En 1944 Un piloto accidentado misteriosamente es enviado al hospital del Doctor Edward Burton en Manaos, Brasil. Un extraño anillo del paciente despertará la curiosidad de este médico norteamericano, que por su cuenta indagará el origen de todo el misterio.
En 1938 Helmut Langert, un exitoso hombre de negocios alemán en Sudamérica, recibe del mismísimo Reinhard Heydrich en Berlín, la propuesta de dirigir el entramado científico militar de las SS en esa zona del mundo. Catorce fortalezas secretas, estratégicamente situadas en todo el cono sur, conforman el bastión SS dirigidas desde la más importante, la Kolonie Waldner 555. Los proyectos científicos más adelantados e increíbles se dan cita en esas fortalezas, para la consecución de la victoria final del III Reich.
Es una gran responsabilidad, pero Helmut Langert sabe que su patria necesita el máximo esfuerzo de todos y cada uno de sus hombres. Trabaja con los mejores científicos y militares de la SS contrarreloj, ya que muchos países sudamericanos le han ido declarando la guerra a Alemania y la zona se convierte en muy peligrosa ante cualquier movimiento alemán.
Los Estados Unidos son conscientes del peligro nazi para sus intereses en Sudamérica, y no dan tregua desde sus bases aéreas en territorio brasileño. Sin embargo, no son conscientes del alcance de esa amenaza. La lucha no ha hecho más que empezar. Sudamérica es un nuevo frente de batalla.
Felipe Botaya
Kolonie Waldner 555
Tecnología Nazi - 4
ePUB v1.0
Dirdam18.08.12
Kolonie Waldner 555
Felipe Botaya, 2012
Editorial: Nowtilos, 2012
ISBN: 9788499673363
Editor original: Dirdam (v1.0
)
ePub base v2.0
Este libro está dedicado a todos aquellos que lucharon con ganas, decisión y honradez, a pesar de ser una lucha estéril, por algo en lo que creían, aunque fueron superados por los acontecimientos, la soberbia y la mentira de otros.
Estas palabras se han dicho desde la autoridad que concede el fracaso.
Felipe Botaya
Alfonso Montero,
como en cada libro y como buen amigo, Alfonso ha participado ayudándome con su visión crítica pero siempre de forma constructiva. Ha sido muy objetivo en sus comentarios, algo muy necesario cuando se tocan temas como los de
Kolonie Waldner 555
. Creo que su intervención ha sido básica.
Enrique Dauner,
compañero de colegio, gran amigo, excelente buceador y científico cuyas increíbles fotos de Villa Winter en Fuerteventura y el extraño aeropuerto dejan sin respiración a quien pueda tener dudas…, todavía.
Juan Manuel Desvalls,
buen amigo que también ha sabido darme su punto de vista, intentando ser imparcial y lo menos emocional posible. Le parecía imposible que la Segunda Guerra Mundial pudiese esconder todavía tantos secretos y asuntos desconocidos.
Inicios de 1944
El médico volvió a tomar el pulso de aquel paciente en tan mal estado tras la mosquitera de protección. Seguía alto al igual que cuando llegó. Repasó la ficha del ingreso y las diferentes actuaciones médicas que se habían llevado a cabo con él durante los dos días que ya llevaba ingresado. Anotó la cifra de las pulsaciones y la hora. El lápiz sonaba con fuerza mientras escribía sobre el soporte metálico donde se hallaba el historial médico del paciente y que colgaba de la cama del mismo.
—Enfermera Oliveira, por favor. —Se volvió hacia la enfermera, que estaba poniendo de nuevo en su lugar el brazo del paciente, arropándolo con cuidado—. La hinchazón provocada por las quemaduras ha remitido lo suficiente, pero sigue inconsciente. El pulso es alto, ciento veinticuatro. No me sorprende por el estado general del paciente. Un cuarenta y ocho por ciento de su cuerpo sufre quemaduras. —El paciente era de raza caucasiana, de pelo rubio, pero no sabían quién era. Desde luego no parecía brasileño.
Los protocolos médicos se habían seguido a rajatabla, pero no podían hacer otra cosa que esperar. Si hubiese suerte, en algún momento volvería de su inconsciencia y podría explicar qué había sucedido. Le indicó a la enfermera los tipos de quemaduras que tenía aquel paciente.
—Esta es de segundo grado y estas dos de tercero. El pabellón auditivo derecho prácticamente ha desaparecido, consumido por las llamas y el pelo de ese lado también ha sufrido los efectos de la temperatura, más que del fuego directo. La cara está bien aunque todo el vello facial ha desaparecido, incluyendo pestañas y cejas. En los tobillos el fuego ha entrado profundamente y el hueso aparece a la vista. —Señalaba cada lugar que iba indicando—: además tiene contusiones menores y varios traumatismos con rotura de fémur y de la muñeca izquierda principalmente. Por ahora y debido a las quemaduras, no podemos enyesar al paciente. Necesita que tenga la piel en contacto con el aire. —Miró a la enfermera—: ¿ha aplicado sulfadiazina argéntica, enfermera? La piel expuesta sin defensa es un coladero de bacterias e infecciones. —La enfermera Oliveira asintió con la cabeza mientras le mostraba al doctor el apartado de actuaciones en el historial médico del paciente.
—Sí doctor, hace ya más de dos horas.
—Perfecto, creo que ya podemos pasar a la siguiente actuación.
El doctor Edward Burton volvió a mirar el rostro del paciente que mostraba un rictus en su boca que no hacia presagiar nada bueno. La respiración era entrecortada. Observó con detenimiento las zonas quemadas donde se había aplicado la sulfadiazina argéntica. Esa pomada, la higiene y la paciencia eran las mejores medicinas para un quemado. De todas maneras, si aquel hombre sobrevivía no volvería a ser quien era. Le quedarían huellas para siempre. Controló el suero fisiológico que se hallaba conectado a través de una vía al paciente y que goteaba con cierta rapidez. Se volvió hacia la enfermera que permanecía en silencio tras él.
—Enfermera Oliveira, lave al paciente con abundante agua y jabón. Rasque con fuerza la zona de las quemaduras y saque la piel quemada. —La enfermera parecía asustada ante aquella solicitud repentina. La sección de quemados es uno de los destinos más duros y llevaba muy poco tiempo—. No se preocupe, es parte del protocolo para quemados. El agua y el jabón son excelentes antisépticos. —La enfermera asintió y sonrió levemente—. La piel tendrá que
regenerarse. Tras el baño, aplíquele la pomada de nuevo y anótelo. Manténgame informado cuando acabe.
—Sí, doctor —respondió solícita la enfermera, mientras pedía ayuda a dos enfermeros que estaban en la amplia sala, para mover al paciente hasta la zona de duchas.
El Hospital Sâo José era el único centro asistencial con garantías en la ciudad de Manaos, Brasil, en aquel inicio del año 1944. A pesar de la guerra, algunos de sus médicos eran militares norteamericanos, especialistas en enfermedades tropicales y medicina general, ayudados por doctores, enfermeras y monjas brasileños. Era un lugar excelente para aprender el funcionamiento de esas enfermedades, su transmisión y su posible cura. No faltaban casos a diario. Los mosquitos y otros insectos, el agua, los animales, todo era potencialmente portador de extrañas y mortíferas enfermedades. Para un europeo o un norteamericano era un lugar peligroso y muchas veces letal, sobre todo por el desconocimiento. Las investigaciones en el hospital podrían ayudar a miles de soldados en el frente del Pacífico o en África a curar sus enfermedades y esa investigación pasaría luego al campo civil. La guerra siempre ha sido un excelente campo de pruebas y avances científicos de toda índole.
El doctor Burton, que era el único médico civil del contingente americano y era también el responsable de las áreas de quemados y cirugía general, regresó a su consulta en el piso inferior del hospital. El esqueleto auténtico de un hombre colgado de una barra que lo mantenía en vertical presidía la estancia. Nadie sabía de dónde había salido, pero llevaba en el hospital muchísimos años. Seguramente vino de la morgue. A Burton no le molestaba y siempre observaba la artrosis que el hombre debió sufrir en vida, sobre todo en sus últimos años. También varios carteles de partes del cuerpo humano en sección se podían ver allí. Él estaba especializado en abdomen y aparato digestivo, pero allí tenía que colaborar con otros especialistas, con lo que su cultura médica se incrementaba. Creía que era un excelente curso práctico que, para cuando regresase a los Estados Unidos en un máximo de dos años, podía convertirse en un doctor con prestigio y buenos clientes. Sus contactos con el ejército norteamericano le garantizaba unos saneados ingresos al volver, así como las visitas privadas del consultorio que pensaba abrir en Saint Louis.
Se sentó, encendió un cigarrillo aspirando con fuerza y comenzó a hojear los historiales clínicos de otros pacientes. Sin embargo el paciente que acababa de visitar le seguía produciendo una curiosidad que le impedía concentrarse en su trabajo con otros internos. Además, nadie había mostrado interés por él, ni siquiera la policía. Simplemente lo consideraban un accidentado, nada más. Eso era, como mínimo, muy raro.
Alguien llamó a su puerta.
—Adelante —dijo sin levantar los ojos de una gráfica que intentaba analizar sin demasiado éxito.
—Buenos días, doctor Burton. —Uno de los médicos brasileños apareció en el umbral de la puerta esperando permiso para entrar.
—Adelante. —Burton le invitó a pasar, alzando la vista hacia él. Le sonrió—. Dime Joao, qué deseas —le dijo mientras miraba algo envuelto que llevaba en su mano.
Joao Pessoa era ayudante médico del doctor Manuel Cardoso, responsable de la sección de urgencias del hospital. Ellos recibían a los accidentados de cualquier tipo y les aplicaban las primeras curas. Su papel era determinante y hacían la diferencia entre la vida y la muerte de un paciente accidentado por las más diversas causas. Su nivel de actuación estaba basado en dos aspectos, reconocimiento rápido de la dolencia o traumatismo y tratamiento adecuado con la máxima celeridad.
—Doctor Burton… —empezó Pessoa. Burton le miró con una medio sonrisa.
—Joao ya te he dicho muchas veces que me tutees, yo te tuteo. No tenemos tiempo para formalismos y los dos somos médicos—. El doctor Pessoa agradeció la gentileza y continuó.