El día que España derrotó a Inglaterra (22 page)

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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

BOOK: El día que España derrotó a Inglaterra
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También dispuso el Virrey que el resto de sus hombres se distribuyera de la siguiente manera, según se puede razonablemente concluir: el castillo de San Luis, cien hombres; la batería de San José, cien hombres; las baterías de Chamba, San Felipe y Santiago, que defendían el San Luis, cincuenta hom­bres cada una, con un total de 150; las baterías de Varadero y Punta Abani­cos, que defendían la batería de San José, veinticinco cada una; las baterías de Crespo y Mas, para presentar una débil línea de resistencia en La Boquilla y hacer caer a los ingleses en la trampa, logrando su avance hacia La Popa: cincuenta hombres cada una y un destacamento de otros cincuenta en Pasacaballos. En total, la primera línea de defensa contaba con 750 hom­bres, pero su parte más débil, evidentemente, estaba en las baterías de La Boquilla. El Virrey continuaba convencido de que el principal ataque se desarrollaría en La Popa, entrando por La Boquilla, para tomarse el castillo de San Felipe, y desde allí bombardear a la ciudad; los ingleses, pues, cae­rían en la trampa tendida, por lo cual consideró que las tropas dispuestas en el San Luis y San José serían suficientes para cerrar la boca de acceso a la bahía de Cartagena por Bocachica; dadas estas defensas, el inglés jamás se atrevería a forzar este cerrojo. Con la misma idea dejó una pequeña guarni­ción de cincuenta hombres en Cruz Grande, la segunda línea de defensa, y asignó 250 soldados al fuerte Manzanillo, en esta misma segunda línea, para, en caso de necesidad, reforzar sus seiscientos hombres de La Popa, moviéndolos hacia allí y, en todo caso, dar la carga final con ellos también. Viéndolo así, el plan no estaba mal; sólo que Vernon había decidido no ejecutar el suyo como Eslava lo tenía asumido: lanzaría un desembarco de distracción en La Boquilla y emplearía a fondo sus efectivos en Bocachica para forzar el cerrojo de la bahía.

Por aquellos días, un correo que había logrado evadir el cerco que estaba tendiendo Vernon sobre Cartagena avisó que un sobrino del General, el teniente de navío Francisco Ignacio de Lezo, había sido capturado en El Fuerte, uno de los cinco barcos que traían suministros de víveres, muni­ciones y otras vituallas para la Plaza. Vernon aprovechó tan inesperado bo­tín, pues él mismo había permanecido escondido con sus naves en la ense­nada de Cabo Tiburón, aguardando a confirmar así que las escuadras española y francesa se dirigirían a socorrer la ciudad. Los barcos de provi­siones habían sido capturados hacia febrero de 1741.

Cuando el general Lezo llegó a Bocachica y comenzó a ver cómo apare­cían en el horizonte más y más velas que, como una tempetad, se acercaban a la boca de la bahía, no le cupo ninguna duda de que el ataque y desembarco se desarrollaría por allí, tal y como lo había previsto en su conversación con el Virrey. Cuando las horas fueron pasando, aquel bosque de velas se fue haciendo cada vez más espeso y el General comenzó a abrigar serias dudas sobre la resistencia que se podía hacer en aquella primera línea de defensa. Evaluada la situación, lo primero que hizo, pues, fue hablar con el castella­no del San Luis, el coronel Carlos Suillar de Desnaux, a quien dijo:

—Coronel, la situación la aprecio muy grave. Vos no tenéis los medios de defensa, pues cien hombres en San Luis y cien en San José, más los escasos 150 de las otras baterías, no son suficientes para sostener esta posi­ción.

—Creemos que el ataque principal no se va a llevar a cabo por este lado, mi General. Los ingleses harán algunas maniobras de distracción, pero su interés, según conocemos, es desembarcar al norte, por La Boquilla.

—Pamplinas. Los ingleses atacarán por este lado, para forzar la entrada a la bahía. No os engañéis. Y esto es independiente de que también desem­barquen en La Boquilla y adonde más se les ocurra. Es preciso reforzar la primera línea de defensa con más tropa, trayéndola de Cartagena. Allí hay acantonados 580 hombres que considero vitales para la defensa de las pla­yas del castillo. No se debe permitir un desembarco de hombres y artillería cerca del San Luis, o la primera línea de defensa será perforada.

—Pues tendréis que hablar con el Virrey, quien así ha dispuesto la de­fensa —adujo Desnaux.

—Así lo haré —concluyó el General.

Lezo comprendió también que no podría hacer frente con sus navíos a tan poderoso enemigo y decidió darles instrucciones de aguardar tras las cadenas el desarrollo de los acontecimientos. En el entretanto, regresó a su casa de Cartagena donde el día martes 14 de marzo fue informado por el capitán de una balandra francesa, despachada de Leogano por el general de esa colonia, que había más de treinta y seis navíos de guerra y más de ciento treinta velas desplegadas en toda la costa cartagenera. Lezo se dirigió, tan pronto como pudo, a donde el Virrey a informarle de primera mano la situación, tanto la que le había comunicado el capitán, como la que él mismo había visto.

—Vuecencia —dijo Lezo al franquear, sin anunciarse, las puertas del despacho del Virrey—, la situación es bastante grave. A mi juicio, debemos reforzar dos puntos: el castillo de San Luis y La Boquilla, para impedir que los botes y lanchas del enemigo alcancen tierra. Los barcos están haciendo un recorrido exploratorio por las costas con el propósito de desembarcar hombres y artillería.

El virrey Eslava dio un pequeño salto de sorpresa y se puso inmedia­tamente de pie. Lezo también se sorprendió al ver que el coronel Desnaux estaba allí presente, cuando debería estar en el frente a la espera de instruc­ciones. Una especie de presagio asaltó su cabeza de que algo no muy claro estaba aconteciendo; quizás Desnaux estaría recibiendo órdenes directas, saltándose el conducto regular; quizás el Virrey estaba inmerso en una cons­piración contra él… Transcurridos unos segundos y habiéndose recuperado los tres de su sorpresa, el Virrey interpeló:

—Si queréis reforzar la primera línea de defensa, proporcionadme los hombres de vuestros propios marinos, pues yo ya he dispuesto los que tengo.

El semblante del General se mudó, pasando del asombro inicial a la ira contenida. Clavó el único ojo sano que tenía en el rostro del Virrey, intentando ignorar y despreciar al coronel Carlos Desnaux, que permane­cía en su silla como si lo hubiesen clavado a ella, comprendiendo lo incó­modo de aquella situación.

—Los hombres que tengo son los necesarios para la defensa y operación de los navíos —dijo Lezo pausadamente como para que el Virrey no pusie­ra en duda la autoridad de sus palabras—. No tengo más disponibles que los cuatrocientos que ya tenéis acantonados en Cartagena. Si Vuestra Mer­ced me hubiese hecho caso, ya tendríamos todo arreglado. Si el castillo de San Luis cae, seréis cogido por la espalda en La Popa. —Y añadió, aumen­tando el volumen y velocidad de sus palabras—: ¡Vive Dios que los hom­bres que tenéis inutilizados en la segunda y tercera línea deberían estar ya en la primera!

El Virrey lo miró descompuesto y gritó, intentando esquivar aquella mirada que lo traspasaba como un carbón encendido:

—¡Inutilizados, decís! ¡Qué desfachatez mostráis, General! ¡Dadme cua­renta hombres, artillería y pertrechos para montar en Castillo Grande una mayor defensa!

—¡Creo que no entendéis la gravedad de la situación, Señor Virrey! —dijo ya en tono mayor el General, girando torpemente sobre su talón y pata y deteniendo su mirada sobre el coronel Desnaux, que se había puesto ya de pie ante la inminencia de lo que se venía—. ¡Me pedís cuarenta hom­bres para el castillo de la Cruz Grande, cuando el problema no es ese! ¡En­tended! —espetó Lezo haciendo un brusco señalamiento con su mano—: debemos desplazar hombres hacia La Boquilla y San Luis para impedir el desembarco del enemigo; o de lo contrario, comenzad a cavar trincheras al sur de La Popa! ¿Por qué me mencionáis, entonces, Cruz Grande?

—¡Voto a Dios que éste es el único castillo importante que está con defensas inferiores a las necesarias! —volvió a gritar Eslava, temblando de la ira. ¡Dadme los hombres que necesito allí! ¡Y es una orden, General! Podéis retiraros… —dijo indignado el Virrey, ante lo cual Lezo, girando de nuevo y dando un portazo, exclamó:

—¡Me cago en diez, que no entiende!

Después de una breve pausa para recomponerse, el Virrey se dirigió a Desnaux, diciéndole:

—¡Vos mismo habéis oído cuán impertinente es este hombre! ¡Su tono bordea la insurrección! ¡Hace lo que le da la gana y no acata órdenes ni razones! Se cree que está por encima de la autoridad a mí confiada por Su Majestad sobre esta Plaza… ¡Haced, pues, lo que hemos acordado, Coro­nel!

Blas de Lezo procedió a transmitir la orden dada por el Virrey al condes­table Manuel Briceño para que desembarcase del navío San Felipe los hom­bres, la artillería y pertrechos necesarios para su uso en el castillo. Briceño no pudo salir de su asombro, pues era desvestir un santo para vestir otro y, precisamente, en momentos en que el San Felipe era necesario para la pro­tección de la boca de entrada a la bahía. Los oficiales mayores protestaron, porque los navíos comenzaban a quedar sin la fuerza suficiente, pero era una orden que había que cumplir. Lezo se sintió, nuevamente, apabullado por un virrey que no tenía reparos en dar las instrucciones más improce­dentes con tal de que sus planes no fuesen alterados ni menoscabados. Pero lo que más lo irritaba era ver que la línea de mando era irrespetada por la más alta autoridad del Virreinato, minando con ello la disciplina debida en las filas. Tenía ya la plena convicción de que Vernon no caería en la trampa tendida por Eslava y que su avance sería sistemático y moderado, demo­liendo, primero en Bocachica, la línea más exterior de defensa y avanzando al interior de la bahía con el método de una máquina de guerra. Por otra parte, las pequeñas guarniciones de las baterías de Crespo y Mas serían sacrificadas para el cumplimiento del plan maestro de defensa del Virrey, y esto le costaba trabajo entender al curtido general. Por eso el 14 de marzo anotó en su diario de guerra: «…Reparando de que mucho tiempo a esta parte D. Sebastián de Eslava no me ha respondido nunca ninguna proposición y advertencias que le he hecho convenientes para la defensa de esta ciudad y cas­tillo y todo ha sido callar y manifestar displicencia».

Pero en algo debió tocar el duro cruce de palabras al Virrey, que al día siguiente envió a Don Blas un refuerzo de 242 hombres y 15.000 raciones de comida para el castillo de San Luis, lo cual también juzgó el General que era inapropiado. En realidad, en el castillo quedarían ya 342 hombres que necesitarían por lo menos cuarenta días de abastecimientos, lo que daría unas necesidades de 41.040 raciones de comida; esto, sumado a la dificultad del transporte de tres leguas desde la ciudad a Bocachica, estaba indicando la imprevisión e improvisación del Virrey en materia de defensa de la ciudad. Lezo no pudo estar más que indignado. Sus buques, ahora vitales para la defensa, tendrían que distraerse llevando pertrechos y víve­res. ¿Cómo no había sido esto previsto por el mayor responsable de la ciudad? Él mismo se lo había advertido desde hacía tiempo, pues su opi­nión era reforzar con todos los hombres y pertrechos los dos puntos por donde sería factible la invasión: Bocachica y La Boquilla. Por ello el Gene­ral escribiría al marqués de Villarias, Don Julián de la Cuadra, ministro de Felipe V:

Muy señor mío: …Quisiera omitir lo prolijo de esta narración…, pero las circunstancias que han procedido de abandono y omisión en esta grave materia, no obstante anticipadas órdenes de Su Majestad para el resguardo de esta plaza y encargo con que me hallo para su consecución, me precisan a exponer, aun contra mi genio, que sólo los efectos de la Divina Providencia han sido causa para lograr por entero que esta ciudad y comercio no experi­mentasen su total ruina, sin que causa humana en lo natural pudiese con­trarrestar las fuerzas que vinieran por el lamentable estado en que se halla­ban… Parece mentira que una ciudad amenazada del enemigo, con anticipadas noticias del Rey para su resguardo, no tuviese un repuesto de víveres para seis meses y fuese tal la escasez de los depositados, que precisase valerme a la fuerza de las que tenía para las tripulaciones de mis navíos…

Lezo se curaba, pues, en salud, pues ya había tenido una experiencia similar con el Virrey del Perú y aquello no había quedado suficientemente documentado. Por ahora, iría dejando las cosas bien claras.

La anotación no podía ser más justa, pues insinuaba graves negligencias por parte de quien también había sido encargado de velar por la defensa de la ciudad y quien, técnicamente, era el responsable político de la Plaza, y quien podía administrar recursos públicos y allegarlos de otras provincias. Sabido era que el gobernador de la misma, Don Pedro Fidalgo, había sido encargado de su defensa por el Primer Secretario de Marina e Indias, Don José Quintana, cuando el 16 de agosto de 1739 le había enviado comuni­cación de que Vernon había zarpado de Portsmouth; pero Fidalgo había muerto el 23 de febrero de 1740, apenas siete meses después de la fecha de aquella comunicación. En su reemplazo fue nombrado Don Melchor de Navarrete, quien como pudo, intentó organizar la defensa: ordenó retirar el ganado que pastaba en sus costas; colocó en Tolú un ejército que pudiera contrarrestar cualquier desembarco enemigo y equipó los destacamentos de indios cuyo número ascendía a seiscientos. Pero faltaban muchas provi­siones y pertrechos, particularmente raciones y pólvora, pues la que había era de mala calidad. En este sentido, Navarrete, como gobernador encarga­do, elevó queja al Gobierno el 4 de enero de 1740. Sabía que en Don Blas de Lezo había encontrado un colaborador infatigable y que había desplega­do todo su ingenio para dotar a Cartagena de los medios a su alcance que contribuyeran a su eficaz defensa; pero, aun así, lo que había era insuficien­te. Por ello, si Eslava había llegado al puerto como gobernador en propie­dad el 21 de abril de 1740 (habiendo sido nombrado el 20 de agosto de 1739), la impresión era que debía haberse esforzado más en la consecución de recursos y en no abandonar esta tarea a manos de su subalterno, el pro­pio Don Blas, a cuyo cargo estaba tan sólo la defensa militar de la Plaza. Esto se trasluce cuando, en la misiva, Lezo explica que solicitó ayuda a Santa Fe de Bogotá y que esta ciudad se la negó por falta de recursos: «…So­licité en tiempo oportuno los recursos necesarios a este importante fin a las colo­nias francesas y al reino de Santa Fe, no consintiendo en ello por el motivo de no tener caudales…». ¿No debería haber estado a cargo de Eslava esta solicitud, como responsable político y administrativo, y no bajo responsabilidad de un general de la Armada?

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