»Coker cree que podían haber progresado una vez que los chicos crecieran y se pusieran a trabajar, pero siempre hubiese sido una vida dura. Cuando los encontré, no dudaron. Cargaron enseguida sus botes de pesca, y en un par de semanas estaban ya en la isla. Cuando Coker supo que usted no estaba con nosotros, sugirió que quizá anduviese todavía por estos lados.
—Puede decirle que eso borra cualquier rencor que pudiésemos guardarle —dijo Josella.
—Va a ser un hombre muy útil —dijo Ivan—. Y por lo que él nos dijo usted también lo será —añadió mirándome—. ¿Es usted un bioquímico, no?
—Un biólogo, con algunos conocimientos de bioquímica —dije.
—Bueno, allá usted con esas sutiles diferencias. Lo importante es que Michael quiere derrotar a los trífidos científicamente.
Hay
que encontrar un método si queremos ir a alguna parte. Pero las únicas personas con que contamos para iniciar esa investigación parecen haber olvidado la poca biología que aprendieron en el colegio. ¿Qué le parece? ¿Le gustaría convertirse en profesor? Sería un trabajo bastante valioso.
—Nada podría ser mejor —le dije.
—¿Significa esto que nos esta invitando a ir a su isla? —Preguntó Dennis.
—Bueno, si están ustedes de acuerdo —replicó Ivan—. Bill y Josella recordarán quizá los principios esbozados aquella noche en la Universidad. Todavía se mantienen. No estamos metidos en una obra de reconstrucción. Queremos construir algo nuevo, y mejor. Alguna gente no está de acuerdo. En esos casos no nos sirven. No queremos un partido opositor que trate de perpetuar el viejo sistema. Preferimos que esa gente se vaya a otra parte.
—Otra parte parece una oferta bastante pobre dadas las circunstancias —señaló Dennis.
—Oh, no quiero decir que pensemos en arrojarlos de vuelta a los trífidos. Pero hay mucha gente que opina así, y tuvimos que buscar un lugar para ellos. Así que un grupo se instaló en las islas del Canal, y comenzó a limpiar el sitio como nosotros habíamos limpiado la Isla de Wight. Son un centenar de personas. Están progresando, también.
»De modo que hemos desarrollado un sistema de aprobación mutua. Los recién llegados pasan seis meses con nosotros; luego se reúne el Consejo. Si no les gustan nuestros métodos, nos lo dicen; y si nos parece que no podríamos entendernos con ellos, se lo decimos. Si todo está bien, se quedan; si no, cuidamos de que lleguen hasta las islas del Canal… o los devolvemos a su lugar de origen, si son bastante raros como para preferir esto último.
—Parece algo dictatorial. ¿Cómo está formado ese Consejo? —preguntó Dennis.
Ivan sacudió la cabeza.
—Nos llevaría mucho tiempo meternos en cuestiones constitucionales ahora. Lo mejor es que vengan y se enteren por sí mismos. Si les gustamos, se quedan. Pero aunque no les gustemos creo que las islas del Canal les parecerán un lugar más conveniente que lo que será éste dentro de pocos años.
A la tarde, después que Iván levantó vuelo, y desapareció en el sudoeste, salí y me senté en mi banco favorito, en un rincón del jardín.
Miré el valle, recordando los prados irrigados y fértiles que había habido allí. El valle adelantaba notablemente en su camino hacia el salvajismo. Los campos abandonados estaban cubiertos de malezas, hierbajos y lagunas. Los árboles más grandes se hundían lentamente en el suelo pantanoso.
Pensé en Coker y lo que dijo un día el jefe, el maestro y el médico… y en todo el trabajo que sería necesario realizar para poder vivir de nuestros pocos acres. Y en cómo nos sentiríamos todos cuando Shirning se convirtiese en una cárcel. Y en nuestros tres ciegos, que todavía se sentían inútiles, y cada vez más fracasados, a medida que envejecían. Y en Susan que un día debía tener la oportunidad de un marido, y niños. En David, en la hijita de Mary, y en los otros niños que podían venir y que tendrían que dedicarse enseguida a las labores del campo. En Josella y yo mismo que tendríamos que trabajar con mayor empeño a medida que envejeciésemos, pues habría más a quienes alimentar y más trabajo que hacer a mano…
Y allí estaban los trífidos, esperando pacientemente. Allí estaban, como un macizo verde oscuro más allá de los alambres. Había que buscar algo… un enemigo natural, algún veneno, un agente de desequilibrio… Algo había que encontrar para terminar con ellos. Así podríamos realizar otros trabajos, pronto. El tiempo favorecía a los trífidos. Sólo tenían que seguir esperando, mientras nosotros consumíamos nuestros recursos. Primero se acabaría el combustible, luego el alambre. Y ellos o sus descendientes seguirían esperando allí mientras se herrumbraba el cerco… y, sin embargo, Shirning era ahora nuestro hogar. Suspiré.
Se oyeron unas leves pisadas en el pasto. Josella vino y se sentó junto a mí. Le pasé un brazo por los hombros.
—¿Qué piensan
ellos
? —le pregunté.
—Están bastante trastornados, los pobres. Tiene que serles difícil comprender cómo esperan los trífidos. No pueden verlos. Y además, se han acostumbrado a estar aquí. Debe de ser terrible pensar en ir a un sitio desconocido cuando uno es ciego. Sólo saben lo que les decimos. No creo que entiendan de veras que la vida será aquí imposible. Si no fuese por los niños, creo que dirían simplemente que no. Es su hogar. ¿Comprendes? Todo lo que les queda. —Josella hizo una pausa, y luego añadió—: Así lo creen
ellos
; pero, por supuesto, no es realmente
su
hogar; es nuestro hogar, ¿no es así? Hemos trabajado duramente en él. —Me tomó una mano—. Todo esto es obra tuya, Bill. ¿Qué piensas? ¿Nos quedaremos un año o dos más?
—No —dije—. He hecho ese trabajo porque parecía que todo dependía de mí. Ahora parece… bastante inútil.
—¡Oh, querido, no digas eso! Un caballero errante no es algo inútil. Has luchado por todos nosotros, y has alejado a los dragones.
—Los niños son lo más importante —dije.
—Sí, los niños —dijo Josella.
—Y todo este tiempo, sabes, no he podido olvidar a Coker. La primera generación, trabajadores; la segunda, salvajes… Creo que debemos admitir la derrota, antes que llegue, e irnos enseguida.
Josella me apretó la mano.
—No es una derrota, querido Bill, sino —¿cómo se dice?— una retirada estratégica. Nos retiramos a trabajar y estudiar, para el día que podamos volver. Un día volveremos. Nos enseñarás cómo librarnos de estos inmundos trífidos, y volveremos a recuperar nuestras tierras.
—Tienes mucha fe, querida.
—¿Y por qué no?
—Bueno, por lo menos lucharé contra ellos. Pero ante todo tenemos que irnos.
—¿Cuándo?
—¿No crees que podríamos pasar aquí el verano? Sería algo así como unas vacaciones para todos nosotros… sin tener que hacer preparativos para el invierno. Nos merecemos unas vacaciones, además.
—Creo que podríamos hacerlo —dije.
Observamos cómo el valle se desvanecía en el crepúsculo. Josella dijo:
—Es raro, Bill. Ahora que podemos, no quisiera irme. A veces esto me ha parecido una cárcel… pero ahora me parece casi una traición dejarlo. A pesar que he sido más feliz aquí que en ningún otro sitio.
—En cuanto a mí, Josella, nunca he estado vivo antes. Pero tendremos épocas aún mejores, te lo prometo.
—Es tonto, pero voy a llorar cuando nos vayamos. Lloraré a mares. No te preocupes entonces —dijo Josella.
Pero tal como fueron las cosas estuvimos muy ocupados para llorar…
No había, como Josella había dicho, por qué apresurarse. Mientras pasábamos el verano en Shirning, yo podía buscar una nueva casa en la isla, y llevar allí lo más útil de nuestras provisiones y maquinarias. Pero, mientras tanto, la pila de madera había sido destruida. Necesitábamos combustible para hacer funcionar la cocina durante unas pocas semanas. Así que Susan y yo fuimos en busca de carbón de leña.
El coche tractor no servía para ese trabajo y tomamos un camión. Aunque el depósito más cercano estaba sólo a quince kilómetros, el mal estado de los caminos nos obligó a dar un rodeo. No hubo mayores dificultades, pero regresamos a la caída de la tarde.
Cuando doblábamos la última curva del camino, y los trífidos estaban ya azotando el camión tan infatigablemente como siempre, abrimos los ojos de asombro. Dentro del patio había un vehículo de monstruoso aspecto. Nos quedamos tan estupefactos que lo miramos un rato con la boca abierta mientras Susan se ponía el casco y los guantes y bajaba a abrir.
Entramos y fuimos juntos a ver el vehículo. El chasis, vimos, estaba montado sobre listones metálicos que sugerían un origen militar. La impresión general era de algo que estaba entre un camión de transporte y una casa rodante construida por un aficionado. Susan y yo lo observamos un momento, y luego nos miramos, con las cejas levantadas. Entramos en la casa para saber algo más.
En el vestíbulo encontramos, además de a nuestra gente, a cuatro hombres vestidos con trajes de esquiar de un color verde grisáceo. Dos de ellos llevaban pistolas en el cinturón, los otros habían instalado sus ametralladoras en el piso, junto a sus sillas.
Josella volvió hacia nosotros una cara completamente inexpresiva.
—Aquí está mi marido. Bill, éste es el señor Torrence. Nos dice que es una especie de oficial. Tiene algunas proposiciones que hacernos.
La voz de Josella nunca había sido tan fría. Durante un segundo no pude responder. El hombre que Josella me señalaba no me reconoció, pero yo lo recordaba perfectamente. Las caras que lo han mirado a uno por encima de la mira de un revólver no se olvidan con facilidad. Además, allí estaba aquel característico pelo rojo. Yo recordaba aún cómo aquel eficiente joven había hecho retroceder a mi grupo en Hampstead. Lo saludé con un movimiento de cabeza. El hombre me miró y dijo:
—Entiendo que todo esto está a su cargo, señor Masen.
—El lugar pertenece al señor Brent, aquí presente —repliqué.
—Quiero decir que es usted el organizador de este grupo.
—Por ahora, sí —dije.
—Bien. —El hombre adoptó un aire de ahora-vamos-a-ir-a-alguna-parte—. Soy el Comandante de la región sudeste —añadió.
Habló como si eso pudiera significar algo importante para nosotros. No lo era. Se lo dije.
—Eso significa —aclaró el hombre— que soy el oficial jefe del Consejo de Emergencia de la región sudeste de Bretaña. Es por lo tanto uno de mis deberes supervisar la distribución y ubicación del personal.
—¿De veras? —dije—. Nunca oí hablar de este Consejo.
—Posiblemente. Nosotros ignorábamos también la existencia de ustedes hasta que ayer vimos el fuego.
Esperé a que siguiera.
—Cuando se descubre un grupo como éste —dijo Torrence—, me corresponde investigarlo, valuarlo y hacer los cambios que sean indispensables. Así que ya saben ustedes que estoy aquí en tarea oficial.
—¿En representación de un consejo oficial? ¿O se trata de un consejo elegido a sí mismo? —preguntó Dennis.
—Es necesario que haya ley y orden —dijo el hombre muy tieso. Enseguida, con otro tono de voz, añadió—: Es usted dueño de un lugar muy bien instalado, señor Masen.
—El dueño es el señor Brent —corregí.
—Dejemos de lado al señor Brent. Está aquí sólo gracias a usted.
Miré de reojo a Dennis. Tenía una expresión dura.
—Aun así, es su propiedad —dije.
—Era, quiere decir. La sociedad que sancionó sus derechos ya no existe. Los títulos de propiedad han dejado de ser válidos. Además, el señor Brent es ciego, así que no podemos considerarlo autoridad competente.
—¿De veras? —dije otra vez.
En nuestro primer encuentro este joven y sus expeditivas maneras me habían disgustado bastante. Un trato más íntimo no mejoraba mi impresión. Torrence siguió diciendo:
—Esta es una cuestión de supervivencia. Los sentimientos no pueden interferir con las medidas prácticas necesarias. Bien, la señora Masen me ha dicho que suman ustedes ocho. Cinco adultos, esta muchacha, y dos niños. Todos pueden ver, excepto estos tres.
El hombre señaló a Dennis, Mary y Joyce.
—Así es —admití.
—Hum. Esto es bastante desproporcionado. Temo que haya que hacer algunos cambios. Tenemos que ser realistas en estos tiempos.
Me encontré con los ojos de Josella. Vi en ellos que me pedía que tuviera cuidado. Pero yo no pensaba mostrar allí mismo mi oposición. No ignoraba los métodos directos del pelirrojo, y quería enterarme mejor de todo aquello. Aparentemente Torrence adivinó mis deseos.
—Será mejor que lo ponga al tanto —me dijo—. En pocas palabras se trata de esto. Los cuarteles están en Brighton. Londres pronto se nos hizo inhabitable. Pero en Brighton pudimos limpiar una parte de la ciudad y establecer una cuarentena. Brighton es un lugar bastante extenso. Cuando haya pasado la enfermedad y podamos visitar todos los barrios tendremos muchas tiendas a nuestra disposición. Recientemente hemos hecho algunas expediciones a otros lugares. Pero esto se acaba. El estado de los caminos no permite el tránsito de camiones, y hay que ir muy lejos. Tenía que ocurrir, naturalmente. Nos pareció que podíamos habernos quedado allí algunos años más, pero ya ve usted. Es posible que nos hayamos hecho cargo de demasiados en un principio. En fin, de todos modos ahora tenemos que dispersarnos. Sólo podremos seguir si vivimos de los productos de la tierra. Para esto tenemos que distribuirnos en unidades menores. La unidad modelo ha sido fijada en una persona con vista por diez ciegas, además de algunos niños.
»Tiene usted aquí un lugar excelente, capaz de mantener a dos unidades. Alojaremos aquí diecisiete ciegos, es decir veinte con los tres que ya están aquí. Sin contar, claro, los respectivos niños.
Miré asombrado a Torrence.
—¿Sugiere en serio que pueden vivir aquí veinte personas con sus hijos? —dije—. Pero eso es imposible. Hemos estado preguntándonos si podríamos vivir nosotros.
El pelirrojo meneó con confianza la cabeza.
—Es perfectamente posible. Y yo le estoy ofreciendo a usted el comando de esa doble unidad. Aunque, francamente, si usted no quiere hacerse cargo, pondremos a otro. No podemos perder tiempo.
—Pero estudie el lugar —repetí—. Es imposible.
—Le aseguro que es posible, señor Masen. Claro que tendrán ustedes que rebajar su nivel de vida. Todos tenemos que hacer lo mismo durante algunos años; pero cuando los niños crezcan podrán ayudar a extender esto. Durante seis o siete años tendrá usted que trabajar de veras, lo admito; eso no se puede evitar. A partir de entonces, sin embargo, podrá usted reducirse a ejercer funciones de supervisor. Será una buena recompensa después de varios años de vida dura.