres impronunciables. Pero en fin, el gordo Sculteti no se ha equivocado al pedirte que te vayas de Roma. Habría bastado que irritaras un poco a uno de esos grandes personajes ¡y adiós, polaquito! Para que te escueza menos tu herida de amor propio, te aseguro con la mayor solemnidad que nadie metió en tu cama a la divina Julia Farnesio, salvo la propia divina Julia. Mi modesta experiencia en ese terreno me permite garantizártelo.

—¿Modesta de verdad, mi austero y casto maestro?

—¡Nuestros dos días de viaje a Ferrara bastarán para contarte al detalle los raros tropiezos de mi virtuosa vida, malvado canoniguillo polaco que luces aún el pelo de la dehesa!

La travesía de las ricas y fértiles llanuras que separan Bolonia de Ferrara no fue precisamente melancólica, pero tampoco estuvo consagrada en exclusiva a los recuerdos galantes o sentimentales, a menudo muy exagerados, como es costumbre entre los varones. Nicolás intentó exponer el amasijo de ideas que habían brotado en desorden mientras meditaba montado en su mula, entre Roma y Bolonia.

—Perdóname esta imagen trivial, Domenico, pero las ideas confusas que acabo de exponerte, y que tomadas una a una me parecen sensatas, me recuerdan irresistiblemente mi adolescencia en Thorn, cuando pasaba días enteros cortando madera con el hacha. Cuando finalmente, agotado pero satisfecho, contemplaba mi obra, no tenía ante mí más que un caótico montón de leños que dejaba al jardinero para que los amontonase formando un paralelepípedo rectangular casi perfecto. Y volvía a casa rendido, sintiendo en el fondo del alma una vaga amargura por no haber acabado mi trabajo. Pues bien, lo mismo ocurre con todas estas ideas e hipótesis, que se abren en mi pobre cerebro como los tarugos sobre el tajo. Paso por momentos de exaltación, pero cuando se trata de ordenar mis ideas, es decir, de ponerlas sobre el papel, crece en mi interior un cansancio inconmensurable, un disgusto abrumador.

—Pues bien, querido —contestó Novara con una carcajada—, acabas de descubrir el secreto de los pitagóricos: si se negaban a escribir y se contentaban con transmitir oralmente sus descubrimientos, era nada más que por pereza. ¡La pereza, ése es el enemigo!

—¿Cuándo dejaréis, vosotros los italianos, de bromear a propósito de todo? —se enfureció Copérnico, y golpeó con el puño el pomo de su silla de montar—. Te pido que me aconsejes, no que te burles de mí.

—¿Y cuándo dejarás tú, tétrico prusiano —parodió Novara golpeando a su vez el lomo de su mula—, de arrojarte sobre todos los temas sin dejar espacio siquiera para una sonrisa? Se diría que no has leído nunca a Platón, y nunca te has dado cuenta de que Sócrates, para ayudar a nacer las ideas, utilizaba la ironía como el mejor instrumento. Piensa también en Luciano de Samosata. La ironía, Nicolás, es una duda constructiva. Es una fuerza de creación y de reflexión, frente a las certidumbres, las predicciones y los axiomas que esgrimen quienes alardean de saber sin haber aprendido nunca nada. Hay dentro de ti algo grande, gigantesco incluso, que se esfuerza por emerger. Pero antes es necesario que te desnudes de todos los prejuicios. Mira a nuestro alrededor esta llanura que se prolonga hasta el infinito. Mira a esos campesinos, allá lejos, inclinados sobre la tierra. Cuando se incorporan, ¿cómo perciben el mundo, si es que su trabajo les da el tiempo suficiente para percibirlo? Para ellos, la tierra es plana. Al amanecer, dicen: «El sol se levanta». En el crepúsculo: «El sol se acuesta». Se quejan de las miserias de «aquí abajo» y dirigen sus plegarias al cielo, «allá arriba», para que Dios les dé remedio. Un mundo horizontal, un mundo vertical, un mundo chato, sin volumen. Un gnomon. Tales son las apariencias. Pero cuando van a la iglesia de su aldea, suponiendo que un discípulo de Ucello necesitado de dinero haya pintado en ella un fresco, ¿crees que esos pobres diablos se dejan engañar mucho tiempo por el efecto de perspectiva de la pintura? Un instante, tal vez, como cuando colocas a un gatito delante de un espejo. Pero muy pronto nuestro campesino se da cuenta de que el fresco es una superficie lisa, sin profundidad. La perspectiva no es más que una ilusión, pero salva las apariencias. Refleja la realidad, en su armonía y su belleza. También el sistema de Tolomeo salva las apariencias, pero de una forma fea y falta de armonía.

¡La perspectiva! Aquella palabra fue como una iluminación en la mente de Copérnico.

—¡La perspectiva! ¡Por supuesto! ¡Gracias, maestro! ¡Me siento como Arquímedes al sumergirse en su bañera! —enfatizó Nicolás.

—¡Muy amable por tu parte, compararme con una bañera!

—Al relegar el orbe del Sol al lugar de los planetas vagabundos, detrás de la Luna, Venus y Mercurio, Tolomeo comete un grave error de perspectiva, o por lo menos se lo atribuye al artista supremo, al Creador. Me hace pensar en los cuadros antiguos cuyo autor, para representar al rey o a Cristo en un tamaño mayor que el de los demás personajes, se resignaba a colocarlo, no en el centro, sino a un lado de la escena. Es cierto que las apariencias, los eclipses, nos muestran que el astro del día está detrás de la Luna, Venus y Mercurio. ¡Detrás o encima, qué importa! ¿Pero qué absurdo, qué rasgo insensato de su pincel, llevaría al Gran Artista a colocar esa inmensa fuente de luz y de vida, su tabernáculo, delante o debajo, lo mismo da, de esas otras tres pequeñas estrellas errantes que son Marte, Júpiter y Saturno?

—Deja a un lado el hacha, valiente leñador, y coloca en orden tu leña. Desde luego, es un trabajo menos exaltante, mucho más oscuro. Pero tú mismo, cierta noche de ocultación de un astro, me hablaste de las tablas astronómicas. Pues bien, retoma todas las observaciones, todas las efemérides de tus predecesores jónicos o alejandrinos, sin olvidar por supuesto a Tolomeo, ni a los árabes, ni las tablas alfonsinas compiladas por mandato del rey Sabio, Alfonso X de Castilla, y así sucesivamente hasta llegar a los modernos, Regiomontano, Waltherus y yo mismo, si te apetece. Colecciónalas, clasifícalas, amontónalas. Olvida toda búsqueda de la armonía, olvida toda metafísica, olvida a Dios incluso. No has de ser sino cifras, números, figuras, no has de ser sino geometría. Y luego, una vez concluido ese trabajo de hormiga, tal vez te atreverás por fin a expresar lo que llevas en el fondo de ti mismo y que te parece tan pesado. Advierte que he dicho «tal vez».

Una pregunta quemaba los labios de Nicolás, pero no pudo formularla porque le pareció tan mortífera como un estilete muy aguzado: «¿Por qué yo, Nicolás Copérnico, y no tú, Domenico Novara?». También el viejo astrónomo se la planteaba, sin duda. Guardaron silencio hasta entrar en Ferrara.

Tan pronto como se hubo instalado en el albergue, porque no quiso aceptar la hospitalidad de su maestro para dejar claro que sólo estaría de paso en la ciudad, Copérnico se dirigió al recinto de la facultad, al pabellón en el que se reunía la «nación alemana». Acudió allí para encontrarse con Andreas, transgrediendo así la prohibición formal de su tío transmitida por Bernard Sculteti. Le indicaron el alojamiento de los prusianos y los polacos. Abrió la puerta de un dormitorio y dio un paso atrás ante el olor fétido a pies, a sudor seco y a col hervida. Dos estudiantes se acercaron a él con una especie de solicitud que le pareció más sorprendente que halagadora. El de más edad de los dos tenía una forma de cabeza que le recordó a alguien. Fue preciso que se presentara con el nombre de Nicolás Schönberg para que Copérnico recordara que formaba parte de su grupo de juerguistas en Cracovia, e incluso que les había acompañado en su desastrosa expedición de carnaval. Un recuerdo más bien desagradable, que le hizo reprimir a duras penas su reticencia ante aquel testigo de un pasado del que estaba lejos de sentirse orgulloso.

Mientras, el más joven empezó a gritar a los cuatro vientos:

—¡Eh, muchachos, venid todos! ¡Es Nicolás Copérnico! ¡El Ficino de Thorn, el Pico della Mirandola polaco, el Da Vinci prusiano!

Copérnico frunció el entrecejo. ¿Qué significaba aquella mascarada? El llamado Schönberg comprendió su malestar y dijo a su joven condiscípulo:

—Giese, por favor, un poco más de discreción. Y vosotros, volved a vuestros sitios, nuestro compatriota no va a darnos una conferencia nada más llegar.

Los estudiantes, algunos de los cuales habían bajado ya de su cama o se habían levantado de la mesa en la que trabajaban para acercarse al recién llegado, obedecieron sin rechistar. Schönberg, con una franqueza llena de autoridad, tomó a Copérnico del brazo y se lo llevó fuera del dormitorio, hasta una pequeña estancia sin más mobiliario que una mesa y dos taburetes, con las paredes cubiertas de máximas, proverbios y dibujos que representaban paisajes o retratos. Entre estos últimos, Copérnico se sorprendió al ver un autorretrato que se había divertido en trazar durante su estancia en Bolonia.

—Veo que mira su retrato, señor —dijo Schönberg—. Fue su hermano Andreas quien lo regaló a nuestro pequeño grupo. No escatima los elogios respecto a usted. Gracias a él, conocemos todos los pormenores de las conferencias que ha dado en Roma ante areópagos de grandes personajes y sabios eminentes. Nos ha leído incluso los resúmenes de los debates. Ahora comprenderá por qué nuestro joven e impetuoso compatriota Tiedemann Giese se ha erigido hace un momento en su heraldo. Perdónele, porque usted se ha convertido en nuestro modelo y nuestro orgullo.

Copérnico estuvo a punto de enrojecer de cólera. Apretó los puños y rugió:

—¿Dónde está Andreas?

Schönberg quedó confuso ante aquella pregunta.

—Marchó la semana pasada a Roma. Su enfermedad empeoraba. Supo que allá abajo los médicos han encontrado remedios radicales, basados en el mercurio. Mercurio contra… Venus, ya ve.

Copérnico permaneció impasible. Su estancia romana le había enseñado a ocultar sus sentimientos.

—Andreas tiene una constitución sólida —se contentó con responder—. Saldrá de ésta. Quiero seguir viaje a Padua tan pronto como pueda. Pero no lo haré sin dar las gracias a mis compatriotas por su recibimiento. ¿Cuántos sois?

—Doce. Sus doce apóstoles, señor Copérnico.

Nicolás se abstuvo de responder que, con su hermano, habrían sido trece: ¿le tocaría a Andreas el papel de Judas?

—Muy bien, os invito a compartir el pan y el vino esta noche, si os parece bien, en el mejor albergue de la ciudad.

La invitación surgió espontáneamente, sin cálculo, sin saber que su tío Lucas había hecho lo mismo un cuarto de siglo antes, cuando se dirigía de Bolonia a Padua pasando por Ferrara. Aquello le había permitido constituir una sólida clientela que, de regreso a su país, hizo de él el jefe indiscutido de la Liga prusiana, y le dio su pleno apoyo cuando el rey de Polonia hubo de nombrar un nuevo obispo de Ermland.

Nicolás partió al día siguiente hacia Padua. Allí se inscribió también en la nación alemana, pero dejó para más tarde el encuentro con los estudiantes polacos y prusianos. Sculteti le había dado una dirección en la que podría encontrar alojamiento. Se trataba de la sucursal paduana de la banca de los Médicis, lo que no tenía nada de sorprendente, porque el diplomático canónigo estaba adscrito al servicio del cardenal Giovanni de Médicis, segundo hijo de Lorenzo el Magnífico. Lo que sí le sorprendió más, fue ver que le esperaba, en el apartamento que habían acondicionado para él en el desván, aquel gigantesco Radom que le había servido de criado y de escolta en el viaje de Polonia a Italia, seis años atrás. Intentó interrogarlo sobre la razón de su presencia, pero el gigante se limitó a contestar que no hacía sino obedecer órdenes del obispo de Ermland. El mensaje del tío Lucas que le entregó el coloso no aportó mucha más información, salvo que tenía que estar preparado para volver a Polonia en cualquier momento, porque se avecinaban grandes acontecimientos. Por lo demás, el obispo apremiaba a su sobrino a obtener lo más rápidamente posible el doctorado en derecho canónico, sin el cual nada podía hacerse.

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