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Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (12 page)

BOOK: El enigma de Copérnico
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Abrió Su escritorio, colocó en él la carta bien lisa y puso encima la plantilla, cuidando de hacer coincidir las esquinas de las dos hojas. En los huecos de la plantilla, recortados en forma de rectángulos de mayor o menor longitud, aparecieron otras frases, abreviadas. Lucas le pedía que intercediera ante el papa Borgia para que éste ordenara a los caballeros teutónicos unirse a las tropas del rey de Polonia para combatir a los otomanos en Moldavia. Pedía también a su sobrino que aprovechara el año jubilar y los numerosos apoyos con los que contaba en Roma para obtener una audiencia privada del papa Alejandro VI.

Los dos años pasados por Nicolás junto a su tío antes de su marcha a Italia lo habían instruido en las sutilezas y las brutalidades de la política. Le tocaba a él suplicar al Papa que mandara a la orden teutónica acompañar a Polonia en la guerra contra el Turco. ¿Pero…, y Andreas? ¿Qué hacer con él? Con su conducta, correría el riesgo de comprometer una negociación muy delicada. El año próximo, Andreas cumpliría los treinta. Por lo menos no haría falta llevarlo de la mano para matricularlo en la facultad. ¿Pero quién pagaría?

Maldiciendo el tiempo perdido que le obligaría a retrasar la fijación de sus cálculos sobre la ocultación de Aldebarán, tomó la pluma y, cuidadosamente, escribió en los huecos de la plantilla su respuesta codificada a su tío. Luego tuvo que componer con esas palabras que flotaban sobre el folio aún casi virgen una carta más o menos coherente, en la que no se privó de quejarse de la presencia molesta de su hermano. Aquello le llevó toda la tarde y buena parte de la noche. Cuando el ama le anunció que la cena estaba servicia, y que su maestro y Andreas lo esperaban, rehusó bajar y pidió que le sirvieran una sopa y pan, encantado en el fondo de sí mismo de desobedecer a su insistente tutor. Tan pronto como hubo acabado su tarea, se dejó caer en la cama y se sumió en un sueño pesado. Aldebarán tendría que esperar.

Por la mañana, un poco inquieto, entró en el gabinete de trabajo de su maestro.

—Tienes un hermano encantador y lleno de ingenio —le dijo Novara—. Pasé una velada muy agradable oyéndole contar sus aventuras ibéricas. ¡Qué contraste con el carácter seco y taciturno de su parentela! ¡Lástima que no quiera estudiar el griego!

Nicolás sintió una punzada de celos.

—Si me lo permite, maestro, tengo que hablar con él.

—No lo encontrarás aquí. Se ha ido a matricular de derecho canónico. Me ha parecido que tenía mucha prisa por conseguir su diploma para volver cuanto antes a vuestro país a hacerse cargo de sus funciones de canónigo. Mucha más prisa que tú, en todo caso. ¿Cómo van los cálculos sobre la ocultación de la noche pasada?

Copérnico confesó que no había podido dedicarse a ellos, porque había estado ocupado en la contestación a su tío. El maestro preguntó:

—¿Has pensado por lo menos en mandarle mis recuerdos? Despacha entonces la carta, y vuelve pronto. Tenemos trabajo.

Nicolás fue a buscar a Radom, le entregó la misiva y le ordenó que se pusiera en camino lo antes posible. No estaba descontento de librarse por ese medio de aquel bruto patibulario, que desentonaba demasiado en su dulce entorno italiano. Después, mientras con Novara daba expresión matemática a sus observaciones astronómicas de la noche anterior, lo olvidó todo: a su hermano y a su misión en Roma. Se sumergió en el
Epítome del Almagesto
, en el que Peurbach y Regiomontano habían dado a Europa la primera síntesis rigurosa de la astronomía tolemaica, y señalado los fallos del sistema. La biblioteca de Novara era extremadamente rica. Nicolás descubrió allí los trabajos de los astrónomos árabes y persas, en traducciones recientes al griego y el latín hechas por sabios cristianos que habían viajado a Persia. Se sintió profundamente impresionado. Por ejemplo, el príncipe árabe cuyo nombre, al-Battani, fue latinizado como Albategnius, había determinado, en sus
Tablas sabeas
, la posición del orbe solar con más precisión que Tolomeo. O bien aquel Ibn al-Haytam, alias Alhazén, que, en sus
Dudas sobre Tolomeo
, se había atrevido a criticar la utilización del ecuante. O también Ibn al-Shatir de Damasco, que construyó una teoría lunar y planetaria totalmente concéntrica, aceptable desde el punto de vista de la mecánica y libre de la engorrosa maquinaria del ecuante y otros epiciclos. Cuanto más avanzaba en su búsqueda Copérnico, más invadido se sentía en su interior por algo extraño, poderoso y terrible a la vez. Sentía que a aquel edificio le faltaba algo, algo que su boca no sabía expresar.

Andreas volvió unos días más tarde, metamorfoseado, juvenil y encantador como nunca. Se había matriculado en derecho canónico y retórica, entre los miembros de la nación alemana, y ya había hecho algunos amigos con los que iba a compartir casa y mesa. Y desapareció. Durante el siguiente semestre, los dos hermanos sólo se vieron esporádicamente, en los pasillos del colegio o en un curso al que el hermano menor acudía con menos frecuencia que el mayor. Nicolás llegó a la conclusión de que los estudiantes con los que había hecho amistad su hermano eran personas sensatas, y no intentó averiguar más; rechazó una invitación a unirse a ellos para el banquete de fin de año, y se contentó con enviar a su tío, por los medios ordinarios, una carta tranquilizadora. Y eso fue todo, porque todas sus energías las volcó en el estudio de la astronomía.

Nicolás consiguió sin ninguna dificultad su título de maestro en artes. El capítulo de Frauenburg tardaría aún en acoger a su nuevo canónigo: su tío consiguió una nueva dispensa de tres años antes de ocupar su cargo.

En el mes de septiembre de 1499, Novara y Copérnico viajaron a Roma para preparar su estancia del año siguiente, el del jubileo, en previsión de una gran afluencia de peregrinos de toda la Cristiandad a la ciudad santa. El maestro, que había convertido a su aventajado discípulo en su ayudante personal, deseaba detenerse algún tiempo en Florencia, con el fin, decía, de presentarle a algunos de los mayores talentos del siglo que estaba a punto de concluir. Además, debía entregar allí algunos almanaques astrológicos que le habían sido solicitados a través de la universidad, y que consistían en un calendario de las fases de la Luna y de una lista de días favorables y días nefastos.

Llegaron a Florencia a finales del mes de septiembre. El clima templado de la Toscana, la ligereza perfumada del aire otoñal, eran tales que Nicolás se prometió a sí mismo no regresar nunca a Prusia ni a Polonia. Allí debían de estar cayendo ya las primeras nieves. Se sentía italiano, asombrado pese a todo por no tener la menor nostalgia de su país natal ni de quienes tal vez lo estaban esperando allí.

La próspera ciudad se había repuesto de sus revueltas populares, y el monje Savonarola había muerto en la hoguera el año anterior. En cuanto a los antiguos amos de la república, los Médicis, se habían visto obligados a refugiarse, llevándose con ellos su inmensa fortuna, primero junto al rey de Francia y después con el papa Borgia, encantado de ver difundirse aquel maná por sus Estados y en particular entre su parentela. Los artistas y los poetas, los filósofos y los geómetras se inquietaron por un momento al verse sin protectores, pero muy pronto se tranquilizaron: las poderosas familias florentinas, oprimidas hasta entonces por los Médicis, supieron retenerlos. Porque un pintor o un ingeniero de renombre tenía, en aquel tiempo bendito, tanto valor, en Italia, como un ejército o como los tesoros de la India. Como los nuevos mecenas no tenían la inteligencia ni el gusto de un Lorenzo el Magnífico, nombraron de entre ellos a un gonfaloniero de Justicia con plenos poderes para ocuparse de la política en nombre de todos. El designado tenía como principal mérito el de contar con un secretario de una treintena de años, pensador sutil, que había de ser para los negocios públicos lo mismo que había sido Erasmo para el individuo: Nicolás Maquiavelo, el mismo que inventó, al referirse a Savonarola, el apelativo terrible de «fanático», y que permitió a la República preservar la
liberta
tan cara a los florentinos y a sus numerosas academias.

A una de ellas condujo Novara a Copérnico, la academia de Linceo. Un nombre prometedor, porque aludía al del héroe de los argonautas cuya vista penetrante era capaz de traspasar incluso la bóveda estrellada y el fondo de la Tierra y de los abismos.

El edificio era una construcción de apariencia modesta. En el frontispicio de un porche cerrado estaba esculpido en bajorrelieve el símbolo de Pitágoras y de Hermes Trismegisto: en el centro de una pirámide, una cruz coronando un círculo. A uno y otro lado, como vigilando ese emblema, dos linces de perfil. Debajo, en caracteres griegos, la misma inscripción que en la entrada de la antigua Academia de Platón: «Nadie entre aquí si no es geómetra».

Novara golpeó tres veces la puerta con el pesado aldabón en forma de cabeza de lince, y repitió dos veces más la operación. Finalmente se abrió una mirilla y apareció en ella una cabeza. Entonces el astrónomo susurró, esta vez en latín:

—¡Nadie entre aquí si no es geómetra!

La puerta se abrió de par en par para dejar pasar a los dos hombres, que tenían de la brida a sus caballos, y al criado que tiraba de la mula cargada con el equipaje. Mientras que, bajo la bóveda del porche, sus monturas y el servidor giraban a la derecha hacia las cuadras, los dos viajeros siguieron al viejo portero, algo jorobado, y pasaron a un claustro lleno de luz. En el centro brotaría, de un globo terrestre sostenido en alto por Atlas, un alegre chorro de agua que se dispersaba en el aire como una flor plateada. Siguieron el peristilo jalonado por las estatuas de los dieciséis argonautas citados por Apolonio de Rodas, entre los que destacaba, mayor en tamaño incluso que la de Hércules, la de Linceo, con una esfera armilar en una mano y un astrolabio en la otra.

—Y bien, Domenico —dijo un Copérnico risueño a Novara, mientras subían la escalera que llevaba a sus habitaciones—. No me has traído a una academia, ¡sino a un templo pagano! ¿Es verdaderamente decente que el piadoso canónigo de Frauenburg se aloje en este lugar? ¿Quieres arrojar mi alma a la gehena para la eternidad?

Durante su viaje, de común acuerdo, los dos hombres habían decidido tutearse, hablar en toscano y llamarse por sus nombres de pila. No eran ya maestro y discípulo, sino sencillamente dos amigos.

—Eres un zarrapastroso campesino polaco —respondió Domenico en el mismo tono—. Cuando salgas, todo tembloroso, de la reunión a la que voy a llevarte el sábado, no acabarás nunca de implorar a tu san Estanislao y a todos tus iconos.

La academia de Linceo aparecía desierta, a pesar de que Novara estaba seguro de que era el día de su sesión semanal. El portero no pudo o no quiso explicar aquello, de modo que se marcharon.

Al día siguiente, Novara se sintió demasiado cansado para filiar a su compañero por aquella ciudad que tan bien conocía. Copérnico se resignó a pasear a la ventura, y no quedó decepcionado. Porque sólo a la ventura era posible descubrir Florencia, como sólo a la ventura se descubre la libertad.

Al volver lleno de animación, pasó delante de la academia. Las puertas estaban abiertas, y el peristilo del claustro abarrotado de gente. Algunos incluso se habían sentado en el césped del jardín central, como personas que tomaran el fresco. Nicolás buscó a Novara en aquella multitud de una cuarentena de individuos, y acabó por verlo enzarzado en una animada discusión con algunas personas vestidas a la última moda, con colores vivos que contrastaban con sus barbas blancas y su aspecto venerable y docto. Pasó ante él un hombre de una treintena de años, alto y delgado, que parecía observar aquella asamblea con un distanciamiento divertido. Algo en su actitud revelaba en él a un estudiante.

Nicolás había observado que en Florencia la gente se abordaba sin preámbulos. Forzando un poco su acento prusiano para justificar de antemano una posible torpeza, se presentó como ayudante de Novara y preguntó en latín la razón de aquella asamblea. El otro sonrió levemente y contestó:

—Entonces, aquí tenemos al sobrino del famoso obispo de Ermland. Novara me ha hablado de usted hace unos instantes. Tranquilícese, lo que me ha dicho es: «Vuestra eminencia…».

—¿Vuestra eminencia?

—¡Ah, disculpe! No me he presentado: Alejandro Farnesio…

¡Un cardenal! ¡Y de uno de los más elevados linajes romanos! Maquinalmente, Copérnico se inclinó y se dispuso a tomarle la mano para besar su anillo. Con un gesto, Farnesio lo retuvo.

—¡Deje eso, señor Copérnico! Sólo estoy aquí como compañero de Pitágoras, venido como los demás para honrar la memoria del gran Ficino.

—¿Marsilio Ficino ha muerto?

—Anteayer, a dos leguas de aquí, en la villa que le había ofrecido Lorenzo de Médicis. Sus funerales se han celebrado esta mañana, mientras usted vagabundeaba por las calles intentando certificar que las florentinas son las mujeres más bellas del mundo. Pero le prevengo contra esa leyenda, señor Copérnico. Cambiará de opinión cuando esté en mi ciudad natal. Las romanas, querido mío…, a no ser que prefiera sus Venus nórdicas. Mi padre me decía de las polacas: «Cuando las invitas a sentarse, ¡se acuestan!». ¿Es cierto?

—Mi tío, monseñor el obispo de Ermland, me decía lo mismo de las italianas, vuestra eminencia —replicó Nicolás de inmediato.

—Olvide las eminencias, querido señor. Y será mejor que sigamos a nuestros amigos a la sala de reuniones, para rendir homenaje al hombre que resucitó a Platón y a Hermes Trismegisto.

El cardenal Alejandro Farnesio tomó familiarmente a Copérnico del brazo. Nicolás estaba exultante, porque notaba muchas miradas cargadas de envidia fijas en él. Al mismo tiempo, pensaba en Ficino. Novara le había prometido llevarlo a aquella villa de Careggi en la que Cosme de Médicis había hecho renacer para el filósofo la antigua academia de Platón. ¿No era más que una coincidencia su llegada a Florencia y el fallecimiento de aquel gran hombre? Como si estuviera escrito en los astros que no debían encontrarse, como si su propio destino, el de Nicolás Copérnico, tuera el de sucederle, y de suceder también a Novara e incluso al Perugino, cuyos retratos de Sócrates, de Pitágoras y otros sabios paganos figuraban junto a los de Noé, Moisés, los Profetas y Pablo, encaramados a los cimacios de la gran sala de reuniones en la que acababan de entrar. Farnesio se soltó de su brazo y Copérnico comprendió que debía ir a sentarse al fondo, mientras el cardenal se instalaba en la primera fila, delante del estrado.

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