El día que España derrotó a Inglaterra (17 page)

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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

BOOK: El día que España derrotó a Inglaterra
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Blas había nacido el 3 de febrero de 1689, el día de San Blas, y había sido bautizado el 6 de febrero; lo precedían en bautismo su hermano, Agustín, bautizado el 5 de mayo de 1685, y Pedro Francisco, el 28 de abril de 1687. En aquella época los bautismos ocurrían pocos días después del nacimiento, dada la tremenda mortalidad infantil existente, y el temor de los padres de que el alma de los no bautizados se fuese al limbo, según la doctrina. La antigua parroquia de San Pedro estaba enclavada en el altoza­no donde hoy se encuentra su cementerio, resguardado por un pórtico románico cegado y otro de características góticas que se abren al campo santo. Lezo y sus hermanos, por tanto, no fueron bautizados en la iglesia actual de San Pedro, que empezó a construirse en 1765 y fue terminada en 1774.

Sus dos hermanos mayores lo habían abrazado hasta las lágrimas; su hermanito Francisco, de seis años, se cogió de la pata y no la soltaba pre­guntándole qué era aquello. José Antonio, de diez, y María Josefa, de ocho, con más edad para entender lo sucedido le preguntaban los detalles, aga­rrándolo de la manga de la camisa, mientras la música marcial lo saludaba, el alcalde lo abrazaba y todo el pueblo festejaba su venida.

Pasajes era un pequeño puerto natural, situado en uno de los vértices que forman el Golfo de Vizcaya, sobre el agitado mar Cantábrico, abrigado del mar y de los vientos tempestuosos por dos montes, el Jaizkíbel y el Ulía, que, a lado y lado, flanqueaban la también pequeña bahía de aguas profun­das encerrada entre los cabos del pasaje. Los dos montes, al hundirse en el mar, dejan una amplia boca por donde penetran los barcos al interior del puerto para cuya defensa se había levantado en el siglo XVI una torre de aspecto circular, hecha de piedra. Un siglo más tarde, en 1621, se levantaba el fortín de Santa Isabel, situado a la izquierda del puerto, según se entra en él. Los fuegos de sus baterías defendían muy bien la entrada, ayudados por una cadena que se templaba para no dejar pasar los barcos enemigos, en caso de peligro. Correspondió al capitán Villalobos proponer esta peculiar defensa, en 1617, que debía situarse a la entrada del canal; estaba fabricada con trozos de mástiles guarnecidos de hierro y trabados, aprovechados de los navíos que allí se habían ido a pique. La cadena se recogía con un torno y con ella se cerraba de noche la boca para impedir la sorpresa, que muchas veces consistía en abrasar los navíos surtos en el puerto mediante algún bajel dotado de artificios de fuego. El trabajo quedó formalizado en 1636.

A ambos lados de la bahía se encontraban dos núcleos urbanos a derecha e izquierda del canal, Pasajes de San Pedro, cuna del marino, bajo jurisdic­ción de San Sebastián, distante cinco kilómetros, y Pasajes de San Juan, justamente al frente, bajo jurisdicción administrativa de Fuenterrabía. En realidad, eran dos hileras de casas, unas blancas, otras verdes, allá ocres, acullá marrones, de grandes balconadas proyectadas sobre el canal, con anchos tejados rojizos formados por tejas árabes de barro. En casi todas se ven ropas colgadas, flotando y secándose al viento como banderas de la intimidad; al pie de las casas, el mar, y a mano el puerto, con olor a faena, atestiguada por las redes, los cabos, las embarcaciones amarradas, yendo y viniendo por la bahía. Pasajes era una población dedicada a las faenas del mar; sus hombres eran duros y experimentados marinos y constructores de grandes embarca­ciones. Sus astilleros tuvieron merecida fama. Las primitivas zabras, carabe­las y naves del siglo XV, utilizadas en las rutas de Flandes y del Mediterráneo, dieron paso a la construcción de buques de alto bordo, empleados en expe­diciones balleneras a Terranova y Groenlandia, además de las de la carrera de Indias. Una pequeña chalupa hacía, y hoy todavía hace, pero a motor, el tránsito obligado entre las dos poblaciones cuyos habitantes se comunica­ban, y comunican, entre sí permanentemente por este medio; ambas esta­ban a la vista, muy cerca la una de la otra, a unos dos o tres minutos de remo, a tiro de piedra. No obstante lo pequeño del poblado, San Pedro competía en aquel entonces con San Sebastián como puerto marítimo, dada la eficiencia de su infraestructura portuaria. Hoy, San Pedro y San Juan constituyen un solo municipio de muy escasa actividad y trascendencia eco­nómica.

La casa de Don Blas de Lezo era una amplia mansión solariega de tres alturas por la calle, y de cuatro por el muelle, cuya entrada se hacía por la calle Vieja o de San Pedro, hoy distinguida con el número 32. Esta calle, la principal, presentaba accesos al muelle, con casas de varias plantas entre muros cortafuegos, con balconadas abiertas hacia la ría. La casa de los Lezo se extiende por encima de la estrecha calle, formando también un pequeño pasadizo y, justo debajo del mismo, como dando abrigo de cobertizo, se alza la segunda planta de la misma, que no es única en este aspecto, pues es común que sobre las calzadas se formen estos pasadizos que dejan al descu­bierto las vigas que sostienen las edificaciones. Su aspecto es sobrio, con grandes balconadas hacia el puerto y bahía, pero que en aquel entonces no asomaban sobre calle alguna, porque calle no existía, ya que el mar lamía los propios cimientos de la casa por ese costado. Hoy esta vivienda está dividida en pisos ocupados por distintas familias, pero es de suponer, tanto por su tamaño como por su construcción, que en aquel tiempo fuese ocupada por gentes de buen y holgado vivir. Su interior da una apariencia de próspera sobriedad. ¡Ah!, y un poco más allá, la casa de aquella niña tan hermosa, Ana Urriolagoitia, la niña de sus sueños. Recordaba cómo jugaban en la calle con los otros niños y cómo su corazón daba un vuelco cada vez que Ana se le acercaba. Sí, la dulce Ana. El beso que le dio aquella vez en la mejilla el día de su cumplea­ños… «Eso era, indudablemente, una clara señal de amor», pensó al recordar aquel suceso.

Por las tardes, Blas la esperaba en la esquina para, furtivamente, inter­cambiar con ella dos palabras. También lo hacía a la salida de Misa y era, en ese momento, caminando hacia la casa, cuando más podía disfrutar de su compañía. Ella iba con un gorrito adornado por una rosa; su largo pelo trenzado danzaba y flotaba a su espalda y contrastaba con la pañoleta ama­rilla que ataba a su garganta. Tras el corto refajo y falda bien confeccionada, se adivinaba un cuerpo esplendoroso. ¡Por eso deseaba que siempre fuese domingo! Pero, luego, cuando tuvo que partir, se le había deshecho el cora­zón y, por primera vez, había experimentado lo que era un beso en los labios. Ella se lo había dado con la alegría de la tierna inocencia. Había jurado que volvería y que pediría su mano. Pero eran sueños… Nadie po­dría querer ahora a un marino sin pierna… «¿Será que se asoma a la venta­na? Humm…, pero, mejor sería no verla», pensó; «no en estas condicio­nes». Lezo se avergonzaba de su miembro mutilado. En cambio, la joven Ana lo observaba discretamente, resguardada tras las celosías, y pensaba, con encontrados sentimientos, en aquellos amores lejanos e imposibles…

La vista de aquellos parajes donde está situado el puerto conmueven por su belleza natural. Desde la casa de los Lezo, a la izquierda, se extiende la bahía interior, mucho más pequeña que la de Cartagena de Indias, más recogida y estrecha, pero que se abre allende la boca hacia un mar oscuro y tempestuoso que bate amenazante sobre las rocas, escarpados y filudos ras­tros de colinas sumergidas. Son «rocas descarnadas como cabezas de muerto», al decir de Victor Hugo, quien veía figuras humanas en ellas y hasta algún perro pétreo que ladraba al mar y «donde un trueno en estas gargantas ya no es un trueno; es un pistoletazo monstruoso que estalla en las nubes, cae en la cima más cercana y rebota en la montaña con un ruido seco, siniestro y formi­dable». Así se había formado el recio carácter de nuestro joven marino, carácter que lo acompañaría toda la vida.

Camino del podio que le tenían preparado al joven Alférez para que dirigiera unas palabras al pueblo, y desde el palco de honor observara las danzas y disfrutara los cánticos dedicados a su nombre, Don Pedro Francis­co, con las palabras cargadas de emoción, le dijo:

—Hijo, no sabes cuán orgulloso me siento de ti. Créeme que, a pesar de la pena que me causa, prefiero verte cojeando que perdiendo batallas. A tu corta edad has hecho más por España que nadie que yo conozca…

Blas sonrió orgulloso de sí mismo, aunque sabía que en boca de muchos paisanos estaría ya la palabra ankamotz, que en vasco significa «patamocha», de donde sale la voz «mocho», que significa sin punta, que es chato y romo.

—…Pero, hijo —continuó el viejo Lezo—, esa horrible pierna segura­mente te la ha hecho la Marina. No hay derecho. Yo te mandaré a hacer una mejor con Iñaki, ¿te acuerdas?, es el mejor carpintero del pueblo. Hay que encapsular la punta en hierro, para que no se desgaste al caminar. Em­pero, debes tener otra en casa, o cuando estés en el buque; esa sí debe ser toda de madera, para que no haga tanto ruido ni rasguñe la madera. Te mandaré a hacer las dos.

—Gracias, padre. Esta es horrible —dijo mirándosela.

—Continúa llevando en alto los colores de España y las sílabas de tu apellido. Dios te bendiga, hijo.

Aquel día, por mandato del ayuntamiento, hubo vino y licor gratis para todo el pueblo. Los festejos duraron hasta altas horas de la noche y en casa de los Lezo Olavarrieta desfilaron amigos, parientes y conocidos, todos queriendo saludar al valiente Blas y oír de su boca los pormenores de sus aventuras. Desde los barcos pesqueros los pescadores gritaban consignas y a Blas no le quedaba más remedio que asomarse al balcón, abrir la ventana y devolver el saludo.

Toda esta fanfarria prodigada por los notables del pueblo reafirmaba en la familia Lezo el «expediente de nobleza» ganado en 1657 cuando se falló a su favor un juicio contra los ayuntamientos de San Sebastián y Pasajes. Había entre sus antepasados quienes se habían distinguido en las letras, como Domingo de Lezo, canónigo y administrador del arzobispado de Sevilla; catedrático de filosofía en Alcalá y provisor en Córdoba y obispo de Cuzco, Perú, en el siglo XVI; políticos, como Don Pedro de Lezo, su tatara­buelo, quien fuera alcalde de Pasajes, a principios del siglo XVII; y, por su­puesto, no podía faltar el gran marino, Don Francisco de Lezo y Pérez de Vicente, abuelo del joven Lezo, quien tenía un galeón llamado Nuestra Señora de Almonte y San Agustín, de donde es posible que Blas tomara su afición por la mar. Era, pues, esta familia suficientemente acomodada y respetable en el pueblo como para que todos se sumaran a la pleitesía que se le quería rendir.

De repente, a Blas le pareció ver, fugazmente, la niña amada tras los cristales de una ventana de la casa vecina. Se entristeció, porque había sido apenas eso, una fugaz mirada de la joven que, quizás, ya estuviese compro­metida. Y no podría ser de otra manera, pues el hecho de que no hubiese salido a recibirlo lo denunciaba.

La situación de España en aquel momento era, verdaderamente, calami­tosa. Y lo era de dos maneras: una, por la situación internacional que habían suscitado las pretensiones al trono español del aspirante austriaco, el procla­mado Carlos III, y sus aliados que lo respaldaban. Otra, por la situación interna del país, que no podía ser peor: España carecía de lo más básico para defenderse, pues no tenía ejército ni armada. Escasos 10.000 soldados de infantería, cinco mil de caballería y veinte barcos de guerra, componían todo su arsenal militar. Aquella marina no era digna de una monarquía tan extendida por toda la tierra, sobre todo cuando buena parte de esos barcos se usaban para resguardar los mercantes que cruzaban el Atlántico rumbo a los reinos de ultramar. De otra parte, las armas del ejército de tierra eran anticuadas para afrontar las necesidades de la guerra de aquellos tiempos. Tampoco había las finanzas necesarias para financiar un conflicto de esas magnitudes que, según se calculaba, exigía cuatro veces más de lo que la Tesorería disponía para atender las necesidades bélicas. En vista de esta pe­nosa situación, el rey francés, Luis XIV, decidió ayudar a su nieto, el rey de España, Don Felipe V. Así, desde el año anterior, en 1704, las tropas france­sas habían entrado en la Península al mando del marqués de Puységur y del duque de Berwick. España, como podía, hacía leva de hombres y recursos para afrontar los peligros que entonces se hacían inminentes: Barcelona ha­bía caído el 9 de octubre en poder de la alianza invasora que ahora se aprestaba a proteger los fueros de Cataluña, a cambio del apoyo de los catalanes al Archiduque, según había quedado estipulado en el acuerdo de Génova de junio de 1705. Aunque este apoyo catalán no era de manera alguna unáni­me, en muchas partes de la provincia había un resentimiento antifrancés que hacía aquella situación demasiado delicada. Por lo demás, en septiem­bre el sublevado general Joseph Nebot se apoderaba de Tortosa y Tarragona, y en diciembre, su hermano, Rafael Nebot, se sublevaba en Valencia. A principios de 1706, las dos principales ciudades del Mediterráneo estaban en poder de los partidarios del Archiduque. Poco tiempo había durado la dicha de Lezo en su pueblo natal, no sólo porque Ana, el amor de su vida, ya tenía pretendiente, sino porque se requería de sus urgentes servicios en la Armada.

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