El día que España derrotó a Inglaterra (13 page)

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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

BOOK: El día que España derrotó a Inglaterra
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—Más importante es lo que dice el reverso: Porto Belo Sex. Solum Navivus Expugnate, «Con Sólo Seis Navíos se Tomó a Portobelo». La siguiente po­dría decir: Con Sólo la Mitad de sus Hombres se Tomó a Cartagena —conclu­yó Ogle con cierta ironía, mientras le daba volteretas por el aire.

—No se diga más… Está decidido —remató Wentworth.

Por eso cuando Lawrence Washington llegó con su contingente de nor­teamericanos, el almirante Vernon lo saludó con estas palabras:

—Habéis traído menos hombres de los acordados: sólo 2.763 de los 4.000 esperados, según me lo narráis. Eso nos obliga a variar los planes y a reforzaros sustrayendo hombres de la operación programada hacia La Popa y San Felipe, con lo cual el plan inicial debe ser abortado—. La idea de Vernon era imprimir un sentimiento de deuda en Lawrence Washington que fuera más que correspondido…

—Almirante, siento haberos fallado, pero fue prácticamente imposible levantar 4.000 hombres —contestó Washington—. Pero estos que traigo suplirán en esfuerzo y valor lo que les falta en número. Os lo prometo.

—Tendréis oportunidad de cumplir esta promesa frente al San Luis —contestó lacónicamente—. Yo os apoyaré batiendo con mis artilleros los fuertes y baluartes desde el mar. Iréis en primera línea y, una vez que hayáis desembarcado, os suministraré la artillería de tierra necesaria para batir el San Luis.

Lawrence Washington ignoró siempre que Edward Vernon había so­brepasado la leva de veinte mil hombres que deseaba para la operación, pues ahora contaba con 23.600 combatientes, incluidos sus 2.763 colo­nos a quienes, con los mil macheteros negros de Jamaica, lanzaría en la primera oleada de desembarque contra el castillo de San Luis. No obstan­te, la poca instrucción militar de aquellos reclutas hacía desconfiar sobre­manera al Almirante de sus capacidades. Pero algo harían, sobre todo al servir de carne de cañón, pues sus Red Coats e infantería de marina serían reservados para los ataques subsiguientes y, en todo caso, para el asalto final. Nadie podría decir que Cartagena no había caído gracias a sus vale­rosos ingleses.

Era la primera vez que Inglaterra pedía apoyo a sus colonias de América. Virginia, Massachussets, North Carolina, Pennsylvania, Maryland, Connecticut y Rhode Island se sumaron al esfuerzo bélico, pero sólo ha­bían producido 2.763 soldados, pese a que el rey Jorge II había prometido libertad para todos los que, estando en las cárceles, se enlistasen en los reales ejércitos y a pesar de que la guerra contra España era muy popular. Tan popular, que de todos los puntos cardinales del imperio llegaron solici­tudes de apoyo: de Georgia y Virginia, de Aberdeen, Liverpool, Bristol, Londres, y hasta Kingston…, y cuando la guerra finalmente se declaró el 23 de octubre de 1739, las campanas de las iglesias se echaron al vuelo. En previsión de este suceso, la Marina ya había despachado a Vernon hacia aguas del Caribe desde el 4 de agosto de ese año para dar un ataque sorpre­sivo, tal como lo harían los japoneses contra los Estados Unidos dos siglos más tarde en Pearl Harbor. Un día antes de la declaración de guerra de Inglaterra contra España, el 22 de octubre, Vernon había atacado a La Guaira, pero esta vez con muy pobres resultados para sus armas, pues no había logrado capturar el puerto, ni las naves cargadas de azogue que se disponían a salir rumbo a la Metrópoli.

El 22 de noviembre probó con más éxito su ataque a Portobelo, destru­yendo la ruinosa fortaleza de San Felipe de Sotomayor de Todo Fierro, San Jerónimo y Gloria, que sucumbieron a su empuje. Esta victoria fue recibi­ da en Inglaterra con especial júbilo, pues las dos cámaras del Parlamento aprobaron votos de aplauso al Almirante y se acuñaron las medallas con memorativas de la hazaña a las cuales hiciera mención el almirante Sir Chaloner Ogle en aquel consejo de guerra. Fue después de esta sonada victoria que Vernon le escribe a Don Blas de Lezo la propuesta para el correspondiente intercambio de prisioneros, en los siguientes términos:

Señor: …Espero que por la manera en que he tratado a todos, V.E. quedará convencido de que la generosidad a los enemigos es una virtud nata del inglés, la cual parece más evidente en esta ocasión por haberla practicado contra los españoles… Habiendo yo mostrado en esta ocasión tantos favores y urbanidades, además de lo capitulado, tengo entera confianza del carácter de V.E., que sabrá corresponder a mis paisanos con igual generosidad… El capitán Polanco debe dar gracias a Dios de haber caído por capitulaciones en nuestras manos, porque si no, por su trato vil e indigno contra los ingleses, habría tenido de otro modo un castigo correspondiente… Y firma:

Soy de V.E. su más humilde servidor, E. Vernon

(Portobelo, 27 de noviembre de 1739)

Y ante la expectante espera del ataque, Lezo cumplidamente le responde:

…Bien instruida V.E. del estado en que se hallaba aquella plaza, tomó la resolución de irla a atacar con su escuadra para conseguir sus fines, que son distintos a los de hacernos creer que eran en satisfacción de lo que habían ejecutado los españoles… Puedo asegurar a V.E. que si yo me hubiera halla­do en Portobelo, se lo habría impedido, y si las cosas hubieran ido a mi satisfacción, habría también ido a buscarlo a cualquiera otra parte, persua­diéndome de que el ánimo que faltó a los de Portobello, me hubiera sobrado para contener su cobardía. La manera con que dice V.E. ha tratado a sus enemigos es muy propia de la generosidad de V.E., pero rara vez ha sido virtud de vuestra nación y, sin duda, la que V.E. ahora ha practicado será imitando la que yo he ejecutado con los vasallos de Su Majestad Británica durante el tiempo en que me he hallado en estas costas… No dudando que V.E. en todo lo que estuviere de su parte facilitará el envío de españoles que se hallan en esa isla, apresados en diferentes embarcaciones, con cuya de­mostración solicitaré que se haga lo mismo con todos los ingleses que se hallen en los puertos de esta América. Y firma, sin ninguna melosería:

Su más atento servidor, Don Blas de Lezo

(a bordo del Conquistador, 24 de diciembre de 1739)

Las cartas revelan el temperamento de uno y otro marino: de garrote con melosería, el primero; de francote y arrogante el segundo, sin falsa humildad a la hora de tratar con el enconado enemigo. Blas de Lezo no podía olvidar que fue, precisamente, a los ingleses a quienes debía la muti­lación de su pierna izquierda en 1704, en la batalla de Gibraltar y, en el fondo, quería cobrarse aquella deuda impagada.

Así, para los españoles, el haberse enterado de los planes británicos su­puso una doble expectativa, aunque no una flexibilización de sus propios planes de defensa; para los ingleses, haberlos cambiado supuso un juego de dados cargados en su contra por el esfuerzo bélico que suponía un ataque frontal contra el primer anillo defensivo. Pero aquí, finalmente, jugaba el número, y los españoles estaban en franca desventaja con una opción o con la otra. Las cartas habían sido echadas y también enviadas.

Capítulo VII

Cartagena de Indias y el plan de defensa del Imperio

Ven, Señor, en mi ayuda; apresúrate, Señor, a socorrerme.

(Salmo 69)

D
on Pedro de Heredia, madrileño, había fundado el 20 de enero de 1533, en el poblado indígena de Calamarí, a Cartagena de Indias, después de haber sometido a los pueblos de la comarca; dicha fundación se realizó con todas las solemnidades del caso; al frente de sus escuadras, y escribano al lado, dijo:

—¡Caballeros! Tengo poblada la ciudad de Cartagena en nombre de Su Majestad; si hay quien lo contradiga, que salga al campo donde lo podrá bata­llar, porque en su defensa ofrezco morir ahora y en cualquier tiempo, defen­diéndola por el Rey mi señor, como su Capitán, Criado, Vasallo y como Caba­llero Hijodalgo.

Repetidas tres veces estas palabras, los conquistadores respondieron:

—¡La ciudad está fundada! ¡Viva el Rey nuestro Señor!

El título de ciudad le fue otorgado por el rey Felipe II el 6 de marzo de 1574 y el 23 de diciembre del mismo año ya le era autorizado su escudo de armas. Su acelerado desarrollo provocaría las incursiones piratas iniciadas por Roberto Baal, el 24 de junio de 1543, al que siguieron Martín Coté y Jean de Bautemps, en 1558. Diez años más tarde, en 1568, John Hawkins y posteriormente su discípulo, Francis Drake, en 1586, consumaron los más dolorosos asaltos. Estaba situada, según había quedado consignado en las «Relaciones», en los 10 grados, 30 minutos y 25 segundos de latitud boreal y los 302 grados, 10 minutos de longitud del meridiano de Tenerife (según las mediciones de la época, que dependían de cartas geográficas es­pañolas; actualmente se diría 10 grados, 26 minutos de latitud norte, y 75 grados, 33 minutos de longitud oeste). La ciudad se asentaba sobre una bahía de unos veinte kilómetros de largo, rodeada de manglares y salpicada por una serie de islas, una de las cuales, la isla Cárex, o Tierra Bomba, forma dos entradas a la bahía a ambos extremos, norte y sur: Bocagrande y Bocachica. Los españoles habían construido una escollera, o especie de dique submarino, en Bocagrande para taponar la entrada de los buques por esa parte de la bahía, con miras a mejorar su defensa y el control del tráfico marítimo; la entrada por Bocachica, en cambio, se hacía a través de un estrecho canal marítimo flanqueado por un lecho coralino de baja profundidad que obligaba a los buques a formar una fila india para acceder al puerto por el interior de la bahía. Don Blas de Lezo conocía bien aquellas aguas, con todos sus recovecos, porque permanentemente estaba midiendo con los escandallos de plomo las diversas profundidades que se encontraban a lo largo del recorrido. Una serie de canales comunicaban la ciudad con el interior del continente, el más famoso e importante de los cuales era el Canal del Dique, que hacía posible remontar el río Magdalena hasta muy dentro de la Nueva Granada; era por allí por donde fluía el comercio que, ya en el interior, se desembarcaba y se llevaba a lomo de mula o en carretas remontando los Andes hasta Santa Fe de Bogotá, Tunja, Cali y Popayán. Eran miles de kilómetros, entre lo fluvial y terrestre, que comprendían aquella ruta comercial. Para darnos una idea, un viaje de Cartagena a Santa Fe de Bogotá, en el centro del Virreinato, podía durar más de un mes, atravesando sabanas enormes y calientes, deshabitadas serranías y monstruosas cordilleras por helados pasos de 4.000 metros de altura.

La Ciudad Heroica estaba bien dispuesta y construida. Sus calles eran de buena proporción, anchas y empedradas, lo cual hablaba de su prosperidad e importancia; en ellas cabían ampliamente dos coches, vehículo habitual para una tercera parte de la población. Su zona comercial era envidiable, pues sus tiendas ostentaban las más hermosas sederías y paños que podían conseguirse en el extranjero. Hasta allí llegaban las sedas de la China, los encajes de Holanda, los mantones de Manila, en fin, todas las mercaderías de las Indias Orientales, el Perú, el Japón, las Islas Filipinas, en virtud de las vías de comunicación abiertas por los galeones y resguardadas por la Mari­na de Guerra.

Las casas eran todas de mampostería, bien fabricadas y elegantes, al mejor estilo de la época; todas tenían balcones abiertos, apoyados sobre canes, con pies derechos y tejados, adornados con balaústres simétricos y rejas de madera en las ventanas, que se prefería al hierro que pronto se oxidaba por el aire salobre del mar; sus paredes exteriores estaban pintadas de distintos colo­res y no fue sino en la república que comenzaron a blanquearse con cal; desde hace algunos años se le han venido restituyendo a Cartagena sus colores ori­ginales, alegres y acogedores: terracotas, dorados de oro viejo, amarillos, ro­sados, en fin, una explosión de gamas… En Cartagena, a diferencia de los grandes palacios europeos, ostentosos y refinados, el impacto visual lo causa la repetición de los elementos principales de las balconadas, a manera de sustitución de las formas más cultas de la arquitectura palaciega. Las casas más apetecidas eran las esquineras, porque sobre ellas se podían hacer los balcones más vistosos, encaramados justo donde dobla la esquina; esto le imprimía un especial carácter a la casa cartagenera, amén de que desde allí se podía dominar la visual de las cuatro calles. La provisión de agua de las vi­viendas se efectuaba por los aljibes que cada casa tenía en su patio interior; muchos de estos aljibes se abastecían por la canalización del agua lluvia hacia ellos, recogida en los techos de las casas. En prácticamente cada vivienda había una huerta y patio con jardín; en los extramuros de esa bella ciudad, los ricos tenían casas de campo fabricadas para su recreo y producción económi­ca. Los templos eran también de buena factura, aunque sus adornos internos eran sobrios y a veces pobres en comparación con los de Quito o Lima. Un edificio soberbio era el del Palacio de la Inquisición, con rejas en la planta baja y balcones en el piso superior, la portada barroca con pilastras hundidas flanqueando la puerta, que ostentaba un hermoso friso decorado; esta edifi­cación sufrió graves daños en el sitio de Vernon y tuvo que ser reconstruido en 1770. El Palacio, originalmente, había sido construido en 1630 y, según expuso el Tribunal al Consejo de Indias en 1747, una bomba había desman­telado la casa, por lo que había sido preciso derribarla. Tenía este Palacio la característica de que en la fachada posterior, que daba a la calle de la Inquisi­ción, había un hueco enrejado que hacía de buzón secreto por donde se de­positaban las denuncias que originaban los procesos inquisitoriales del Santo Oficio.

El sombrío que daban los aleros de las viviendas, ininterrumpidos a todo lo largo de la ciudad, no sólo cobijaban de los rayos del sol, sino de las lluvias, a sus habitantes, lo cual hacía de esta ciudad un pequeño paraíso tropical. Estos aleros reemplazaban los árboles, que por ninguna calle se veían en la ciudad. Cualquier transeúnte se podría preguntar por qué en climas donde la sombra se cotiza tan alto, los españoles no plantaron árbo­les en las calles para proporcionar este tipo de cobijo; es posible que fuese una forma de librarse de los bichos e insectos tropicales que tantas moles­tias y enfermedades causaban. Lo inexplicable era por qué tampoco planta­ron árboles en las ciudades de tierras altas y frías, donde los mosquitos y demás insectos no eran problema…, a no ser que lo hicieran porque los aleros protegían de las lluvias, pues, en toda la América, las ciudades espa­ñolas se caracterizaron por poderse recorrer a pie, al amparo de los elemen­tos, por aquellos útiles cobertizos.

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