Read El enigma de Copérnico Online

Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (28 page)

BOOK: El enigma de Copérnico
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En el año 1537, murió el obispo Ferber. Contrariamente a la costumbre, en esta ocasión fue el rey quien envió una lista de nombres al capítulo para su sucesión. Entre ellos figuraban su antiguo secretario Dantiscus, nuevo obispo de Kulm, un canónigo de Frauenburg agobiado por las deudas, y un disoluto notorio. Giese se responsabilizó entonces de viajar a Cracovia acompañado por otro canónigo, Dietrich von Rheden, para suplicar al rey que retirara a ese último candidato y lo sustituyera por Copérnico, que había dado recientemente una conferencia ante el Papa. Segismundo I aceptó gustoso la sugerencia: de todos modos estaba firmemente decidido a nombrar a Dantiscus, su favorito, y Copérnico le servía de pantalla. Fue así como el antiguo cómplice de la muerte de Lucas entró a gobernar el obispado de Ermland. Y el rey no se privó de cometer una pequeña perfidia suplementaria: hizo que, en Kulm, a Dantiscus lo reemplazara Tiedemann Giese. La audiencia que había concedido a este último podía aparecer, así, como una transacción en la que Copérnico resultaba el único perdedor. De modo que el nuevo obispo de Kulm corrió a casa de su amigo para explicarle que él no había tenido nada que ver en la decisión.

Por toda respuesta, Copérnico lo felicitó calurosamente, y le dijo que aquello no era más que la justa recompensa por su hermosa epístola a Reich. Giese no percibió ninguna malicia en la frase: había olvidado que fue Nicolás quien escribió prácticamente la totalidad del texto que él se limitó a firmar.

—El juego ha concluido, querido Tiedemann, mi carrera eclesiástica se estancó hace ya veinte años a las puertas del capítulo de Frauenburg. En eso coinciden mis enemigos y mis amigos. Los primeros tiemblan aún, después de dos decenios, cuando se acuerdan de la inmensa sombra de Lucas Watzenrode. Los segundos, como tú o Von Rheden, deseáis que yo no sea otra cosa que un astrónomo con la nariz metida en las estrellas, un espíritu puro encerrado en su torre, repasando una y otra vez sus cálculos abstrusos y esotéricos, un icono cuya gloria se derramaría sobre todos los que me rodean. ¡No, no, no protestes! Lee la carta que acaba de enviarme, desde Roma, nuestro querido Schönberg…, ¡perdón!, su eminencia el cardenal de Capua.

Giese leyó en voz alta la carta de su antiguo condiscípulo de Ferrara, entre exclamaciones de alegría. Estaba fechada el 1 de noviembre de 1536: «Me he enterado de que no sólo conoces admirablemente los descubrimientos de los matemáticos de la Antigüedad, sino que incluso has construido una nueva doctrina del mundo según la cual la Tierra se mueve, mientras que el Sol ocupa el lugar más bajo y, en consecuencia, central del Universo; que el octavo cielo permanece fijo y eternamente inmóvil; que sobre todo ese sistema astronómico has escrito unos
Comentarios
, y que, después de calcular los movimientos de los astros errantes, has compuesto unas tablas para gran admiración de todos. Por esa razón, hombre sapientísimo, te ruego con el mayor apremio que comuniques a los sabios ese descubrimiento tuyo, y que me envíes tan rápidamente como te sea posible los frutos de tus meditaciones nocturnas sobre la esfera del mundo, con las tablas y todo cuanto te parezca oportuno acerca del tema. Y he encargado a Von Rheden que haga copiar todo eso y haga que me lo envíen, a mi costa. Y si quieres hacer tal como yo te lo pido, comprobarás que tratas con una persona que tiene tu nombre en la mayor estima y que está llena de deseos de hacer justicia a tu genio. Hasta pronto».

Tiedemann levantó la vista y dijo:

—¿Es que no le enviaste tus
Revoluciones
?

—Lo olvidé. O más bien, minusvaloré sus conocimientos de astronomía, al pensar que no entendería nada. Al parecer, no es el caso. ¿Ha sido Von Rheden, al que cita en la carta, o tú, quien ha cometido la indiscreción de hablarle de mi obra?

—Los dos, querido, los dos. Nos hemos conjurado para proteger tu renombre tanto, si no más, como Alberto de Prusia, Dantiscus y Melanchthon se conjuran para difamarte. ¿Quién iba a hacerlo, si no? ¡Tú no, viejo oso, tú no! Presumes de haber sido un diplomático hábil en la época de tu juventud. Pues parece que tus dotes se han gastado con la edad. ¿Has entendido por lo menos lo que significa la última frase de Schönberg: «Comprobarás que tratas con una persona que tiene tu nombre en la mayor estima y que está llena de deseos de hacer justicia a tu genio»?

—¡Claro que sí! —exclamó Copérnico—. Está agitando la púrpura cardenalicia delante de mis narices, como se pone la zanahoria delante del asno para conseguir que camine. ¿Cardenal, yo? Hace diez años, soñaba con serlo. Hoy, imitaría a Erasmo y rechazaría el cargo. Por las mismas razones que él: nadie me forzará a elegir mi bando entre católicos y reformados. Igual que el que se llama a sí mismo «el más sabio de los hombres», yo me encuentro en otro lugar: en el bando de la libertad.

—De todas formas —protestó Giese—, ese mensaje de Schönberg se parece muchísimo a un imprimatur pontifical. O por lo menos, a la promesa de obtenerlo. Hay que imprimir, Nicolás, hay que imprimir las
Revoluciones
.

—Imprimir…, dar a los zánganos y a los calumniadores otra ocasión para picarme… Sabes de sobra que no existe remedio contra su picadura. ¿Recuerdas la carta de Lisias a Hiparco, que yo traduje hace años?

—Me la sé de memoria —se enorgulleció Giese—: «No conviene divulgar a todo el mundo lo que hemos adquirido con tanto esfuerzo, del mismo modo que no se permite admitir a las gentes ordinarias a los misterios sagrados de las diosas de Eleusis». Pero los tiempos han cambiado, Nicolás. El mundo no es más que un gran barullo, y Pitágoras no puede guardar silencio.

Copérnico dejó escapar un irónico silbido admirativo:

—¡Bravo, monseñor Giese! ¡Cómo cambia a un hombre una mitra de obispo! Pero la cita en que yo pensaba era otra. No poseo tu prodigiosa memoria, pero venía a decir, más o menos, que revelar la verdad desconsideradamente y sin que importe a quién, era como si…, eso es, ahora lo recuerdo…, «como verter agua pura en un vaso lleno de inmundicias: sólo se consigue remover la basura y estropear el agua». No, Tiedemann, deseo «reformar» la astronomía ¡pero no seré su Lutero! No colgaré mis tesis en el tablón de mi observatorio. ¿Puede alguien saber si gritar a voz en cuello que la Tierra gira alrededor del Sol y de su propio eje no provocará tantos odios y hará verter tanta sangre como una traducción de la Biblia a la lengua vulgar?

Giese no se atrevió a responder que una disputa entre sabios y filósofos casi nunca había causado la muerte de un hombre. Pensó en Sócrates, en Abelardo o en el hermano de Domenico Novara, Giorgio, quemado en la hoguera en Bolonia en 1500, o en el médico Georg Iserin, un antiguo condiscípulo de Padua, que había sufrido la misma suerte en Austria, hacía ahora ocho años… Pero no se abstuvo de remedar en tono cómico su futuro papel como obispo de Kulm, tronando como lo haría desde el púlpito contra los pecadores:

—¡No creas que vas a librarte a tan poco precio, Nicolás! ¡Te aseguro que algún día te arrancaré de las manos tus
Revoluciones y yo
mismo haré funcionar la prensa en la que nacerá tu gran obra!

Y se sirvió otra copa de frascati, el vino blanco del Lacio, suave y ligero al paladar, que su eminencia Nicolás Schönberg, cardenal de Capua, había enviado, acompañando su carta, a sus antiguos camaradas de la nación alemana.

En cuanto se tocó con la mitra de obispo de Ermland, el amable y espiritual diplomático Dantiscus, cuyas innumerables amantes andaban dispersas por todos los rincones de la Cristiandad, se metamorfoseó en un prelado rígido y austero. ¿Era sincera aquella conversión, o seguía las órdenes de su amo Segismundo I? ¿Quién habría podido decirlo, de no ser su confesor? En todo caso, mientras en el resto de Polonia las dos religiones vivían, si no en armonía, al menos ignorándose mutuamente, en Ermland, y únicamente en Ermland, que los documentos oficiales llamaban ahora con su nombre polaco de Warmie, los libros y los panfletos venidos de los países reformados empezaron a arder bajo la antorcha de los prebostes.

Pero antes incluso de arremeter contra lo que llamaba «los lugares envenenados por la herejía», el antiguo amigo de Melanchthon decidió limpiar su propia casa, es decir, la catedral de Frauenburg. Sus canónigos administraban muy bien el obispado, unidos bajo la dirección de Copérnico, y no desviaban el menor zloty de los impuestos que percibían. La marcha de Giese a la vecina Kulm no les había debilitado, antes al contrario: se había convertido en su principal apoyo. Aliados con la Liga burguesa de Prusia, combativamente apegada a sus libertades, muy bien podían formar un frente común contra su nuevo obispo, como habían sabido hacer tiempo atrás contra los caballeros teutónicos. Aunque buen número de ellos eran nuevos, las costumbres adquiridas bajo el puño enérgico de monseñor Lucas se habían convertido para ellos en una segunda naturaleza.

Sin embargo, el capítulo tenía un eslabón débil: Alejandro Soltysi, alias Sculteti, hermano del capellán del Papa. Pero después de encabezar la oposición a Nicolás, se había unido a él en el momento de la última guerra teutónica. Y se había hecho más prudente. El, que antes llevaba una vida de gentilhombre disoluto, ahora convivía con una mujer de la que se decía que había sido moza de posada o algo peor, pero que después se había transformado, como sucede con frecuencia, en una madre de familia irreprochable. El caso es que el canónigo aparecía demasiado en público con ella y sus hijos, como cualquier hidalgüelo de provincias. Giese y Copérnico le recomendaban más discreción, pero él no hacía caso, convencido, no sin razón, de que su hermano, el capellán del Papa, lo protegería de cualquier crítica.

Pero ocurrió que Bernard Sculteti murió, tal vez de decepción: para romper con la era Médicis, Paulo III iba desembarazándose poco a poco de la corte de sus predecesores León X y Clemente VII. Le tocó el turno a Sculteti. No lo soportó, y su corazón se paró. Copérnico sintió un dolor inmenso: su antiguo preceptor, convertido en el mejor de sus amigos, pero sobre todo en su sostén más ferviente, iba a faltarle cruelmente y a dejarlo solo frente al obispo de Ermland, Dantiscus. Y se reprochó además no haberse interesado lo suficiente en los asuntos vaticanos. Tal vez habría podido solicitar para Sculteti la benevolencia del Papa, su antiguo protector Alejandro Farnesio.

Dantiscus conocía perfectamente los lazos que unían al nuevo pontífice y al canónigo. De modo que intentó congraciarse con el astrónomo, y llegó incluso a ofrecerle globos terrestres, instrumentos de medición a la última moda, mapas, entre ellos el del Nuevo Mundo que le había enviado el conquistador Cortés, y sobre todo dos magníficos planisferios celestes que Alberto Durero, asesorado por los astrónomos Stabius y Heinfogel, había grabado en 1515 en la corte del emperador Maximiliano.

Copérnico le había expresado su agradecimiento, pero de un manera rigurosamente protocolaria. Luego el obispo lo invitó varias veces a comer en Heilsberg, y en todas ellas recibió como respuesta una negativa acompañada por toda clase de testimonios de devoción acendrada y por excusas centradas en lo pesado de las obligaciones de un canónigo, cosa que le habría hecho sonreír si no hubiese significado, en lenguaje llano: «Déjame en paz en mi torre».

Dantiscus era un diplomático experto pero demasiado convencido de que cada acto y cada palabra encerraban una intención secreta, y por esa razón no podía imaginar que el astrónomo era sincero y que había abandonado toda ambición salvo la de sus investigaciones astronómicas. Y el caso es que Tiedemann Giese, el nuevo obispo de Kulm, no dejaba de repetírselo a su homólogo de Ermland en cada ocasión en que se encontraban los dos prelados, lo que ocurría con bastante frecuencia. El principal partidario del astrónomo lo repetía incluso demasiado a menudo, lo que no hacía sino aumentar las sospechas de Dantiscus: Copérnico estaba preparando algo contra él, y ese «algo» no podía ser otra cosa que alcanzar la púrpura cardenalicia para luego desprestigiarlo a los ojos del Papa. Habría sido fácil: a pesar de todo lo que les separaba, Melanchthon y él seguían siendo amigos. Y la mano derecha de Lutero, quizá por cálculo, no dejaba de alabar en todos los tonos las grandes cualidades del obispo de Ermland, lo que tenía molesto al rey Segismundo I y era motivo de regocijo para el gran duque Alberto de Prusia, su vecino.

Entonces Dantiscus, hombre habituado a las soluciones drásticas, decidió asestar a Copérnico un golpe bajo. Fue el Papa quien le proporcionó la ocasión. Paulo III seguía, sin embargo, llevando una vida de príncipe y de amante de las fiestas, la caza y las artes. ¿No acababa de dar a Miguel Ángel Buonarroti carta blanca para acabar su gran fresco del
Juicio Final
, en el muro situado detrás del altar de la Capilla Sixtina? Pero el hecho de haber prebendado a sus tres bastardos y casado a su bastarda con el mejor postor, no le impidió tomar la decisión de exigir a su clero una vida más virtuosa, para no seguir con ese flanco descubierto a las pullas de Lutero y Melanchthon. Se limitó a una declaración de principios, pero Dantiscus encontró divertido tomarla al pie de la letra. La emprendió en primer lugar con Alejandro Soltysi, al que exigió devolver de inmediato a Danzig a su seudo ama y a los cuatro hijos que había tenido con ella, y después contratar para su casa a un servicio más adecuado a su edad y a su función.

Después de la muerte de su hermano el capellán, la audacia y la capacidad para la intriga de Alejandro se habían hecho mayores. Se negó con altanería, y afirmó que, si el obispo persistía, no dudaría un instante en convertirse en el discípulo más fervoroso de Lutero, que, por lo menos, había sabido aliar sin hipocresía el amor a su esposa y el amor de Dios.

Copérnico comprendió muy pronto que aquel golpe no iba dirigido contra Alejandro, sino contra él mismo. Y por consiguiente, contra Ana. Alertó a Giese pero no se atrevió, por miedo al ridículo, a recurrir a su antiguo protector Paulo III. Fue a ver a Alejandro Soltysi y le pidió sencillamente que fuese a esconder a su familia numerosa a una de sus casas de campo, además de aconsejarle que tergiversara, mintiera y disimulara antes que recoger el guante, como pensaba hacer él mismo en el caso de que Dantiscus la tomara con Ana y él. Porque era eso precisamente lo que quería el obispo: obligar a bascular a Copérnico hacia el campo de la Reforma por razones tan mediocres como el celibato de los clérigos, y así desacreditarlo por completo ante Roma. Además, al salpicar de esa forma a dos de sus miembros, y no de los menos importantes, se prometía domar por fin a aquel capítulo rebelde que siempre había hecho gala de una gran independencia respecto del rey de Polonia. Ya había aprovechado las vacantes dejadas por el difunto Bernard Sculteti, por Giese y por él mismo, para incorporar a hombres leales, muy próximos a la corona.

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