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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (73 page)

BOOK: El descubrimiento de las brujas
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Pasamos por granjas destartaladas y casas pequeñas con las luces de primera hora del día centelleando en cocinas y dormitorios. La zona rural del estado de Nueva York está en todo su esplendor en octubre. En ese momento los árboles brillaban con su follaje rojo y oro. Después de que cayeran las hojas, Madison y el campo circundante se volverían gris rojizo y permanecerían así hasta que las primeras nevadas cubrieran el mundo con un inmaculado manto blanco.

Doblamos para seguir el camino lleno de baches que conducía a la casa de los Bishop. Sus perfiles de fines del siglo XVIII eran compactos, dándole aspecto de caja, y se alzaba alejada del camino sobre una pequeña loma, rodeada por los viejos manzanos y arbustos de lilas. Las blancas tablas necesitaban urgentemente una nueva capa de pintura y la vieja cerca de estacas puntiagudas se estaba viniendo abajo en algunas partes. Pero pálidas columnas de humo se alzaban desde ambas chimeneas dándonos la bienvenida, llenando el aire con el olor otoñal de la madera ardiendo.

Matthew condujo hacia el sendero de la entrada, que estaba marcado con baches cubiertos de escarcha. El Range Rover siguió su rumbo por encima de ellos y se detuvo junto al maltrecho coche, en otro tiempo color púrpura, de Sarah. Una nueva serie de pegatinas en el parachoques adornaba la parte de atrás. «Mi otro vehículo es una escoba», su favorito, estaba pegado junto a «Soy pagano y voto». Otra proclamaba: «Ejército Wicca: no nos iremos en silencio hacia la noche». Suspiré.

Matthew apagó el motor y me miró.

—Se supone que debo estar nervioso.

—¿Y no lo estás?

—No tan nervioso como tú.

—Volver a casa siempre hace que reacciones como una adolescente. Lo único que quiero hacer es apoderarme del mando a distancia de la televisión y comer helado. —Aunque trataba de mostrarme ingeniosa y alegre por él, no estaba demasiado entusiasmada con este regreso al hogar.

—Estoy seguro de que podremos encargarnos de eso —dijo con el ceño fruncido—. Mientras tanto deja de fingir que no ha ocurrido nada. No me vas a engañar a mí, ni tampoco a tus tías.

Me dejó sentada en el coche mientras él llevaba nuestro equipaje a la puerta principal. Habíamos acumulado un número sorprendentemente grande de bultos, incluyendo dos maletines de ordenador, mi infame bolsa de lona de Yale y una elegante maleta de cuero que podría haber pertenecido a la época victoriana. También estaba el instrumental médico de Matthew, su abrigo gris largo, mi nuevo anorak brillante y una caja de vino. Matthew había sido prudentemente precavido en esta última cuestión. El gusto de Sarah se inclinaba por cosas más fuertes y Em era abstemia.

Matthew regresó y me sacó en brazos del vehículo con mis piernas balanceándose. A salvo en la escalinata, apoyé cautelosamente el peso sobre mi tobillo. Ambos estábamos frente a la puerta roja del siglo XVIII de la casa. Estaba flanqueada por pequeñas ventanas que permitían ver la sala principal. Todas las lámparas de la casa estaban encendidas para darnos la bienvenida.

—Huelo el café —dijo él, mirándome con una sonrisa.

—Entonces están levantadas. —El seguro del gastado y conocido cerrojo de la puerta se soltó cuando lo toqué.

—Sin llave, como de costumbre. —Antes de que me entrara el pánico, me introduje en la casa cautelosamente—. ¿Em? ¿Sarah?

Una nota escrita con la letra oscura y firme de Sarah estaba pegada con cinta adhesiva en el poste de la barandilla de la escalera.

«Hemos salido. Pensamos que la casa necesitaba estar primero un tiempo a solas con vosotros. No os apresuréis. Matthew puede quedarse en la antigua habitación de Em. Tu habitación está lista». Había un añadido, escrito con la letra más redonda de Em: «Los dos podéis usar la habitación de tus padres».

Recorrí rápidamente con la mirada las puertas del vestíbulo. Todas estaban abiertas y ninguna se golpeaba arriba. Incluso las amplias puertas que conducían a la sala de estar permanecían en silencio, en lugar de estar moviéndose desenfrenadamente sobre sus bisagras.

—Ésa es una buena señal.

—¿El qué? ¿Que estén fuera de casa? —Matthew parecía perplejo.

—No, el silencio. La casa no siempre se ha comportado bien con gente nueva.

—¿La casa está embrujada? —Matthew miró con interés.

—Somos brujas…, por supuesto que la casa está embrujada. Pero es más que eso. La casa… tiene vida propia. Tiene sus propias ideas acerca de las visitas, y cuantos más Bishop hay, peor se comporta. Por eso Em y Sarah han salido.

Una mancha fosforescente entró y salió de mi visión periférica. Mi abuela muerta desde hacía mucho tiempo, a la que nunca conocí, estaba sentada junto a la chimenea de la sala de estar, en una mecedora desconocida. Se la veía tan joven y hermosa como en la fotografía de su boda que estaba en el descansillo de la escalera. Cuando sonrió, mis propios labios se curvaron como respuesta.

—¿Abuela? —llamé con cautela.

«Es guapo, ¿no?», dijo haciendo un guiño con una voz que crujía como papel encerado.

Apareció otra cabeza en el marco de la puerta.

«¡Vaya si lo es! —estuvo de acuerdo el otro fantasma—. Pero debería estar muerto».

Mi abuela asintió con la cabeza.

«Supongo que sí, Elizabeth, pero es lo que es. Nos acostumbraremos a él».

Matthew estaba mirando hacia la sala de estar.

—Ahí hay alguien —dijo, asombrado—. Casi puedo olerlos y escucho algunos ruidos lejanos. Pero no puedo verlos.

—Fantasmas. —Recordé los calabozos del castillo y busqué a mi madre y a mi padre.

«Oh, no están aquí», dijo la abuela con tristeza.

Decepcionada, dejé de prestar atención a mi familia muerta para concentrarme en mi marido no muerto.

—Vamos arriba y dejemos el equipaje. Eso le dará ocasión a la casa de conocerte.

Antes de que pudiéramos movernos un centímetro más, una bola peluda y negra como el carbón salió disparada de la parte posterior de la casa con un chillido que helaba la sangre. Se detuvo de golpe a unos treinta centímetros de mí para transformarse en un gato que ronroneaba. Arqueó el lomo y maulló otra vez.

—Yo también estoy encantada de verte,
Tabitha.
—La gata de Sarah me detestaba, y el sentimiento era mutuo.

Tabitha
bajó su lomo hasta la línea correcta y avanzó con paso majestuoso hacia Matthew.

—Los vampiros en general se sienten más cómodos con los perros —comentó él mientras
Tabitha
daba vueltas alrededor de sus tobillos.

Con infalible instinto felino,
Tabitha
se dio cuenta de la incomodidad de Matthew y se dispuso a hacerle cambiar de idea acerca de los animales de su especie. Apoyó la cabeza sobre la pantorrilla de él, y comenzó a ronronear fuerte.

—Vaya, vaya —exclamé. Para
Tabitha,
aquélla era una sorprendente demostración de afecto— . Normalmente es la gata más perversa de la historia mundial.

Tabitha
me gruñó y reanudó sus amorosas caricias en la parte baja de las piernas de Matthew.

—No le hagas caso —le recomendé mientras me dirigía renqueando hacia las escaleras. Matthew cargó los bultos y me siguió.

Agarrada a la barandilla, subí lentamente. Matthew fue dando cada paso conmigo, con su rostro iluminado por la emoción y la curiosidad. No parecía de ninguna manera preocupado por el hecho de que la casa lo estuviera observando.

No obstante, mi cuerpo estaba tenso, a la expectativa. Alguna vez habían caído fotografías sobre invitados desprevenidos, se habían abierto y cerrado puertas y ventanas, y las luces se habían apagado y encendido sin la menor advertencia. Dejé escapar un suspiro de alivio cuando llegamos arriba sin incidentes.

—Pocos amigos míos venían de visita a esta casa —expliqué cuando él enarcó una ceja—. Era más sencillo quedar con ellos en el centro comercial, en Syracuse.

Las habitaciones de arriba estaban dispuestas en un cuadrado alrededor de la escalera central. La habitación de Em y Sarah estaba en la esquina delantera y daba al sendero de la entrada. La habitación de mis padres estaba en la parte posterior de la casa, con vistas a los campos y a un sector del viejo huerto de manzanos que gradualmente conducía a un bosque más denso de robles y arces. La puerta estaba abierta. Había una luz encendida dentro. Avancé vacilante hacia el rectángulo acogedor y dorado y atravesé el umbral.

La habitación estaba caldeada y era agradable; la amplia cama estaba cubierta por una colcha de retales de colores y almohadas. Nada combinaba, salvo por las cortinas blancas lisas. El suelo era de anchos tablones de pino con brechas lo suficientemente grandes como para que pasara un cepillo de pelo. A la derecha había un baño, con un radiador encendido dentro.

—Lirios del valle —comentó Matthew; su nariz se dilataba ante todos los nuevos olores.

—El perfume favorito de mi madre. —Un antiguo frasco de Diorissimo con una desteñida cinta de cuadros blancos y negros envuelta alrededor del cuello todavía podía verse sobre el escritorio.

Matthew dejó el equipaje en el suelo.

—¿Te vas a sentir molesta si te quedas aquí? —Sus ojos mostraban preocupación—. Puedes ocupar tu antigua habitación, como sugirió Sarah.

—De ninguna manera —respondí con firmeza—. Está en el ático y el baño está aquí. Además, no cabemos los dos en una cama de una sola plaza.

Matthew apartó la mirada.

—Pensé que podríamos…

—No vamos a dormir en camas separadas. No soy menos tu esposa entre brujas que entre vampiros —lo interrumpí, y lo atraje hacia mí. La casa se afirmó en sus cimientos con un breve suspiro, como si se preparara para una larga conversación.

—No, pero podría ser más fácil…

—¿Para quién? —lo interrumpí otra vez.

—Para ti —terminó—. Estás herida. Dormirías mejor sola en una cama.

Yo no estaba dispuesta a dormir sin él a mi lado. De ninguna manera. Como no quería preocuparlo diciéndole eso, puse mis manos sobre su pecho en un intento de cambiar de conversación.

—Bésame.

Su boca se tensó en un «no», pero sus ojos decían «sí». Apreté mi cuerpo contra el suyo, y respondió con un beso dulce y amable a la vez.

—Pensé que te había perdido —murmuró cuando nos separamos y apoyó su frente contra la mía—, para siempre. Ahora tengo miedo de que puedas romperte en mil pedazos por lo que Satu te hizo. Si te hubiera pasado algo, me habría vuelto loco.

Mi perfume envolvió a Matthew y él se relajó un poco. Se relajó más cuando sus manos se deslizaron por mis caderas. Éstas estaban relativamente intactas, y su roce era reconfortante y a la vez electrizante. Mi necesidad de él no había hecho más que intensificarse desde mi terrible experiencia con Satu.

—¿Puedes sentirlo? —Cogí su mano con la mía para apretarla contra el centro de mi pecho.

—¿Sentir qué? —La perplejidad apareció en su rostro.

Sin estar muy segura sobre qué era lo que podría dejar una impresión sobre sus sentidos sobrenaturales, me concentré en la cadena que se había desplegado cuando me besó por primera vez. Cuando la toqué con un dedo imaginario, emitió un murmullo bajo y regular.

Matthew abrió la boca con una mirada del asombro en su rostro.

—Oigo algo. ¿Qué es? —Se inclinó para apoyar la oreja contra mi pecho.

—Eres tú, dentro de mí —dije—. Me retienes…, eres un ancla en el extremo de una cadena larga y plateada. Ésa es la razón por la que estoy tan segura de ti, supongo. —Bajé la voz—: Siempre que pueda sentirte, que tenga esta conexión contigo, no habrá nada que Satu pueda decir o hacer que yo no pueda soportar.

—Es como el ruido que hace tu sangre cuando hablas mentalmente con
Rakasa,
o cuando convocaste el viento de brujos. Ahora que sé qué es lo que tengo que escuchar, resulta audible.

Ysabeau había mencionado que podía escuchar el canto de mi sangre de bruja. Traté de hacer que la música de la cadena fuera más fuerte, que sus vibraciones pasaran al resto de mi cuerpo.

Matthew levantó la cabeza y me regaló una sonrisa gloriosa.

—¡Asombroso! —exclamó.

El murmullo se hizo más intenso y perdí el control de la energía que bullía en mí. Por encima de nuestras cabezas, una infinidad de estrellas estallaron cobrando vida y volaron por toda la habitación.

—¡Caramba! —Docenas de ojos fantasmales se hacían sentir como un hormigueo en mi espalda. La casa cerró con fuerza la puerta para detener los rostros curiosos de mis ancestros, que se habían reunido para ver la exhibición de fuegos artificiales como si fuera el Día de la Independencia.

—¿Tú has hecho eso? —Matthew mantenía su mirada fija en la puerta cerrada.

—No. Las bengalas son cosa mía. El resto lo ha hecho la casa. Tiene que ver con la privacidad —expliqué muy seria.

—Gracias a Dios —murmuró, apretando con firmeza mis caderas contra las suyas y besándome otra vez de una manera que hizo que los fantasmas del otro lado murmuraran entre dientes.

Los fuegos artificiales se desvanecieron en un torrente de luz color aguamarina sobre la cómoda.

—Te amo, Matthew Clairmont —dije en cuanto fui capaz.

—Y yo te amo a ti, Diana Bishop —respondió formalmente—. Pero tu tía y Emily deben de estar congelándose. Enséñame el resto de la casa para que puedan volver a entrar.

Lentamente recorrimos las otras habitaciones en el segundo piso, ya muy poco utilizadas y llenas de curiosidades procedentes de la adicción de Em a las ventas de objetos personales y de todos los cachivaches de los que Sarah no podía deshacerse por temor a llegar a necesitarlos algún día.

Matthew me ayudó a subir las escaleras hasta el dormitorio del ático, donde yo había soportado mi adolescencia. Todavía había carteles de cantantes clavados en las paredes y conservaba los fuertes tonos púrpura y verde que yo había considerado en mi adolescencia como una sofisticada combinación de colores.

Abajo, exploramos las amplias habitaciones formales diseñadas para recibir invitados: la sala principal a un lado de la puerta de entrada, el despacho y un pequeño recibidor al otro. Pasamos por el comedor, usado rara vez, hacia el corazón de la casa, una estancia que hacía las veces de sala de la televisión y comedor habitual, para llegar a la cocina, en el extremo más alejado.

—Parece que Em ha vuelto al bordado otra vez —dije mientras recogía un trozo de tela a medio terminar con un dibujo de una cesta de flores en él—. Y Sarah ha vuelto a las andadas con la bebida.

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