El día que España derrotó a Inglaterra (19 page)

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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

BOOK: El día que España derrotó a Inglaterra
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Era en este clima de disputas interminables y crisis creciente que Blas de Lezo, años antes de la declaratoria de hostilidades, zarpaba para La Habana en el Lanfranco, de sesenta cañones, custodiando una flota mercante, al mando de Don Fernando Chacón. Su misión inicial era limpiar de corsarios las Antillas y en esa tarea se aplica varios meses hasta su regreso a Cádiz, ciudad en la que se queda hasta 1720, fecha en que se le asigna el mando de Nuestra Señora del Pilar, navío que con una escuadra hispano-francesa zarpa hacia el Perú a limpiar aquel virreinato de corsarios que asolaban sus mares. En efecto, el pirata John Clipperton, enviado por Inglaterra en 1719 a aguas del Mar del Sur, estaba haciendo de las suyas con dos barcos de setenta caño­nes cada uno, el Success y el Speed-Well: había secuestrado a los marqueses de Villarocha y era preciso darle caza. Pero el Cabo de Hornos tiene un mar tempestuoso y bravío y en ciertas épocas del año su cruce es peligrosísimo. Allí les sorprendió una tormenta que obligó a varios de los buques a regresar a Buenos Aires; el comandante español de la escuadra, Don Bartolomé Urdizu se vio obligado a retroceder, pero Lezo siguió como comandante de las naves que continuaron con él hacia el Callao, puerto de Lima. Fue en esta ciudad donde Lezo hubo de encontrar el amor de su vida, Doña Josefa Pacheco de Bustos.

Lima era una ciudad esplendorosa y, al decir de muchos, más rica y lujosa que Méjico. Las gentes, como en el resto de América, vivían en casas singula­res, y no en altos edificios, como en Europa, donde la gente se apiñaba, sin agua corriente y en condiciones de vida insalubres y difíciles; los desperdicios humanos eran arrojados desde lo alto de las ventanas y no con poca frecuen­cia caían sobre los desprevenidos transeúntes. De allí que la peste y las epide­mias hubieran sido tan corrientes así en la Europa medieval como en la de aquellos siglos; esta diferencia hacía la vida más placentera en las ciudades españolas de América, pues cada casa contaba con aljibe y letrina que evita­ban tales inconvenientes y vida insalubre. El aljibe estaba, usualmente, en el patio central, y la letrina, en el llamado «solar», especie de patio en la parte de atrás de la vivienda. En Londres, por ejemplo, el pavimento estaba destarta­lado, al decir de un cronista de la época, el fraile inglés Gage, y sus plazas y calles eran receptáculos de desperdicios y basuras. El buen fraile había elabo­rado una comparación entre las ciudades americanas y las europeas y, en ge­neral, coincide con las apreciaciones de Ulloa y Jorge Juan, con las del Padre Cobo y el Padre Lizarraga, quienes hicieron amplios y detallados estudios sobre las ciudades de la América española. Decía el fraile Gage que el alcanta­rillado de Londres era tan malo que en tiempos de lluvia se formaban verda­deros torrentes en las calles que, con todo y basuras animales de los puestos de mercado, iban a desembocar a las zonas residenciales.

Las mujeres limeñas, el encanto secreto de Lezo al pisar esa tierra, tenían una gracia natural; un movimiento, estilo y atavío, como pocas podían alardear en el Nuevo Mundo. Por debajo de la falda llevaban unas enaguas blancas de las que cuidaban no se saliera el borde; aquello llamaba demasia­do la atención, pues el rítmico vaivén de la falda, que sólo llegaba a mitad de la pantorrilla, hacía tan evidente la enagua que la gente decía, «aquella anda buscando novio»; de la pantorrilla, hasta poco más arriba del tobillo, colgaban finos encajes de Flandes, a veces transparentes, haciendo el ruedo del fustán. Ningún encaje que no fuese de Flandes se consideraba digno de ser portado por una dama peruana. Las damas más finas y ricas llevaban bordados de oro y plata sobre el faldellín de terciopelo, o tela guarnecida a veces de encajes y cintas. Llevaban además un jubón que cubría hasta la cintura, atado a las espaldas con cintas y sobre las que algunas agregaban un ajustadorcillo ceñido al cuerpo. Las limeñas eran exquisitas y discretas.

El mayor encanto era, para Lezo, el pie que asomaba por encima del zapato, cuya suela era en forma de 8. No tenía tacón, y su pie, en compa­ración con el de las españolas, era pequeño, y a fe que así lo deseaban. Las piernas las cubrían con media de seda blanca o de color, que permitía una sensual transparencia a través de la fina tela. Tenían cabello abundante, comúnmente negro, y Lezo pronto advirtió que las rubias eran oriundas de Guayaquil y que su pelo, si se dejaba suelto, podía llegar hasta la rodi­lla; casi todas llevaban peinado en seis trenzas enrolladas sobre la nuca y prendidas con agujas curvas de oro, ocultas por madroños de diamantes a manera de adorno sobre las agujas, de las cuales pendían hasta los hom­bros sendos rollos de trenza. En la parte anterior y superior, se ponían varios tembleques de diamantes y con el mismo cabello se hacían unos rizos, a manera de cachumbos, que bajaban hasta las sienes y las orejas, caracoleando graciosamente. Algunas colgaban del lóbulo de las orejas pendientes de diamantes, o de seda con perlas, al igual que en el cuello y en los brazos, a manera de collares y brazaletes; en las muñecas llevaban pulseras, con piedras preciosas o semipreciosas, y sobre el vientre se po­nían una joya redonda, muy grande, sujeta a un cinto que les ceñía la cintura. El ámbar era su perfume favorito, el que también frotaban sobre las flores que llevaban en cabeza y cuerpo. Por eso, al capitán Blas de Lezo se le antojó que la Plaza Mayor de Lima se había convertido en un jardín cuando vio tanta dama vestida de tan rica manera como jamás había visto mujer alguna en ninguna parte. El aseo y primor era prenda tan usada, que diríase que sólo por aparentarlo y llevarlo había tanto esmero en damas tan delicadas. Hasta las mestizas portaban riquísimos trajes y alpargatas ceñidas con cordones de seda y oro, sayas y jubones, con bor­dados en telas finas, prendedores y cadenas de oro… Y no se diga de los indios que ostentaban camisetas de brocados, telas, rasos y felpas, perlas, diamantes, esmeraldas y rubíes en los lláutos de sus cabezas… ¿Qué sociedad era ésa? ¿De qué recóndito escondrijo provendría tan extraña prosperidad? Evidentemente, esto era lo que más atraía a los ingleses y demás potencias europeas; los piratas no eran dados a atacar poblacio­nes pobres.

Pero, lo que más llamó su atención fue aquel agrado que desplegaban las damas, aquella simpatía y delicadeza en el trato, mezclado con cierta altivez española que no permitía que su voluntad fuese esclava, ni siquiera de sus maridos, aunque se evidenciaba el afán de complacerlos en todo. ¡Qué bue­no, pensó el Capitán, poderse hacer con una de estas jóvenes que, mantenien­do las obligaciones que el matrimonio imponía, preservaban una discre­ción y amistad tan firmes, que no podía ser comparable a nada en el mundo!… Y qué limpia lucía la gente en comparación con lo que se veía en Europa, donde los malos olores corporales se disimulaban con el perfume, según se había aprendido de los franceses. Más tarde se enteró de que en América la gente se bañaba todos los días, aun contra la superstición europea de que el baño diario era malo para la salud; los mismos españoles, y más aún sus descendientes, pronto aprendían esta extraña costumbre, tal vez tomada de aquel jefe indio que se cubría las carnes de polvo de oro y se tiraba a la fría laguna de Guatavita, enclavada en el altiplano cundi­boyacense, para rendir homenaje a sus deidades y dar paso al mítico El Dorado. «¡Tal vez, debido a eso, se evitaban los malos olores que abunda­ban en Europa!», dijo para sí. ¡Él también se bañaría todos los días para no desagradar la nariz de los americanos!

¡Qué alegres y dulces le resultaban las limeñas! ¡Qué curiosas tertulias en casa de aquellas personas, hombres y mujeres, donde brillaba el ingenio, apasionaba la música, seducía la danza y estimulábase la cultura! Pero bajó la mirada a contemplar, con uno solo de sus ojos, la triste pata de palo que asomaba bajo la bota arremangada de su pantalón. «Nadie me querrá así», pensó y su rostro se ensombreció. Lezo había oído decir que en la remota Santa Fe también se estilaban las tertulias, la cortesía brillaba en todas las acciones y los forasteros eran, como en Lima, bien recibidos y considera­dos. ¡Qué tierras fascinantes éstas de América! ¡Qué ricos caballeros que, con bien templado acero de Toledo, cintillos y cadenas de oro en sus pe­chos, se paseaban en ricos jaeces y costosas libreas, sombreros de varia plumería, vistosos trajes de sedas del Oriente, traídos al Perú por los galeones de la carrera de Manila! ¡Qué caballeros aquellos, quienes, a la menor pro­vocación, también jugaban con la vida en fino despliegue de nobleza, valor y gallardía españolas! ¡Con razón Lawrence Washington, y con él los ingle­ses, ambicionaban apoderarse del rico filón del Cerro de Plata de Potosí, desde donde la riqueza fluía a una sociedad que, con sus vasos comunican­tes de comercio e intercambio en toda América, y el resto del mundo, des­ parramaba aquellos beneficios que financiaban el arte, las iglesias, las uni­versidades, la arquitectura y… hasta las guerras que libraba España en Europa!

El capitán Blas de Lezo se tomó unos días para reponerse del viaje y esperar a su comandante Urdizu que llegaría a esta ciudad, una vez hiciera la debida reparación de sus buques. El capitán fue atendido por el nuevo virrey, fray Diego Morcillo y Rubio de Auñón recién posesionado de su cargo en Lima. Una vez llegado el resto de los barcos, Urdizu y Lezo se pusieron a la caza del pirata Clipperton con muy poca fortuna. Clipperton huyó hacia Guatemala y después de cobrar el rescate volvió hacia el Perú y bombardeó a Arica y capturó varios barcos mercantes, apoderándose de su carga. Este pirata terminó sus días en las islas Filipinas, donde fue captura­do y ejecutado. Lezo patrulló estas aguas durante tres años, desde el sur de Chile hasta el Ecuador; la limpieza de las costas del Mar del Sur le granjeó la buena voluntad de los mandos de la Marina de Guerra, hasta que en 1723, el 16 de febrero, a la edad de treinta y cuatro años, Don Blas de Lezo es nombrado general de la Armada española. Este evento es celebrado en los círculos militares y de gobierno con una gran manifestación de cariño y aprecio por el joven general. El Virrey-Arzobispo Morcillo lo quiere agasa­jar con una fiesta en el palacio virreinal de Lima a la cual invita a la más alta sociedad y gente distinguida de la época. A ella acuden gentes de toda la comarca, del norte y del sur del país, particularmente porque quieren con­graciarse con las autoridades y mostrarse en la capital. Había en Lima no menos de cincuenta condes y marqueses y por lo menos un tercio de su población era gente de la mayor distinción de todo el Perú.

El Virrey-Arzobispo es saludado como corresponde a su rango, con todo el protocolo que aquella incipiente nobleza era capaz de prodigar; allí bri­llaban el oro, la plata, el brocado, los damascos, las sedas y las plumas de los más rancios sombreros y vestidos. Abajo, a la entrada del palacio, aguarda­ban regios carruajes que en nada envidiaban y en mucho superaban a los de Madrid, tales eran sus galas, adornos y aparejos; y nada se diga de los nobles caballos que los tiraban.

Blas de Lezo es presentado a todos los notables y damas de alcurnia; entre ellas hay una jovencita que le llama la atención: Doña Josefa Pacheco de Bustos, hija de Don José Carlos Pacheco de Benavides y Solís y Doña Nicolaza de Bustos, quienes han venido desde Locumba, Arica, en el norte de Chile, y han aprovechado su estancia en Lima para finiquitar algunos negocios pendientes que venían gestionando desde hacía algún tiempo. Llegan a Lima unos días antes y se instalan en la ciudad como corresponde a los de su clase: con gran dignidad y decoro. Varios baúles y menajes traí­dos en carroza componían el ajuar de tan estupendos visitantes. Cuando la joven entra al Gran Salón, despierta la atención del General que no la pierde de vista, pero que se sabe demasiado lisiado como para pretender el favor de la dama. Es también muy tímido para hacerle algún requiebro, o siquiera posar la mirada sostenida en la agraciada dama, particularmente porque sólo habría de hacerlo con un ojo. Se vale de uno de sus subalternos para que con disimulo la acerque hasta donde él está e intercambien algu­nas palabras.

Poco se sabe qué fue lo que vio doña Josefa en Lezo que la atrajo; nada de si fue «amor a primera vista» o amor de conveniencia provocado por sus padres y parientes. Pero algo se puede intuir. Locumba estaba muy lejos y era pequeño; las posibilidades de encontrar allí a una persona que cumplie­ra con los requisitos familiares, de linaje y de futuro, que sus padres espera­ban de un pretendiente, eran escasas. Esta se presentaba como una oportu­nidad que no debía desperdiciarse. Tal vez fue eso. Tal vez lo otro. Quizás ambas cosas. Lo cierto es que Lezo quedó instantáneamente prendado de la joven y así se lo manifestó en el transcurso de la noche. No sabemos si Doña Josefa era bonita o fea, pero su trato debía de ser suave y agradable. Impedido para bailar, pasó largo tiempo sentado con la joven a su lado, mientras la música sonaba y las parejas se divertían ensayando pasos y gra­cejos. Apenas tuvo ocasión, el marino levantó con disimulo la copa y brin­dó por la dama con un gesto. Ella agradeció el detalle. Lezo sabía que ésa era su única y, quizás, última oportunidad de conquistar una mujer para su vida. Entabló esa misma noche amistad con sus padres y ellos no dejaron de percibir el interés que su hija había despertado en el General; por eso permanecieron quince días más en Lima antes de tomar rumbo al sur. Tanto interés, que durante dos años, a partir de entonces, se cartearon hasta que las esquelas fueron cobrando una mayor intensidad en pasión y senti­mientos. Es posible que Doña Josefa no fuese una mujer que pudiese lla­marse bella; pero era amable y cálida y su estampa reflejaba lo que podía esperarse de una mujer de su tiempo: dulce y cariñosa, pero, sobre todo, consagrada a su hogar. Había sido levantada con profundas convicciones religiosas y se la había entrenado para los menesteres caseros con gran es­mero y dedicación. Sabía cocinar, dirigir la casa, cuidar la hacienda.

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