Read El cuento de la criada Online
Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood
Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción
He aprendido a arreglármelas sin un montón de cosas. Si tienes demasiadas cosas, decía Tía Lydia, te aferras demasiado al mundo material y olvidas los valores espirituales. Bienaventurados los humildes. No agregó nada acerca de que heredarían la tierra.
Sigo tendida, con el agua chocando suavemente contra mi cuerpo, junto a un cajón abierto que no existe, y pienso en una niña que no murió cuando tenía cinco años; que aún existe, espero, aunque no para mí. ¿Existo yo para ella? ¿Soy una imagen en tinieblas en lo más recóndito de su mente?
Ellos debieron de contarle que yo estaba muerta. Eso es lo que debieron de hacer. Seguramente pensaron que de ese modo a ella le resultaría más fácil adaptarse.
Ahora debe tener ocho años. He llenado el tiempo que perdí, sé todo lo que ha ocurrido. Ellos tenían razón, es más fácil pensar que ella está muerta. Así no tengo que abrigar esperanzas, ni hacer un esfuerzo inútil. ¿Por qué darse la cabeza contra la pared?, decía Tía Lydia. A veces tenía una manera muy gráfica de decir las cosas.
—No tengo todo el día —dice Cora, al otro lado de la puerta. Es verdad, no tiene todo el día. No tiene todo de nada. No debo robarle su tiempo. Me enjabono, me paso el cepillo de cerdas cortas y la piedra pómez para eliminar la piel muerta. Estos accesorios típicamente puritanos te los proporcionan. Me gustaría estar absolutamente limpia, libre de gérmenes y bacterias, como la superficie de la luna. No podré lavarme esta noche, ni más tarde, ni en todo el día. Ellos dicen que es perjudicial, así que, ¿para qué correr riesgos?
Ahora no puedo evitar que mis ojos vean el pequeño tatuaje de mi rodilla. Cuatro dedos y un ojo, un pasaporte del revés. Se supone que sirve como garantía de que nunca desapareceré. Soy demasiado importante, demasiado especial como para que eso ocurra. Pertenezco a la reserva nacional.
Saco el tapón, me seco, y me pongo la bata de felpa roja. Dejo aquí el vestido que llevaba hoy, porque Cora lo recogerá para lavarlo. Una vez en la habitación, me vuelvo a vestir. La toca blanca no es necesaria a esta hora porque no voy a salir. En esta casa, todos conocen mi cara. Sin embargo, el velo rojo sigue cubriendo mi pelo húmedo y mi cabeza, que no ha sido rapada. ¿Dónde vi aquella película de unas mujeres arrodilladas en la plaza del pueblo, sujetas por unas manos, y con el pelo cayéndoles a mechones? ¿Qué habían hecho? Debe de haber sido hace mucho tiempo, porque no logro recordarlo.
Cora me trae la cena en una bandeja cubierta. Antes de entrar golpea la puerta. Me cae bien ese detalle. Significa que piensa que me corresponde algo de lo que solíamos llamar intimidad.
—Gracias —le digo, cogiendo la bandeja de sus manos. Ella me sonríe, pero se vuelve sin responder. Cuando estamos las dos a solas, recela de mí.
Pongo la bandeja en la pequeña mesa pintada de blanco y acerco la silla hasta ella. Quito la cubierta de la bandeja. Un muslo de pollo, demasiado cocido. Es mejor que crudo, que es el otro modo en que lo prepara. Rita sabe cómo demostrar su resentimiento. Una patata al horno, judías verdes, ensalada. Como postre, peras en conserva. Es una comida bastante buena, pero ligera. Comida sana. Debéis consumir vitaminas y minerales, decía Tía Lydia, en tono remilgado. Debéis ser fuertes. Nada de café ni té, nada de alcohol. Se han realizado estudios. Hay una servilleta de papel, como en las cafeterías.
Pienso en los demás, los que no tienen nada. Éste es el paraíso del amor, aquí llevo una vida mimada, que el Señor nos haga realmente capaces de sentir gratitud, decía Tía Lydia, o sea agradecidas, y empiezo a comer mi comida. Esta noche no tengo hambre. Siento náuseas. Pero no hay dónde poner la comida, ni macetas de plantas, y no voy a probar en el lavabo. Estoy muy nerviosa, eso es lo que pasa. ¿Y si la dejara en el plato y le pidiera a Cora que no pasara el informe? Mastico y trago, mastico y trago, y floto que empiezo a sudar. La comida me llega al estómago convertida en una pelota, un puñado de cartones humedecidos y estrujados.
Abajo, en el comedor, deben de haber puesto la gran mesa de caoba, con velas, mantel blanco, cubertería de plata, flores, y el vino servido en copas. Se oirá el tintineo de los cuchillos contra la porcelana, y un chasquido cuando ella suelta el tenedor con un suspiro apenas audible Y deja la mitad de la comida en el plato, sin tocarla. Probablemente dirá que no tiene apetito. Tal vez no diga nada. Si dice algo, ¿él hace algún comentario? Si no dice nada, ¿él lo nota? Me pregunto cómo se las arregla para que reparen en ella. Supongo que debe de ser difícil.
A un costado del plato hay una porción de mantequilla. Corto una punta de la servilleta de papel, envuelvo en ella la mantequilla, la llevo hasta el armario y la guardo en la punta de mi zapato derecho —del par de recambio—, como he hecho otras veces. Arrugo el resto de la servilleta: seguramente, nadie se molestará en estirarla para comprobar si le falta algo. Usaré la mantequilla esta noche. No estaría bien que ahora oliera a mantequilla.
Espero. Me compongo. Mi persona es una cosa que debo componer, como se compone una frase. Lo que debo presentar es un objeto elaborado, no algo natural.
Hay tiempo de sobra. Ésta es una de las cosas para las que no estaba preparada: la cantidad de tiempo vacío, los largos paréntesis de nada. El tiempo como un sonido blanco. Si al menos pudiera bordar, o tejer, hacer algo con las manos... Quiero un cigarrillo. Recuerdo cuando visitaba las galerías de arte, recorriendo el siglo diecinueve, y la obsesión que tenían por los harenes. Montones de cuadros de harenes, mujeres gordas repantigadas en divanes, con turbantes en la cabeza o tocados de terciopelo, abanicadas con colas de pavo real por un eunuco que montaba guardia en último plano. Estudios de cuerpos sedentarios, pintados por hombres que jamás habían estado allí. Se suponía que estos cuadros eran eróticos, y a mí me lo parecían en aquellos tiempos; pero ahora comprendo cuál era su verdadero significado: mostraban una alegría interrumpida, una espera, objetos que no se usaban. Eran cuadros que representaban el aburrimiento.
Pero tal vez el aburrimiento es erótico, al menos para los hombres, cuando proviene de las mujeres.
Espero, lavada, cepillada, alimentada, como un cerdo que se entrega como premio. En la década de los ochenta inventaron pelotas para cerdos, y se las daban a los cerdos que eran cebados en pocilgas. Eran pelotas grandes y de colores, y los cerdos las hacían rodar ayudándose con el hocico. Los vendedores de cerdo decían que esto mejoraba el tono muscular; los cerdos eran curiosos, les gustaba tener algo en qué pensar.
Eso lo leí en Introducción a la Psicología; eso, y el capítulo sobre las ratas de laboratorio que se aplicaban a si mismas descargas eléctricas, sólo por hacer algo. Y el que hablaba de las palomas amaestradas para picotear un capullo que hacía aparecer un grano de maíz. Estaban divididas en tres grupos: el primero cogía un grano con cada picotazo; el segundo, uno cada dos picotazos, y el tercero lo hacía sin ton ni son. Cuando el encargado del experimento se llevaba el grano, el primer grupo se daba por vencido enseguida, y el segundo grupo un poco más tarde. El tercer grupo nunca se daba por vencido. Se habrían picoteado a sí mismas hasta morir, antes que renunciar. Quién sabe cuál era la causa.
Me gustaría tener una de esas pelotas para cerdos.
Me echo en la alfombra trenzada. Siempre puedes entrenarte, decía Tía Lydia. Varias sesiones al día, mientras estás inmersa en la rutina cotidiana. Los brazos a los lados, las rodillas flexionadas, levantas la pelvis y bajas la columna. Ahora hacia arriba, y otra vez. Cuentas hasta cinco e inspiras, aguantas el aire y lo sueltas. Lo hacíamos en lo que solía ser la sala de Economía Doméstica, ahora libre de lavadoras y secadoras; al unísono, tendidas en pequeñas esterillas japonesas, mientras sonaba una casete de
Les Sylphides.
Eso es lo que ahora resuena en mi mente, mientras subo, bajo y respiro. Detrás de mis ojos cerrados, unas etéreas bailarinas revolotean graciosamente entre los árboles y agitan las piernas como si fueran las alas de un pájaro enjaulado.
Por las tardes nos acostamos en nuestras camas, en el gimnasio, durante una hora: de tres a cuatro. Decían que era un momento de descanso y meditación. En aquel entonces yo creía que lo hacían porque querían librarse de nosotras durante un rato, descansar de las clases, y sé que fuera de las horas de servicio las Tías se iban a la habitación de los profesores a tomar una taza de café, o lo que llamaban así, fuera lo que fuese. Pero ahora pienso que el descanso también era un entrenamiento. Nos estaban dando la oportunidad de acostumbrarnos a las horas en blanco.
Una siestecita, la llamaba Tía Lydia en su estilo remilgado.
La extraño es que necesitábamos descansar. Casi todas nos íbamos a dormir. Estábamos cansadas la mayor parte
del tiempo. Supongo que nos daban algún tipo de pastillas, o drogas, que las ponían en la comida para mantenernos tranquilas. O tal vez no. Quizás era el lugar. Después de la primera impresión, una vez que te habías adaptado, era mejor permanecer en un estado letárgico. Podías decirte a ti misma que estabas ahorrando fuerzas.
Cuando Moira llegó, yo debía de llevar allí tres semanas. Entró en el gimnasio acompañada por dos de las Tías, como era habitual, a la hora de la siesta. Aún llevaba puesta su ropa —tejanos y un chandal azul— y tenía el pelo corto —para desafiar a la moda, como de costumbre—, por eso la reconocí de inmediato. Ella me vio, pero se giró: ya sabia qué era lo más prudente. Tenía una magulladura de color púrpura en la mejilla izquierda. Las Tías la llevaron a una cama vacía, donde ya estaba preparado el vestido rojo. Se desnudó, y empezó a vestirse otra vez, en silencio, mientras las Tías esperaban de pie en un extremo de la cama y nosotras la observábamos con los ojos apenas abiertos. Cuando se volvió, vi las protuberancias de su columna vertebral.
No pude hablar con ella durante varios días; solamente nos echábamos breves miradas, a modo de prueba. La amistad era sospechosa, lo sabíamos, así que nos evitábamos mutuamente durante las horas de la comida, en las colas de la cafetería y en los pasillos, entre una clase y otra. Pero al cuarto día estaba a mi lado durante el paseo que hacíamos de dos en dos alrededor del campo de fútbol. Hasta que nos graduábamos no nos daban la toca blanca, y llevábamos solamente el velo, así que pudimos hablar, con la precaución de hacerlo en voz baja y de no mover la cabeza para mirarnos. Las Tías caminaban al principio y al final de la fila, por lo que el único peligro eran las demás. Algunas eran creyentes y podían delatarnos.
Esto es una casa de locos, afirmó Moira.
Estoy tan contenta de verte..., le dije.
¿Dónde podemos hablar?, me preguntó.
En los lavabos, respondí. Vigila el reloj. El último retrete, a las dos y media.
Fue todo lo que dijimos.
El hecho de que Moira esté aquí me hace sentir más segura. Podemos ir al lavabo siempre que levantemos la mano, porque existe un máximo de veces al día, y lo apuntan en un gráfico. Miro el reloj, eléctrico y redondo, que está enfrente, encima de la pizarra verde. Cuando dan las dos y media estamos en sesión de Testimonio. Aquí está Tía Helena, además de Tía Lydia, porque la sesión de Testimonio es algo especial. Tía Helena es gorda; una vez, en Iowa, dirigió una campaña para obtener licencias de Vigilantes de Peso. Se le dan bien las sesiones de Testimonio.
Le toca el turno a Janine, que cuenta cómo a los catorce años fue violada por una pandilla y tuvo un aborto. La semana pasada contó lo mismo, y parecía casi orgullosa de ello. Incluso podría no ser verdad. En las sesiones de Testimonio es más seguro inventarse algo que decir que no tienes nada que revelar. Aunque tratándose de Janine, probablemente sea más o menos verdad.
¿Pero de
quién
fue la culpa?, pregunta Tía Helena mientras levanta un dedo regordete.
La culpa es
suya, suya, suya,
cantamos al unísono.
¿Quién la arrastró a eso? Tía Helena sonríe, satisfecha de nosotras.
Fue
ella, ella, ella.
¿Por qué Dios permitió que ocurriera semejante atrocidad?
Para darle una
lección.
Para darle una
lección.
Para darle una
lección.
La semana pasada, Janine rompió a llorar. Tía Helena la hizo arrodillar en el frente de la clase, con las manos a la espalda, para que todas pudiéramos ver su cara roja y su nariz goteante. Y su pelo rubio pajizo, sus pestañas tan claras que parece que no las tuviera, como si se le hubieran quemado en un incendio. Ojos quemados. Se la veía disgustada: débil, molesta, sucia y rosada como un ratón recién nacido. Ninguna de nosotras querría verse así, jamás. Por un momento, y aunque sabíamos lo que iban a hacerle, la despreciamos.
Llorona. Llorona. Llorona.
Y lo peor es que lo dijimos en serio.
Yo solía tener un buen concepto de mí misma. Pero en aquel momento no.
Eso ocurrió la semana pasada. Esta semana, Janine no espera a que la insultemos. Fue culpa mía, dice. Sólo mía. Yo los incité. Me merecía el sufrimiento.
Muy bien, Janine, dice Tía Lydia. Has dado el ejemplo.
Antes de levantar la mano tengo que esperar a que esto termine. A veces, si pides permiso en un momento inadecuado, te dicen que no. Y si realmente tienes que ir, puede ser terrible. Ayer Dolores mojó el suelo. Se la llevaron entre dos Tías, cogiéndola por las axilas. No apareció para el paseo de la tarde, pero a la noche volvió a meterse en su cama. La oímos quejarse durante toda la noche.
¿Qué le hicieron?, era el murmullo que corría de cama en cama.
No lo sé.
Y el hecho de no saber lo hace todavía peor.
Levanto la mano y Tía Lydia asiente. Me levanto y salgo al pasillo, procurando no llamar la atención. Tía Elizabeth monta guardia fuera del lavabo. Mueve la cabeza, en señal de que puedo entrar.
Este lavabo era para los chicos. Aquí también han reemplazado los espejos por rectángulos de metal gris opaco, pero los urinarios aún están, contra una de las paredes, y el esmalte blanco está manchado de amarillo. Extrañamente, parecen ataúdes de bebés. Vuelvo a asombrarme por la desnudez que caracteriza la vida de los hombres: las duchas abiertas, el cuerpo expuesto a las miradas y las comparaciones, las partes íntimas expuestas en público. ¿Para qué? ¿Tiene algún propósito tranquilizador? La ostentación de un distintivo común a todos ellos, que les hace pensar que todo está en orden, que están donde deben estar. ¿Por qué las mujeres no necesitan demostrarse mutuamente que son mujeres? Cierta manera de desabrocharse, de abrir la entrepierna despreocupadamente. Una actitud Perruna.