Read El cuento de la criada Online
Authors: Elsa Mateo,Margaret Atwood
Tags: #Autoayuda, Ciencia Ficción
Si esto es un cuento que yo estoy contando, entonces puedo decidir el final. Habrá un final para este cuento, y luego vendrá la vida real. Puedo decidir dónde dejarlo.
Esto no es un cuento que estoy contando.
También es un cuento que estoy contando, en mi imaginación, sobre la marcha.
Contando, más que escribiendo, porque no tengo con qué escribir y, de todos modos, escribir está prohibido. Pero si es un cuento, aunque sólo sea en mi imaginación tengo que contárselo a alguien. Nadie se cuenta un cuento a sí mismo. Siempre hay otra persona.
Aunque no haya nadie.
Un cuento es como una carta.
Querido,
diría. Sólo
querido,
sin nombre. Porque si agregara tu nombre, te agregaría al mundo real, lo cual es más arriesgado y más peligroso: ¿quién sabe cuáles son tus posibilidades de supervivencia? Diré
querido, querido,
como si fuera una antigua canción de amor.
Querido
puede ser cualquiera.
Querido
pueden ser miles.
Te diré que no corro un peligro inminente.
Haré como si me oyeras.
Pero no está bien, porque sé que no puedes.
Sigue el buen tiempo. Es casi como si estuviéramos en junio, cuando sacamos los vestidos de ir a la playa y las sandalias, y nos compramos helados. En el Muro hay tres cadáveres nuevos. Uno es el de un sacerdote que todavía lleva la sotana negra. Se la pusieron para el juicio, aunque dejaron de usarla hace unos años, cuando empezó la guerra de las sectas; con las sotanas llamaban demasiado la atención. Los otros dos tienen placas de color púrpura que les cuelgan del cuello: Traición a su Género. Aún van vestidos con el uniforme de Guardianes. Los deben de haber cogido juntos, ¿pero dónde? ¿En el cuartel? ¿En una fiesta? Quién sabe. El muñeco de nieve de la sonrisa roja ya no está.
—Tendríamos que volver —le digo a Deglen. Siempre soy yo quien lo dice. A veces pienso que si no lo dijera, ella se quedaría aquí para siempre. ¿Pero llora por estas muertes, o se regodea? Aún no lo sé.
Sin mediar palabra, se gira, como activada por mi voz, como si anduviera sobre un par de ruedecillas aceitadas, Como si fuera la figura de una caja de música. Me ofende su garbo. Me ofende su docilidad, su cabeza inclinada como para contrarrestar un fuerte viento. Pero no hay viento. Nos alejamos del Muro y volvemos bajo el sol, por el mismo camino por el que vinimos.
—Es un hermoso día de mayo —comenta Deglen. Más que verla siento que vuelve la cabeza hacia mí, como esperando una respuesta.
—Sí —respondo— Alabado sea —agrego, como si me acordara en el último momento. Un día de mayo;
Mayday
era una señal de socorro que solía emplearse hace mucho tiempo en alguna de las guerras que estudiábamos en la escuela. Aún las confundo, pero si prestabas atención podías distinguirlas por los aviones. Fue Luke el que me habló de
Mayday. Mayday
era el código que usaban los pilotos de los aviones que habían sido alcanzados, o los barcos... ¿los barcos también? Quizá los barcos utilizaban el S.O.S. Me gustaría poder averiguarlo. Y era algo de Beethoven, de la victoria de una de esas guerras.
— Sabes de dónde derivaba la palabra
Mayday?
—me preguntó Luke.
—No —respondí—. Es extraño que emplearan semejante palabra para eso, ¿no?
Periódicos y café en las mañanas de domingo, antes de que ella naciera. En ese entonces todavía existían los periódicos. Solíamos leerlos en la cama.
—Del francés —me explicó—. De
M’aidez.
Ayudadme.
Una pequeña procesión se acerca a nosotras, es un cortejo fúnebre: tres mujeres, cada una con el velo negro transparente sobre el tocado. Una de ellas es una econoesposa, y las otras dos las plañideras, también econoesposas y tal vez amigas suyas. Sus vestidos de rayas parecen deteriorados, igual que sus caras. Algún día, cuando las cosas mejoren, decía Tía Lydia, nadie tendrá que ser una econoesposa.
La primera es la desconsolada madre; lleva una pequeña vasija negra. Por el tamaño de la vasija se puede adivinar el tiempo que llevaba en el vientre de ella cuando le llegó la muerte. Dos o tres meses, demasiado poco para saber si era o no un No Bebé. A los mayores y a los que mueren al nacer los ponen en cajas.
Nos detenemos en señal de respeto, mientras el cortejo pasa. Me pregunto si Deglen siente lo mismo que yo, un dolor en las entrañas, como una puñalada. Nos ponemos las manos sobre el pecho para expresar nuestra condolencia a estas desconocidas. Desde debajo del velo, la primera nos dedica una mirada amenazadora. Una de las otras dos se aparta y escupe en la acera. A las econoesposas no les gustamos.
Pasamos de largo junto a las tiendas, llegamos a las barreras y las atravesamos. Seguimos andando entre las casas de aspecto deshabitado y céspedes cuidados. En la esquina, cerca de la casa donde estoy destinada, Deglen se detiene y se vuelve hacia mí.
— Que Su Mirada te acompañe —me dice, según la despedida correcta.
— Que Su Mirada te acompañe —respondo y ella asiente
con
un leve movimiento. Vacila, como si fuera a decir algo más, pero se vuelve y echa a andar calle abajo. La observo. Ella es como mi propia imagen reflejada en un espejo del cual me estoy alejando.
En el camino de entrada encuentro a Nick, que sigue lustrando el Whirlwind. Ha llegado a la parte cromada trasera. Pongo mi mano enguantada sobre el picaporte del portal, lo abro y lo empujo hacia dentro; se cierra con un chasquido. Los tulipanes están más rojos que nunca, abiertos, ahora no parecen copas sino cálices; es como si se elevaran por sí solos, ¿pero con qué fin? Después de todo, están vacíos. Cuando crecen se vuelven del revés, revientan lentamente y los pétalos se les caen a trozos.
Nick levanta la vista y empieza a silbar. Luego me pregunta:
—¿Ha ido bien el paseo?
Asiento con la cabeza, paro no digo nada. Se supone que él no debe hablarme. Por supuesto algunos lo intentaran, decía Tía Lydia. La carne es débil. La carne es efímera, la corregía yo mentalmente. Ellos no pueden soportarlo, decía, Dios los hizo así. Pero a vosotras no Os hizo así, Os hizo diferentes. Os corresponde a vosotras marcar los límites. Algún día lo agradeceréis.
En el jardín de detrás de la casa está la Esposa del Comandante, sentada en una silla que ha sacado de dentro. Serena Joy, qué nombre tan estúpido. Como si fuera una de esas cosas que en otros tiempos se ponían en el pelo Para estirarlo. Serena Joy, debía de decir en el frasco, que seguramente tenía grabada en la etiqueta la silueta de una cabeza femenina sobre un fondo ovalado de color rosa con bordes festoneados en dorado. Con todos los nombres que hay, ¿por qué eligió precisamente ése? Porque Serena Joy nunca fue su verdadero nombre, ni siquiera entonces. Su nombre verdadero era Pam. Lo leí en una reseña biográfica de una revista, mucho después de verla cantar los domingos por la mañana, mientras mi madre dormía. En aquellos tiempos se merecía una reseña biográfica: debía de aparecer en
Time o
Newsweek. Entonces ya no cantaba, hacía discursos. Y lo hacía bien. Hablaba de lo sagrado que era el hogar, y de que las mujeres debían quedarse en casa. Ella no lo hacía, pero sí lo decía, y justificaba este fallo suyo argumentando que era un sacrificio que hacía por el bien de todos.
Aproximadamente en esa época, alguien intentó pegarle un tiro, pero no dio en el blanco. En cambio, mató a su secretaria, que estaba de pie exactamente detrás de ella. Otra persona instaló una bomba en su coche, pero explotó demasiado pronto. Aunque alguna gente decía que ella misma había puesto la bomba en su coche, para ganarse la simpatía del público. Así es como fueron empeorando las cosas.
Luke y yo la mirábamos a veces en el último noticiario de la noche. En albornoz y gorro de dormir. Contemplábamos su pelo rociado de laca, su histeria, las lágrimas que aún hacia brotar cuando quería y el maquillaje que le oscurecía las mejillas. En ese entonces llevaba más maquillaje. Nos resultaba divertida. Mejor dicho, a Luke le resultaba divertida. Yo sólo fingía pensarlo. En realidad era un poco aterradora. De veras que lo era.
Ya no hace más discursos. Se ha vuelto muda. Se queda en su casa, aunque esto no parece sentarle bien. Qué furiosa debe de estar, ahora que le han cogido la palabra.
Está contemplando los tulipanes. Tiene el bastón en el suelo, a su lado. Está de perfil, puedo verlo por la rápida mirada de reojo que le echo al pasar. Jamás la miraría fijamente. Ya no es una silueta perfecta de papel, su rostro se está hundiendo sobre sí mismo y me hace pensar en esas ciudades construidas sobre ríos subterráneos, donde casas y calles enteras desaparecen durante la noche bajo repentinas ciénagas, o ciudades carboníferas que se hunden en sus propias minas. Algo así debe de haberle ocurrido a ella cuando vio el cariz que tomaban las cosas.
No vuelve la cabeza. No reconoce en lo más mínimo mi presencia, aunque sabe que estoy allí. Sé que lo sabe, su conocimiento es como un olor: algo que se vuelve agrio, como la leche de varios días.
No es de los esposos de quienes tenéis que cuidaros decía Tía Lydia, sino de las Esposas. Siempre debéis tratar de imaginaros lo que sienten. Por supuesto os ofenderán. Es natural. Intentad compadecerlas. Tía Lydia creía que era muy buena compadeciendo a los demás. Intentad apiadaros de ellas. Perdonadlas, porque no saben lo que hacen. Y volvía a mostrar esa temblorosa sonrisa de mendigo, elevando la mirada —a través de sus gafas redondas con montura de acero— hacia la parte posterior del aula, como si el cielo raso pintado de verde se abriera y de él bajara Dios, montado en una nube de polvos faciales de color rosa perlados entre los cables y las tuberías. Debéis comprender que son mujeres fracasadas. Han sido incapaces de...
En este punto su voz se quebraba y hacía una pausa durante la cual percibía un suspiro a mi alrededor, un suspiro colectivo. No era conveniente susurrar ni moverse durante estas pausas: Tía Lydia podía parecer abstraída, pero era consciente del más mínimo movimiento. Por eso no se oía más que un suspiro.
El futuro está en vuestras manos, resumía. Extendía sus manos hacia nosotras, en ese antiguo gesto que significaba tanto un ofrecimiento como una invitación a un abrazo, una aceptación. En vuestras manos, decía mirándose las suyas como si éstas le hubieran dado la idea. Pero no veía nada en ellas, estaban vacías. Eran las nuestras las que supuestamente estaban llenas de futuro, un futuro que sosteníamos pero no podíamos ver.
Doy la vuelta hasta la puerta trasera, la abro, entro y dejo el cesto en la mesa de la cocina. La mesa ha sido fregada para quitar la harina; el pan del día, recién horneado, se está enfriando en la rejilla. La cocina huele a levadura, un olor impregnado de nostalgia. Me recuerda otras cocinas, cocinas que fueron mías. Huele a madre, aunque mi madre no hacia pan. Huele a mí, hace tiempo, cuando yo era madre.
Es un olor traicionero y sé que debo ignorarlo.
Rita está sentada ante la mesa, pelando y cortando zanahorias. Son zanahorias viejas, gruesas, pasadas, y les han salido barbas de estar tanto tiempo almacenadas. Las zanahorias nuevas, tiernas y pálidas, no estarán en su punto hasta dentro de unas semanas. El cuchillo que ella usa es afilado y brillante, tentador. Me gustaría tener uno como éste.
Rita deja de cortar zanahorias, se levanta y saca los paquetes del cesto, casi con ansiedad. Espera a ver lo que he traído, aunque siempre frunce el ceño mientras abre los paquetes; nada de lo que traigo le gusta. Piensa que ella lo habría hecho mejor. A ella le gustaría hacer la compra, coger exactamente lo que quiere; envidia mis paseos. En esta casa, todos envidiamos algo a los demás.
—Tenían naranjas —comento—. En Leche y Miel. Todavía quedan algunas —se lo digo como un ofrecimiento. Quiero congraciarme con ella. Las naranjas las vi ayer, pero no le dije nada a Rita: estaba demasiado malhumorada—. Si me das los vales, mañana podría coger algunas —le paso el pollo; hoy ella quería filetes, pero no había.
Rita gruñe, pero no expresa placer ni aceptación. El gruñido significa que lo pensará durante su rato de ocio. Desata el hilo del paquete del pollo y abre el papel glaseado. Toca el pollo con la punta de los dedos, dobla un ala, mete el dedo en la cavidad y saca los menudillos. El pollo queda allí, sin cabeza y sin patas, con la carne de gallina, como si tuviera escalofríos.
—Hoy es día de baño —anuncia Rita sin mirarme.
Entra Cora, que viene de la despensa de atrás, donde guardan las fregonas y las escobas.
—Un pollo —dice, casi con regocijo.
—Puro hueso —afirma Rita—, pero tendrá que servir.
—No había muchos más —explico, pero Rita me ignora.
—A mí me parece bastante grande —responde Cora. ¿Me está defendiendo? La miro, para ver si sonríe; pero no, sólo estaba pensando en la comida. Ella es más joven que Rita; la luz del sol, que ahora entra por la ventana oeste, le toca el pelo peinado con raya y echado hacia atrás. Hasta no hace mucho tiempo debió de haber sido bonita. Tiene una pequeña marca como un hoyuelo en cada oreja, donde antes tenía los agujeros para los pendientes.
—Grande —argumenta Rita—, pero huesudo. Tendrías que hablar más fuerte —me dice, mirándome a la cara por primera vez—. No son del montón, como tú —se refiere al rango del Comandante; pero por el sentido que da a sus palabras, ella piensa que soy del montón. Tiene más de sesenta años y su mentalidad no cambiará.
Va hasta el fregadero, pasa las manos rápidamente bajo el chorro de agua y se las seca con el paño de cocina. Éste es blanco con rayas azules. Los paños de cocina son iguales que siempre. A veces estos destellos de normalidad me atacan inesperadamente, como si me tendieran una emboscada. Lo normal, lo habitual, una advertencia, como una patada. Observo el paño de cocina fuera de su contexto y se me corta la respiración. Para algunos, en cierto sentido, las cosas no han cambiado tanto.
—¿Quién se ocupa del baño? —le pregunta Rita a Cora, no a mí—. Yo tengo que ablandar el pollo.
—Lo haré yo más tarde —responde Cora—, después de quitar el polvo.
—Si no, nadie lo hará —concluye Rita.
Hablan de mí, como si yo no las oyera. Para ellas soy una faena de la casa, una de tantas.
Me han hecho a un lado. Cojo el cesto, salgo por la puerta de la cocina y recorro el pasillo hasta el reloj de péndulo. La puerta de la sala está cerrada. El sol atraviesa el montante de abanico, pintando el suelo de colores: rojo, azul, púrpura. Pongo el pie encima y estiro las manos, que se me llenan de flores de luz. Subo las escaleras y veo mi rostro —distante, blanco y deformado— enmarcado en el espejo del vestíbulo, que sobresale como un ojo aplastado. Recorro la alfombra de color rosa ceniciento del pasillo de arriba, en dirección al dormitorio.