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Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (25 page)

BOOK: El enigma de Copérnico
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Como no contaban con un verdadero jefe militar, los caballeros teutónicos se contentaban con incursiones en campo abierto, y saqueaban e incendiaban las aldeas y las granjas aisladas. Acampaban sobre el terreno, o bien se replegaban a la otra orilla del Pregel, el río que marcaba la frontera entre la Prusia teutónica y Ermland. Pero con ese método acabaron por rodear todo el país.

La ciudad más amenazada era Allenstein, por ser la más meridional de Ermland. Copérnico se nombró a sí mismo su administrador. Cuando vieron llegar al sobrino del temible Lucas, las milicias burguesas lo recibieron como a un salvador y le eligieron comandante militar de la plaza. Luego esperaron, virtualmente asediados, a que los teutónicos se dignaran aparecer. Mientras, en Frauenburg, Giese reunía una flota con la intención de remontar el Pregel, desde la bahía del Vístula hasta los pies de la ciudadela de Königsberg. Por su parte, Soltysi organizó la defensa de la ciudad episcopal de Heilsberg.

Desde Braunberg, la ciudad mandada por el valiente Philip Teschner, se dio la señal para las tres ofensivas simultáneas. Fue el 1 de enero de 1521. La invasión teutónica había tenido lugar exactamente un año antes. El desprecio que sentían por la heterogénea tropa de burgueses y campesinos convirtió en una sorpresa total la ofensiva de la infantería en pleno invierno. Alberto de Brandenburgo había instalado su cuartel general en una mansión abandonada, situada una legua al sur de Allenstein. Copérnico y él se encontraron, pues, cara a cara.

Aquella mañana, muy temprano, con todo el paisaje circundante cubierto de nieve y mientras en los cuarteles todos dormían aún, el gran maestre estaba desayunándose con una sopa de pan y un vaso de vino, al calor de la chimenea y con sus dos lebreles tendidos a sus pies. Su intención era llevar sus tropas a maniobrar delante de las murallas de Allenstein, para recordar su presencia a aquellos patanes temblorosos de miedo en sus madrigueras. La vida militar le gustaba tanto por lo menos como las largas discusiones, en Königsberg, con filósofos, o como la lectura de las cartas de Erasmo. Incluso en ocasiones llegaba a lamentar que Nicolás Copérnico fuera su enemigo mortal, el presunto asesino de su tío Aquiles, al que no había llegado a conocer porque, cuando éste murió pretendidamente ahogado en el Vístula, él era aún sólo un bebé. Sí, le habría gustado hablar con el canónigo astrónomo del manuscrito que había llegado a sus manos y en el que afirmaba que la Tierra, como un planeta más, giraba alrededor del Sol. Estaba dispuesto a creerlo, porque aquella teoría satisfacía su sentido de la belleza y de la armonía. ¿Por qué fatalidad tenían que enfrentarse dos hombres de tan alta calidad como ellos, cuando él habría podido ser, para ese Marsilio Ficino de Prusia, un nuevo Lorenzo el Magnífico? Estaba perdido en esos ensueños cuando entró un guardián y gritó:

—¡Señor, nos atacan! ¡Están a un cuarto de legua, y los tendremos encima dentro de muy poco!

Alberto de Brandenburgo salió en camisón y subió a la atalaya. Allá abajo, sobre la inmensidad nevada que el sol naciente teñía de tonos rosados, avanzaba rápidamente una tropa multicolor. El gran maestre la estimó en quinientos hombres, en su mayor parte gente de a pie armada con hoces y bastones, pero también con arcos y ballestas. Iban precedidos por una treintena de jinetes, y Alberto no necesitó que se acercaran más para adivinar que a la cabeza, vestido de rojo y negro, cabalgaba la reencarnación de Lucas Watzenrode, el maldito canónigo que se creía Tolomeo y César a la vez: Nicolás Copérnico. Abajo, en el patio de la mansión, los caballeros teutónicos corrían en todas direcciones mientras sus lacayos intentaban, como podían, revestirlos con sus corazas, y los palafreneros sacaban de las cuadras los caballos aún sin ensillar. Fuera del recinto, los mercenarios habían plegado ya sus tiendas y corrían a refugiarse en el bosque vecino. Habían comprendido que la partida estaba perdida. Entonces Alberto de Brandenburgo se sorprendió a sí mismo maldiciendo a aquellos rufianes que no respetaban las antiguas leyes de la guerra. Tiritaba de frío. Si había de morir luchando, no sería en camisón. Bajó, y mientras su escudero le colocaba su armadura, tuvo la certeza profunda de que aquello era el fin de los caballeros teutónicos. Lo sabía desde hacía mucho tiempo, desde que su hermano lo había hecho entronizar como gran maestre de la orden cuando aún no tenía veinte años. Y los mercenarios acababan de recordárselo, con su huida en desbandada. No había nada que salvar, ni siquiera el honor. Nada excepto su familia, su dinastía, los Hohenzollern. Era necesario batirse en retirada.

Fue una cabalgada larga y terrible. Se había levantado el viento, portador de unas nubes negras que descargaron torbellinos de nieve. De los bosques de pinos y abedules surgían a veces hordas de fantasmas andrajosos que desarzonaban a los caballeros que no podían seguir el paso de la formación, los degollaban, les despojaban de su armadura y los abandonaban, desnudos, a los lobos hambrientos. Cuando por fin llegaron a Königsberg, vieron el río medio helado repleto de barcos, hasta debajo mismo de las murallas. Delante de la poterna principal, acampaba un ejército de mendigos. Alberto de Brandenburgo, con un trapo blanco colgado del arzón, se adelantó a lo que quedaba de sus tropas. Del campo enemigo avanzó hacia él otro caballero, al que reconoció enseguida y ante el cual hubo de contenerse para no atravesarlo con su espada: Philip Teschner, el bastardo del obispo Watzenrode. La familia Copérnico había vencido a los Hohenzollern.

Durante un año, el gran maestre se encerró en su fortaleza de Königsberg, mientras sus caballeros se marchaban de Prusia en busca de otras encomiendas, en Hungría o en Baviera.

Mientras, en Ermland, cierto canónigo tenía otros quebraderos de cabeza que la predicación de la Biblia en lengua vulgar. El país había quedado arrasado por la guerra. Era necesario reconstruir, ayudar a los campesinos a volver a instalarse en sus granjas. Y él, Nicolás Copérnico, doctor en artes y en derecho canónico, médico, burgués por su nacimiento, gentilhombre por su cargo, se sentía a gusto en medio de aquellos villanos, y lleno de compasión por su miseria. Al hablar con ellos, se dio cuenta muy pronto de que la guerra no era la única causa de su espantosa indigencia. Ya había pensado en ello cuando era más joven, pero ahora se sintió lo bastante fuerte para preconizar y llevar a la práctica una reforma de la moneda.

Las monedas, hechas con una aleación de plata y cobre, eran acuñadas, tanto en Prusia como en Polonia, en muchos talleres difíciles de controlar. El resultado era que la proporción de plata en la aleación disminuía sin cesar. Quienes tenían como misión controlar las cecas, por ejemplo los canónigos de Ermland, se embolsaban simplemente un generoso porcentaje de aquel fraude. Los orfebres, de Danzig a Cracovia pasando por Frauenburg, no depuraban la aleación: la fundían, simplemente, y la moneda se convertía en joya en sus talleres. Sólo las gentes del pueblo, que no comprendían esa malversación, seguían haciendo sus compras con las monedas antiguas. A medida que ese vellón hacía desaparecer la moneda de ley, los pobres se empobrecían más, los ricos se enriquecían y se anunciaba una crisis monetaria grave. La reforma que propuso Copérnico, en su
Ensayo sobre la acuñación de moneda
, no era más que simple buen sentido, y se practicaba ya en otros reinos. Se trataba de crear una única fábrica de moneda, bajo el control directo de la Dieta de Prusia, y por tanto del rey de Polonia; de prohibir la circulación de la moneda antigua y de sustituirla por una nueva, de menor valor pero que por lo menos sería estable. Determinó incluso la proporción fija que debería darse entre la plata y el cobre en cada pieza. Finalmente, propuso una paridad exacta entre el marco prusiano y el zloty polaco.

El capítulo le concedió permiso para defender su
Ensayo
ante la Dieta de Prusia, que se reunía, el 21 de marzo de 1522, en el palacio episcopal de Heilsberg. Alberto de Brandenburgo, recién salido de su enclaustramiento en el castillo de Königsberg, había acudido allí, antes de viajar a Sajonia para encontrarse con Martín Lutero. A su lado, el secretario del rey de Polonia, Johann Flachbinder llamado Dantiscus, que iba a acompañarlo en su viaje a Wittenberg. Era evidente que, debido a su conflicto con Carlos V, el rey Segismundo se aproximaba a Lutero, y todo hacía creer que Polonia se alinearía en el campo de los reformados. Por lo demás, en la Dieta se habló mucho más de las revueltas campesinas que estallaban por todas partes en Alemania, contra el emperador recientemente instalado en Madrid.

Copérnico no se interesó en el debate. Todo lo que veía, era, frente a él, a los dos hombres que habían asesinado a su tío: Alberto de Brandenburgo y Dantiscus. Cuando le llegó al canónigo el turno de palabra, el gran maestre de la orden teutónica se puso a rezar, transportado por la devoción, como si quisiera abstraerse de aquellas sórdidas cuestiones de dinero. En cuanto al embajador extraordinario del rey de Polonia, hacía signos visibles de aprobación y puntuaba la exposición de Copérnico con exclamaciones como «¡muy bien!», «lógico», etcétera. Como Dantiscus se había mostrado tan favorable, la exposición del canónigo de Frauenburg fue aplaudida por todos los presentes puestos en pie.

Naturalmente, su proyecto de reforma quedó en letra muerta. Todos los que lo escuchaban, todos los que lo aplaudieron, su enemigo Alberto de Brandenburgo y sin duda también su amigo Giese, rascaban cada marco, cada zloty que pasaba por sus manos, para extraer la plata y fundirla en lingotes o hacer con ella sus anillos, sus collares, sus coronas o la empuñadura de su espada de aparato.

¿Qué creías, Nicolás Copérnico? ¿Que todos eran tan honrados como tú? ¿Por qué te mezclaste en ese asunto en lugar de proseguir tu obra paciente en lo alto de tu torre, para intentar percibir al menos una vez Mercurio a través de las brumas del Vístula, o para enfrascarte en el examen de las tablas astronómicas, para corregir este o aquel error de un copista de Hiparco? ¿Esperabas atraerte la gratitud del rey y poder colocar por fin sobre tu cabeza la mitra de obispo? Cometiste un burdo error, porque cuando murió el sucesor de Lucas, al año siguiente, no fuiste tú quien lo reemplazó. Y cuando las demás sedes episcopales de Prusia queden vacantes a su vez, serán otros los nombrados, nunca tú. Si seguirás siendo canónigo hasta tu muerte, no será porque hiciste girar la Tierra sobre sí misma y alrededor del Sol, sino porque te atreviste a denunciar delante de los propios falsificadores aquella práctica delictiva que enriquecía a los ricos y empobrecía a los pobres. ¡Qué ingenuo fuiste, Nicolás Copérnico!

VIII

E
l sucesor de Lucas en el obispado de Ermland, Fabian von Lussainen, murió en 1523. Había sido sensible a las tesis de Martín Lutero, como por lo demás muchas personas en Prusia y en Polonia, en los medios científicos y eclesiásticos, que pensaban como Erasmo que había muchas cosas en las reflexiones del monje de Wittenberg que la Iglesia no debía rechazar. El nuevo obispo de Ermland, Mauritius Ferber, fue mucho menos indulgente. Su primera declaración fue lanzar un anatema sobre cualquier persona que se uniera a la Reforma. Y aquel mismo año, despreciando la amenaza, el gran maestre Alberto de Brandenburgo decretó la secularización de los caballeros teutónicos y convirtió sus feudos de Königsberg al este y de Brandenburgo al oeste en el gran ducado de Prusia, reconociendo al fin, con la firma de la paz de Cracovia, la soberanía del rey de Polonia en el terreno político, pero adoptando en lo religioso la reforma de Lutero.

Por lo que se refiere al enviado de Segismundo I ante los reformados, Dantiscus, se declaró encantado con Melanchthon, un hombre prudente y sabio según su expresión, que le pareció en desacuerdo en muchos puntos con Lutero. Este último, por el contrario, le pareció demasiado rígido y colérico para poder resistir mucho tiempo frente a Roma. Ocurre a veces que los diplomáticos más sutiles cometen errores de juicio… ¡Por exceso de sutileza!

No sin regocijo, Dantiscus contó también a sus numerosos corresponsales que, con ocasión de aquel encuentro, habían mencionado la teoría de cierto canónigo polaco, según el cual la Tierra gira alrededor del Sol. Lutero había exclamado que ese hombre tenía que ser un loco o un idiota por oponerse de ese modo a las Sagradas Escrituras. En cuanto a Melanchthon, que sin embargo era profesor de matemáticas en la Universidad de Wittenberg, se había abstenido de todo comentario.

Al regreso de su embajador, Segismundo I decidió condenar la Reforma. En efecto, sus alianzas acababan de cambiar: se había aproximado a Carlos V después de saber que Francisco I estaba en tratos con Solimán el Magnífico, cada vez más amenazador en los confines de su reino, en Bohemia y Hungría. Para compensar, no protestó cuando su peligroso vasallo Alberto de Prusia proclamó que se unía a Lutero. Encendía de ese modo una vela a Dios y otra al Diablo, con el alivio añadido de ver desaparecer a los caballeros teutónicos.

¿Qué valor podía tener Ermland desde aquel momento, rodeada como estaba por el gran ducado? No gran cosa…, una posesión secularizada por Segismundo I, que amplió aún más sus posesiones al heredar, como un Carlos V del Vístula, el gran ducado de Mazovia, sin herederos directos, y su poderosa ciudad de Varsovia. Se había acabado la época del obispo soldado y gran señor Lucas Watzenrode. Su sucesor Mauritius Ferber, tan fanáticamente hostil a los luteranos, lo era sin duda por orden del rey de Polonia, del cual no era más que un ministro.

En cuanto al canónigo de Frauenburg, Nicolás Copérnico, no tuvo la menor participación en todos aquellos grandes cambios. Sin embargo, recibió un día una carta de su antiguo enemigo vencido, convertido en el gran duque Alberto de Prusia, que le pedía una traducción al alemán de su
Ensayo sobre la acuñación de moneda
y un mapa de los ríos, las ciudades y las costas de las regiones prusianas. El ex gran maestre afirmaba que sería su deseo, cuando por fin pudiera abrir una universidad en Königsberg, tener a su lado al mayor filósofo del país. Se excusaba por su indiscreción, porque había pasado una copia del
Resumen
al profesor de griego y matemáticas de la Universidad de Wittenberg, Philip Melanchthon.

La edad y los desengaños habían hecho desconfiado a Copérnico; dio vagas promesas de empezar a levantar un mapa completo de la geografía prusiana, pero afirmó que se trataba de un trabajo de largo alcance y que sus múltiples actividades de canónigo le dejaban poco tiempo. Sospechaba que Alberto quisiera comprometerlo, al pedirle que le entregara informaciones estratégicas importantes.

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