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Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (9 page)

BOOK: El enigma de Copérnico
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Nicolás había esperado ser recibido por un anciano encogido y envuelto en su batín, de ojos lacrimosos detrás de sus lentes, a fuerza de escudriñar pergaminos y de observar el cielo. Así se imaginaba a quienes tenían por oficio trazar los mapas geográficos y fabricar instrumentos de medición. Una opinión que se confirmó cuando una criada jorobada y coja lo introdujo en un gran edificio que olía a limpio y a cera, en una calle que desembocaba en la plaza en la que estaba su albergue. Le condujo hasta el patio trasero, casi enteramente ocupado por una larga nave de ladrillo y dominado por una chimenea alta como la de las forjas o los obradores.

Se sorprendió, y de inmediato se sintió empapado de sudor. En aquel mediodía canicular, entró en una larga estancia sin divisiones en cuyo extremo, en un hogar, una marmita ennegrecida parecía a punto de explotar, alimentada por un fuego muy vivo. A un lado se amontonaban herramientas diversas, escuadras, rollos de papel. En el centro chirriaba un torno, accionado mediante un pedal por un hombre semidesnudo que le daba la espalda. Una espalda ancha, musculosa y peluda. Martin Behaim se dio la vuelta cuando le anunciaron a su visitante. Iba vestido únicamente con un calzón de tela basta de color gris, y un delantal de cuero, como los de los herreros. Su rostro quedaba oculto por una amplia barba en abanico, muy oscura aunque atravesada por algunas mechas plateadas. Bajo las cejas tupidas lo miraban unos ojos de color verde esmeralda, relucientes hasta dar miedo. Se levantó de su taburete, se limpió las manos sucias de hollín en el delantal y sacudió con vigor las de Nicolás.

—¿De modo que tú eres el famoso Copérnico? No te asombres, el viejo Brudzewo se ha deshecho en elogios… Según él eres un pozo de ciencia, un prodigio capaz de jugar con Euclides como un malabarista con sus bolas. ¡Un nuevo Pitágoras, un Tales resucitado!

Copérnico intentó protestar con modestia. Estaba estupefacto al saber que su maestro había hablado así de él, nada menos que en Nuremberg. Desde luego, era consciente de sus aptitudes en esos campos y en otros, pero pensaba que en definitiva estaban en proporción con el nivel bastante mediocre de la universidad polaca. Mientras Behaim evocaba sus encuentros y su correspondencia con Brudzewo y con otras personas cuyo nombre desconocía Nicolás, atrajo su atención un extraño objeto colocado sobre una mesita en un ángulo de la estancia: una esfera de un codo de diámetro, atravesada por un eje y pintada de colores vivos.

—¿Estás mirando mi globo? —preguntó Behaim, sin molestarse al ver que el bachiller había dejado de escucharlo.

—Sí, me preguntaba…

—¡Pues es la Tierra, señor Copérnico, nuestra madre la Tierra!

Sin pedir permiso, Nicolás se puso en pie y se acercó a la esfera. Sí, era la Tierra. En ella estaba dibujada la Cristiandad, con las banderas de cada una de sus naciones, y España lanzando su león ibérico hacia el mar tenebroso; debajo, África y sus animales fabulosos, y a lo largo de sus costas las oriflamas portuguesas…

—¿Puedo…? —pidió Nicolás, encogido por una timidez que tenía todas las características de un terror sagrado.

—¡Adelante! Hazla girar, está hecha para eso. Ese eje es una invención mía de la que me siento muy satisfecho, porque los globos hechos por mis colegas eran fijos, y por tanto difíciles de manipular. Por lo demás…

Con precaución, Copérnico posó el dedo índice, al azar, muy arriba, en la bahía de Danzig. La gran esfera empezó a pivotar poco a poco sobre sí misma, bajo su arco de círculo graduado: Tierra Santa, el reino supuesto del Preste Juan, las Indias, Catay, el océano de nuevo con sus islas Antillas y el archipiélago de San Ronán, y Europa quedó de nuevo situada debajo de su dedo.

—Por lo demás —prosiguió Behaim, muy divertido por el asombro extático de su visitante—, sólo lo guardo como un recuerdo de mi estancia en Lisboa, porque no es en absoluto verídico.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Si lo permites, tengo mucho apetito. ¿Compartirás mi desayuno? Pero antes me pondré un vestido un poco más decente. Mientras tanto, puedes consultar esto. Son las tablas astronómicas de mi difunto maestro Johann Müller, cuyo nombre latino es Regiomontano. Puedes quedártelas, tengo tantas copias que no sé qué hacer con ellas. Se las ofrezco a todos mis visitantes.

El almuerzo fue delicioso y estuvo muy bien regado. Nicolás sólo lamentó que la col fermentada y cortada en tiras finas no estuviese acompañada más que por cordero y pollo, en lugar de cerdo, como él prefería. También se asombró de que el dueño de la casa no recitara el menor bendícenos Señor ni trazara la señal de la cruz sobre el pan antes de partirlo para los demás comensales. Porque, además de la joven esposa de Behaim, menuda, de ojos enormes y rasgos extraordinariamente finos, que el geómetra se había traído seis años antes de Portugal, también se sentó a la mesa un hombre de aproximadamente la misma edad que Copérnico, con barba y larga cabellera rubia, y que parecía abrumado por una tristeza infinita. Aquel Alberto Durero, grabador de oficio, hablaba poco y sentía por Behaim una ternura filial no exenta de una ironía amable.

—Ay, señor Copérnico, usted tampoco se librará —suspiró cómicamente cuando su anfitrión, ante las preguntas de Nicolás, se dispuso a contar la historia de su globo terrestre y algunas otras de sus aventuras y peregrinaciones.

Unos quince años antes, Martin Behaim era conocido en la Cristiandad como el principal discípulo del maestro indiscutido de la geometría y de la astrología, el difunto Regiomontano de Nuremberg. A ese título el infante de Portugal, el futuro Juan II el Perfecto, lo llamó a su lado, para lanzarse de nuevo al asalto del paso por el sur de África que conduciría a las Indias.

—Lisboa era entonces la nueva Jerusalén. Sajones, bávaros, florentinos, venecianos, genoveses, normandos, maestros de obras, geómetras, banqueros… ¡Ah, inventábamos los mejores procedimientos para la navegación, alegres, con las palabras de todos los reinos del mundo, en una feliz torre de Babel! Y las mujeres, ¡ah, las mujeres! Por supuesto, todos sus maridos estaban en el mar. Oh… Disculpe, Umbellina.

—Naõ faz mal, Martin
—respondió la esposa de Behaim con una sonrisa infantil puntuada por un guiño malicioso.

Luego Martin Behaim también se hizo a la mar, a su vez. Bordeó las costas de África y se adentró en un río que creía que era el paso hacia las Indias. En vano. Su carabela, mandada por el capitán Diogo Cao, regresó a Lisboa. Durante varios años trabajó con dos genoveses, los hermanos Colón, trazando mapas y portulanos. El mayor de los dos hermanos, Cristóbal, pidió a Behaim que construyera aquel globo para demostrar al rey Juan que, entre el oriente de Asia y el occidente de Europa, no había más que un mar muy pequeño, y que cruzarlo sería mucho más fácil que buscar un hipotético paso por el sur de África.

—Ese globo que tanto has admirado hace un instante es una mentira, querido Copérnico. Redujimos los grados de Tolomeo, alargamos considerablemente África, inventamos las islas de Antilla y Cipango, para mejor convencer al monarca de que fletase navíos con los que poder hacer la travesía.

Pero las cosas no ocurrieron como habían previsto. Juan II dudó hasta un día en que convocó a Colón y Behaim. Uno de sus marinos, Bartolomé Dias, acababa de regresar a Lisboa con la mayor discreción: había descubierto el pasaje hacia el este. ¿Para qué, por tanto, lanzarse a una peligrosa expedición hacia poniente? Colón se fue entonces a ofrecer sus servicios a la reina de Castilla. En cuanto a Behaim, como todos los demás cartógrafos y geómetras extranjeros, se convirtió en sujeto de desconfianza en Portugal, al sospecharse, no forzosamente sin razón, que vendía portulanos cada vez más precisos a otras potencias rivales, en particular Castilla y Francia. Se le prohibió salir del país, pero finalmente consiguió huir clandestinamente y regresó a su ciudad natal de Nuremberg.

—¿Pero por qué no siguió a Colón? —preguntó Copérnico.

—Porque las personas de mi raza, querido amigo, incluso los convertidos a Cristo, no somos bien vistos en la nación de Isabel la Católica.

Hubo un silencio un poco embarazoso que Durero acabó por romper:

—¿Cuándo seguirá usted su viaje a Italia, señor Copérnico?

—Caramba, pensaba prolongar mi estancia aquí. Esta ciudad es tan bella…, y sus habitantes tan hospitalarios y tienen tantas cosas que enseñarme.

—Figúrese —dijo entonces Behaim— que Alberto y yo tenemos que viajar, él a Padua y yo a Roma. Saldremos dentro de dos semanas. A menos que nuestra compañía te resulte importuna…

Fue así como un hermoso día de agosto de 1496, Nicolás Copérnico, Alberto Durero y Martin Behaim, después de cruzar el puerto montañoso del Brenner y descender a lo largo del valle del Adigio, entraron en Verona. El viaje había sido para Nicolás una constante maravilla. Alberto Durero, el bello taciturno, hablaba más con su carboncillo que con la boca. De camino, a pesar del movimiento de su montura, bosquejaba sin parar fragmentos de paisaje en sus cuadernos: montañas, ríos, cabañas que parecían más reales que su modelo. Intimidado ante aquel maestro, Copérnico no se atrevía a sacar sus propios lápices, de los que antes tanto se había servido. Cuando paraban para pasar la noche, Durero dibujaba los rostros de los clientes del albergue. Luego se dedicó a retratar a Copérnico. Lo representó en la forma de un ángel, sentado, sumido en una terrible meditación y contemplando diversos instrumentos de geómetra y rollos de pergamino, con un perro acostado a sus pies que no se sabía si dormía o estaba muerto. ¿Cómo aquel hijo de un orfebre de Nuremberg había sabido encontrar la verdad profunda de un hombre al que apenas conocía? Un ángel pintado a su imagen parecía presa de vértigo ante la inmensidad de los misterios y de los secretos del Universo que debía aún desvelar.

—¿Por qué me has pintado tan triste, Alberto? ¿Soy en realidad un compañero tan siniestro?

—Triste no, Nicolás. Melancólico, que no es lo mismo. Melancólico…

Y el pintor enrojeció por haber sido tan indiscreto. Sin embargo, en los lienzos que le había enseñado Durero en Nuremberg, Copérnico no había detectado ninguna timidez, muy al contrario. Uno de ellos le había llamado especialmente la atención. El pintor se había retratado a sí mismo solo, orgulloso, radiante como un Cristo en majestad. Pero era el artista quien se colocaba así en primer plano, y no un dios o un príncipe. ¿El artista? ¡Más aún! El hombre. Al contemplar aquel cuadro, Nicolás había sentido humedecerse sus ojos. También él algún día se representaría así, cuando hubiera perfeccionado su toque de pincel. También él sería algún día un artista en majestad.

Behaim era el polo opuesto de su joven compatriota, y sin embargo los dos hombres parecían compenetrarse a la perfección. Martin era tan hablador como callado era Alberto. Hablador, pero nunca charlatán. Era un contador de historias. Evocaba alguna anécdota de su viaje africano, y sus oyentes creían escuchar los tambores de los negros y los gritos de las fieras en la selva. Sus conocimientos eran universales y de su boca, como de una fuente, brotaban sin cesar teorías audaces, en ocasiones incluso blasfemas. Por ejemplo, afirmó enérgicamente que las islas descubiertas por Colón no eran las Indias, sino un gran continente, un Nuevo Mundo. De hecho ésa era la razón que lo llevaba a Roma, para ayudar al Papa en el reparto del mundo que suponía un incesante litigio entre España y Portugal, porque al parecer esta última nación había rebasado el meridiano y descubierto, en las aguas otorgadas a Castilla, inmensas tierras que no eran ni islas ni Catay. Las había descubierto un navegante florentino, hábil cartógrafo y muy amigo de Behaim, Américo Vespucio. A pesar de la prohibición de Juan II el Perfecto, Vespucio había informado de su descubrimiento a Alejandro VI y al gran duque de Médicis.

Al oír aquellos secretos maravillosos, Nicolás se dijo que también él, algún día, se embarcaría y partiría en busca del país del oro y las especias.

Alberto Durero se separó de ellos en Verona, después de grandes abrazos y juramentos de amistad eterna. Martin y Nicolás cruzaron después las ricas llanuras lombardas. La invasión francesa no había dejado huellas, y desde el borde del camino las segadoras lanzaban a los dos viajeros piropos atrevidos que no tenían otro objetivo que hablar en su bella lengua, por el placer de hablar.

Nada más llegar a Bolonia, Martin Behaim se mostró más preocupado, más silencioso. Cuando Nicolás le preguntó la razón de ese cambio de humor, le respondió:

—Dudo, amigo mío, dudo. ¿Sé quién eres en realidad? Sin duela un hombre de gran talento y sabiduría. Pero… ¡Precisamente! Tanta ingenuidad y tanta sapiencia a la vez pueden ocultar otras muchas cosas. Al principio tenía la intención de presentarte a personas que…, ¡pero no! No te conozco lo bastante.

—Pues bien, adiós, maestro —respondió Copérnico en un tono más bien seco—. Nuestros caminos se separan aquí.

Y se dispuso a marcharse.

—Espera, amigo mío, no te enfades. Esperaba tu disgusto, y es la prueba de tu sinceridad. Pero ya ves, vivimos en una época en la que gentes como nosotros nos vemos obligados a desconfiar el uno del otro.

Nicolás no resistió, porque sabía que su compañero de viaje conocía a mucha gente en Bolonia y le ahorraría de ese modo buen número de trámites, de esperas, de peticiones de audiencia rechazadas. Y pensaba además que todas las recomendaciones con las que le había cargado su tío le servirían de poco: todo un mundo separaba Ermland de la Emilia. Un mundo que ya no le importaba, ofendido como estaba por la repentina desconfianza de Behaim; y las anchas avenidas boloñesas bordeadas por las arcadas de espléndidos palacios de colores alegres no recibieron su admiración, sino su enfado. Verona y Mantua habían bastado para entusiasmarlo. Y sintió además la amargura que nos asalta al final de un largo viaje, una amargura teñida de alivio y de temor.

Por la mañana del siguiente día, Behaim lo sacó muy temprano de la cama. Nicolás había pasado una mala noche, aunque el albergue era el mejor de la ciudad, y el lecho blando. De modo que, cuando salieron a la calle, estaba de pésimo humor, al contrario que Martin, que canturreaba. Cuando se acercaban a la universidad, Nicolás gruñó:

—Ya sabes, Martin, que desde hace mucho tiempo no necesito que un preceptor me acompañe a la escuela. Y además, tengo el estómago vacío. No me has dejado tiempo ni siquiera para tomar una sopa y un mendrugo de pan.

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